– Connie no era de las que se suicidan -afirma torciendo ligeramente el labio.
Posteriormente se portaron bien con ella, dice, jamás le hicieron ningún reproche ni le insinuaron que había faltado a su deber. La instalaron en los Cedros, conocían a la familia de Bollo, les convencieron de que la cogieran para cuidar de la casa.
– Y aquí sigo -dice con una triste sonrisa-, después de todos estos años.
Oigo al coronel en el piso de arriba, haciendo ruidos discretos pero claros; se alegra de que me vaya, lo sé. Le he dado las gracias por su ayuda de la noche pasada.
– Probablemente me salvó la vida -he dicho, pensando que probablemente era cierto.
Mucho resoplido y mucho aclarado de garganta -¡ Se ñ or m í o, s ó lo cumpl í a con mi condenado deber!-, y con una mano me ha apretado con fuerza el brazo. Incluso me ha entregado un regalo de despedida, una pluma estilográfica, una Swan, es tan vieja como él, diría yo, todavía en la caja, en un lecho de papel de seda amarillento. Estoy escribiendo estas palabras con esa pluma, tiene un trazo elegante, liso y veloz, con alguna esporádica mancha. Me pregunto de dónde la ha sacado. No sé qué decir.
– No diga nada -ha dicho-. Yo nunca la he usado, usted debería tenerla, para escribir, y lo que quiera.
A continuación se ha marchado, frotándose las manos, viejas, blancas y secas. Observo que, aunque no es fin de semana, lleva su chaleco amarillo. Ahora ya nunca sabré si realmente estuvo en el ejército o es un impostor. Es otra de las preguntas que no me atrevo a formularle a la señorita Vavasour.
– Es a ella a quien echo de menos -dice-. A Connie… A la señora Grace, quiero decir. -Supongo que me la quedo mirando, y me lanza otra de esas miradas compasivas-. Él no, nunca tuve nada con él -dice-. No pensaría eso, ¿verdad? -Me he acordado de ella debajo de mí, aquel día que me subí a un árbol, sollozando, la cabeza sobre la bandeja de sus hombros escorzados, el pañuelo arrugado en la mano-. Oh no -ha dicho-, nunca tuve nada que ver con él. -Y también me he acordado del día del picnic y de que estaba sentada detrás de mí en la hierba y miraba hacia donde yo miraba ávidamente y veía lo que no estaba destinado a mis ojos.
Anna murió antes del alba. A decir verdad, yo no estaba allí cuando ocurrió. Había salido y estaba en la escalera de entrada de la clínica, inhalando profundamente el aire negro y lustroso de la mañana. Y en ese momento, tan sereno y sombrío, me acordé de mucho tiempo atrás, en el mar de ese verano en Ballyless. Me había ido a nadar solo, no sé por qué, ni dónde podían estar Chloe y Myles; quizá se habían ido con sus padres a algún lado, habría sido uno de los últimos viajes que hacían juntos, quizá el último. El cielo era todo neblina y ni soplo de brisa movía la superficie del mar, en cuya orilla las pequeñas olas rompían en una línea apática, una y otra vez, como un dobladillo vuelto infinitamente por una costurera soñolienta. Había poca gente en la playa, y estaban a cierta distancia de mí, y hubo algo en el aire denso e inmóvil que hizo que el sonido de las voces pareciera proceder de una distancia aún más grande. Yo estaba de pie, sumergido hasta la cintura en un agua perfectamente transparente, de modo que veía con todo detalle la arena acanalada del fondo, y diminutas conchas y fragmentos de patas de cangrejo rotas, y mis propios pies, pálidos y ajenos, como muestras exhibidas bajo un cristal. Mientras estaba allí, de repente, no, no de repente, pero en una especie de paulatino empujón, todo el mar se hinchó, no fue una ola, sino una marea lenta y constante que pareció alzarse de las profundidades, como si se hubiera removido algo inmenso ahí abajo, y por un momento me vi levantado y transportado un par de metros hacia la orilla, y entonces caí sobre mis dos pies, como antes, como si nada hubiera pasado. Y de hecho no había pasado nada, una memorable nada, tan sólo otro de esos grandes encogimientos de hombros con que el mundo manifiesta su indiferencia.
Una enfermera vino a buscarme. Me di la vuelta y la seguí hacia el interior del hospital, y fue como si me adentrara en el mar.
John Banville nació en Wexford, Irlanda, en 1945. Su primera novela apareció en 1970. En Anagrama se han publicado los siguientes títulos: El libro de las pruebas (finalista del Premio Man Booker 1989; ganadora del Guiness Peat Aviation Award), Eclipse, El intocable e Imposturas. Su obra ha merecido grandes elogios por parte de la crítica, así como de destacados colegas: «John Banville es el escritor de lengua inglesa más inteligente, el estilista más elegante» (George Steiner); «Una frase tan devaluada como "maravillosamente bien escrita" recupera todo su valor cuando nos referimos a las novelas de John Banville. Es un maestro y su prosa es un deleite constante» (Martin Amis); «Banville es grande porque desciende al fondo más oscuro de la existencia, se enfrenta a la medusa sin nombre de la abyección y la tragedia, pero conserva una profunda, indestructible humanidad» (Claudio Magris); «Banville escribe con una prosa límpida y arriesgada, y tiene el oscuro don de ver el alma de la gente» (Don DeLillo). Entre otros premios, ha recibido el James Tait Black Memorial Prize y el Guardian Fiction Prize. Con El mar, su última novela, ha obtenido el Man Booker 2005 y el Hughes amp; Hughes Irish Novel of the Year.
[1]En el mundo anglosajón existe la superstición de que uno siente escalofríos, o cierta aprensión, cuando alguien camina sobre -lo que será- su tumba. (N. del T.)
[2]Ballymore sería «Ballymás», y Ballyless, «Ballymenos». (N. del T.)
[3] Plimsoll en el original. Su nombre procede de S. Plimsoll, diputado por Derby, a cuya agitación se debió la Ley de la Marina Mercante de 1876. (N. del T.)
[4]En alemán significa «muerte». Tres líneas más abajo, De'Ath (death) significa también «muerte» en inglés. (N. del T.)
[5]Se refiere al poeta Wallace Stevens (1879-1955). El original dice: «the particles of nether-do». (N. del T.)
[6]Sin la cual, claro, no puede escribir «Yo», I en inglés. (N. del T.)
[7]Una de las zonas de Irlanda de Norte más castigadas por el conflicto anglo-irlandés. (N. del T.)
[8]Lo dice porque «moño» es bun, que al mismo tiempo significa «bollo (de los redondos)», otra palabra que también define a la señora y que luego repite. (N. del T.)
[9]Celebrado por los protestantes de Irlanda del Norte como el aniversario de la batalla de Boyne (1690), en la que Guillermo III derrotó a Jacobo II. (N. del T.)
[10]El primero entre sus iguales. (N. del T.)
[11]Conócete a ti mismo. (N. del T.)
[12]En el antiguo Egipto era el lugar de reposo, el «paraíso», al que supuestamente llegaban los justos al morir, tal como se relata en El libro de los muertos. (TV. del T.)
[13]Cuando Teseo fue a Creta para dar muerte al Minotauro, Ariadna se enamoró de él y le dio el famoso hilo, gracias al cual encontró la salida del laberinto. Teseo se llevó a la muchacha, pero, según la tradición más común, la abandonó, dormida, en la isla de Naxos, donde la encontró el dios Dioniso y la hizo su esposa. Richard Strauss recrea el episodio en su breve ópera Ariadna en Naxos. (N. del T.)
[14]En la mitología irlandesa, un ser sobrenatural que gime bajo las ventanas de las casas donde alguien va a morir. (N. del T.)
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