Me desperté a una hora temprana de la mañana aún oscura, en una extraña y turbadora escena que al principio creí una alucinación. El coronel estaba allí, de punta en blanco como siempre, de tweed y sarga de caballería -no se había acostado-, paseando ceñudo por la habitación, y también, algo mucho más inverosímil, estaba la señorita Vavasour, quien, resultó, también había oído, o más probablemente sentido en los huesos de la vieja casa, el estrépito que causé al desplomarme tras el episodio de vómito en la ventana. Llevaba su batín japonés, y el pelo recogido bajo una de esas redecillas que no había visto desde que era pequeño. Estaba sentada en una silla, un poco apartada de mí, contra la pared, de lado, en la misma posición que la madre de Whistler, las manos entrelazadas en el regazo y la cara gacha, de modo que las cuencas de sus ojos parecían dos pozos de vacía negrura. Una lamparita, que yo pensé que era una vela, estaba encendida en una mesa a su lado, derramando un tenue globo de luz sobre la escena, que en su conjunto -una composición en círculo, tenuemente iluminada, de mujer sentada y hombre que pasea-, podría haber sido un estudio nocturno de Gericault o De la Tour. Perplejo, y abandonando todo esfuerzo por comprender lo que sucedía ni por qué esos dos estaban ahí, volví a quedarme dormido, o volví a desmayarme.
A mi siguiente despertar las cortinas estaban abiertas y era pleno día. La habitación tenía un aspecto castigado, como avergonzado, pensé, y todo estaba pálido y sin rasgos, como la cara matinal sin maquillar de una mujer. Fuera, un cielo uniformemente blanco estaba inmóvil y enfurruñado, aparentemente a no más de un metro o dos de altura por encima del tejado de la casa. Vagamente, los sucesos de la noche regresaron lentamente, para mi vergüenza, a mi confusa conciencia. A mi alrededor la ropa de cama estaba retorcida y zarandeada como después de una orgía, y había un fuerte olor a vómito. Levanté una mano y una punzada de dolor me atravesó la cabeza cuando mis dedos encontraron la pulposa hinchazón de mi sien, allí donde había golpeado contra la piedra. Fue sólo entonces, con un sobresalto que hizo crujir la cama, cuando me fijé en el joven que estaba sentado en mi silla, inclinado hacia delante, con los brazos cruzados sobre el escritorio, que leía un libro abierto sobre la carpeta de cuero encima de la que escribo. Llevaba gafas de montura de acero y tenía la frente alta, de un pelo ralo de color inconcreto. Sus ropas tampoco tenían ningún rasgo especial, aunque la impresión general que me producían era de pana gastada. Al oír que me movía levantó sin prisa los ojos de la página, volvió la cabeza hacia mí y me miró, bastante tranquilo, e incluso sonrió, aunque sin alegría, y me preguntó cómo me sentía. Estupefacto -seguramente ésta es la palabra-, me esforcé por incorporarme, lo que pareció bambolearme, como si el colchón estuviera lleno de algún líquido espeso y viscoso, y le lancé lo que pretendía ser una mirada imperiosamente interrogativa. No obstante, él siguió mirándome con calma, sin inmutarse. El médico, dijo, haciendo que sonara como si no hubiera ninguno más en el mundo, había venido a verme antes, mientras había perdido el sentido -creo que dijo perdido el sentido, pero sólo entendí claramente perdido, y por un momento me pregunté, de manera alocada, si no habría estado de nuevo en la playa, sin darme cuenta-, y había dicho que al parecer yo sufría una conmoción cerebral combinada con una fuerte pero temporal intoxicación etílica. ¿Al parecer? ¿Al parecer?
– Claire nos trajo en coche -dijo-. Ahora duerme.
¡Jerome! ¡Ese inamorato sin barbilla! Ahora le reconocía. ¿Cómo había conseguido volver a ganarse el favor de mi hija? ¿Había sido el único en el que mi hija había sido capaz de pensar a la hora de pedir ayuda, en plena noche, cuando el coronel o la señorita Vavasour, fuera cual fuera de los dos, había llamado para contarle el último lío en el que su padre se había metido? Si era así, me dije, mía será la culpa, aunque no podía entender exactamente por qué. Cómo me maldije, despatarrado en esa cama de dux, crapuloso y grogui y careciendo por completo de fuerza para ponerme en pie y agarrar a ese presuntuoso por el pescuezo y echarlo por segunda vez. Pero lo peor estaba por venir. Cuando fue a averiguar si Claire ya se había despertado, y ella volvió con él, demacrada y ojerosa y llevando un impermeable sobre la combinación, me informó inmediatamente, con el aire de alguien que rápidamente atrae el calor para mejor desviarlo, de que estaban prometidos. Por un momento, aturdido como estaba, no supe a qué se refería -¿qué había prometido, a quién?-, momento que, como se demostró, fue suficiente para mi derrota. No he conseguido volver a sacar a relucir el asunto, y cada momento que pasa consolida aún más su victoria sobre mí. Así es como, en un parpadeo, estas cosas se ganan y se pierden. Leed a Maistre cuando habla de la guerra.
Y ella tampoco se paró ahí, sino que, animada por ese triunfo inicial, y aprovechando la ventaja que le ofrecía mi momentánea enfermedad, dio orden, una mano figurativa colocada en la cadera, de que recogiera mis cosas y abandonara los Cedros inmediatamente y le dejara que me llevara a casa -¡a casa, dice!-, donde cuidará de mí, y cuyos cuidados incluirán, se me da a entender, la retirada de todos los estimulantes o anestesiantes alcohólicos, hasta el momento en que el médico, él otra vez, me declare capacitado para una cosa u otra, otra vida, supongo que quiere decir. ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo voy a resistirme? Dice que ha llegado el momento de que me ponga a trabajar en serio.
– Está acabando -le informó a su prometido, no sin un brillo de orgullo filial- un gran libro sobre Bonnard.
No tuve valor para decirle que mi Gran Libro sobre Bonnard -suena como algo a lo que uno pudiera arrojar cacahuetes- no ha ido más allá de un supuesto primer capítulo y un cuaderno lleno de trilladas intuiciones de segunda mano y a medio elaborar. Bueno, qué más da. Puedo hacer otras cosas. Puedo irme a París a pintar. O puedo retirarme a un monasterio, pasar los días en tranquila contemplación del infinito o escribir un gran tratado, una vulgata de los muertos, ya me imagino en mi celda, con una barba larga, péñola en mano, sombrero y león dócil, al otro lado de una ventana que hay junto a mí unos minúsculos campesinos siegan el heno, y por encima de mi cabeza revolotea la paloma refulgente. Oh sí, la vida está plena de posibilidades.
Supongo que tampoco se me permitirá vender la casa.
La señorita Vavasour dice que me echará de menos, pero cree que hago lo correcto. Le digo que dejar los Cedros no es decisión mía, que me obligan. Sonríe ante esas palabras.
– Oh, Max -dice-, no creo que seas un hombre al que se le pueda obligar a nada.
Esto me da que pensar, no sólo debido a su tributo a mi fuerza de voluntad, sino porque constato, con cierta sorpresa, que es la primera vez que me llama por mi nombre de pila. No obstante, no creo que pretenda que yo la llame Rose. Es necesaria cierta distancia formal para el mantenimiento de la exquisita relación que hemos forjado y reforjado en estas últimas semanas. Ante esa insinuación de intimidad, sin embargo, las viejas preguntas no formuladas se apelotonan de nuevo en mi mente. Me gustaría preguntarle si se culpa de la muerte de Chloe -creo, debería decir, sin tener prueba de ello, que fue Chloe la primera que se metió en el mar, con Myles detrás, para intentar salvarla-, y si está convencida de que el hecho de que se ahogaran juntos fue tan sólo un accidente u otra cosa. Probablemente me lo diría si se lo preguntara. No la veo reacia. Ya ha cotorreado mucho acerca de los Grace, Carlo y Connie -«Sus vidas quedaron destruidas, desde luego»- y me ha contado que ellos también murieron no mucho después de perder a los gemelos. Carlo fue el primero, de un aneurisma, y luego Connie, de accidente de coche. Le pregunto qué tipo de accidente de coche, y me lanza una mirada.
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