El chico que había hecho ese comentario sobre su flequillo -de repente lo veo como si estuviera aquí, delante de mí, Joe nosequé, un tipo grandote, de huesos enormes, orejas en soplillo y el pelo de punta- también decía que Chloe tenía los dientes verdes. Yo estaba indignado, pero él tenía razón; la siguiente vez que tuve la oportunidad de mirar sus dientes de cerca vi un leve tinte en el esmalte de sus incisivos que desde luego era verde, aunque un delicado verde gris, como la húmeda luz que se ve bajo los árboles después de la lluvia, o ese apagado tono manzana del envés de las hojas cuando se reflejan en aguas quietas. Manzanas, sí, su aliento también tenía un olor a manzana. Éramos como animalitos, husmeándonos. Me gustó en particular, cuando con el tiempo tuve la oportunidad de saborearlo, el fuerte gusto a queso de las grietas de sus codos y rodillas. Me veo obligado a admitir que Chloe no era un prodigio de higiene, y por lo general emitía un olor, más intenso a medida que avanzaba el día, a cachorro, como a rancio, el mismo que emiten, o que solían emitir, las cajas metálicas de galletas vacías en las tiendas…, ¿todavía venden en las tiendas galletas a granel de estas cajas metálicas grandes y redondas? Sus manos. Sus ojos. Sus uñas mordidas. Lo recuerdo todo intensamente, aunque de una manera dispersa, soy incapaz de reunirlo en una unidad. Por mucho que lo intento, por mucho que lo finjo, soy incapaz de evocarla igual que soy capaz de evocar a mi madre, pongamos, o a Myles, o incluso al Joe de orejas en soplillo del Prado. En pocas palabras, soy incapaz de verla. Vacila ante el ojo de mi memoria a una distancia fija, siempre levemente desenfocada, reculando exactamente a la misma velocidad que yo avanzo. Pero puesto que yo, lo que avanza, he comenzado a menguar cada vez más rápidamente, ¿por qué no puedo alcanzarla? Incluso a veces la veo en la calle, me refiero a alguien que podría ser ella, con la misma frente abultada y el pelo clarísimo, el mismo paso presuroso aunque, al mismo tiempo, curiosamente vacilante, como de palomo, pero siempre demasiado joven, años, años demasiado joven. Este es el misterio que me desconcertaba entonces y que me sigue desconcertando. ¿Cómo podía estar conmigo en un momento dado y al siguiente ya no? ¿Cómo podía estar en otra parte, completamente? Eso era lo que no podía entender, lo que no podía aceptar, y sigo sin poder. Una vez fuera de mi presencia se convertía, de manera legítima, en un puro producto de mi recuerdo, en un sueño mío, pero todo me indicaba que incluso lejos de mí seguía siendo sólida, terca e incomprensiblemente ella misma. Y no obstante la gente se va, desaparece. Éste es el mayor misterio; el más grande. Yo también podría irme, oh, sí, podría irme sin avisar y sería como si nunca hubiera existido, sólo que el prolongado hábito de vivir me predispone contra la muerte, como ha dicho el doctor Browne.
– Paciencia -me dijo Anna un día, hacia el final- es una extraña palabra. Debo decir que no tengo nada de paciencia.
Cuándo transferí exactamente mis afectos -¡qué orgulloso estoy de estas formulaciones anticuadas!- de la madre a la hija es algo que no puedo recordar. En el picnic hubo un momento de intuición e intensidad, con Chloe, bajo el pino, pero fue una cristalización estética más que amorosa o erótica. No, no recuerdo ningún momento importante de reconocimiento y comprensión, Chloe no deslizó la mano dentro de la mía, no se dio el abrazo repentino y tempestuoso, no hubo profesión de amor eterno entre tartamudeos. Es decir, debió de haber algo de eso o todo, debió de haber una primera vez en que nos dimos la mano, nos abrazamos, nos declaramos, pero esas primeras veces se pierden en los pliegues de un pasado cada vez más evanescente. Incluso esa tarde, cuando castañeteando los dientes salí del agua y me la encontré esperándome con los labios azules en la playa, al crepúsculo, no sufrí esa insonora detonación que se supone que hace estallar el amor incluso en el pecho supuestamente insensible de un muchacho. Vi que tenía mucho frío, y comprendí que llevaba mucho tiempo esperando, también capté la manera bruscamente tierna en que me pasó la punta de su toalla por las costillas -escuálidas, con la piel de gallina- y la colocó sobre mi hombro, pero vi y comprendí y capté, con algo más que un leve sentimiento de satisfacción, como si un cálido aliento hubiera avivado una llama que ardía en mi interior, cerca del corazón, y la hubiera hecho arder un momento. No obstante, durante ese tiempo debió de tener lugar, en secreto, algún tipo de transmutación, de transubstanciación.
Recuerdo un beso, uno entre los muchos que he olvidado. Si fue nuestro primer beso o no, es algo que no sé. En aquella época significaban tanto, los besos, lo ponían en marcha absolutamente todo, llamas y fuegos artificiales, fuentes, geiseres borboteantes, todo el lote. Éste tuvo lugar, no, fue intercambiado, no, se consumó, ésa es la palabra, en el cine improvisado de chapa de zinc, que durante todo ese tiempo se ha ido erigiendo furtivamente justo para ese propósito, según las numerosas y astutas referencias con que he salpicado estas páginas. Era un edificio parecido a un granero ubicado en un erial cubierto de maleza situado entre la calle del Acantilado y la playa. Tenía un tejado que formaba un ángulo muy pronunciado y carecía de ventanas, sólo una puerta en un lateral, de la que colgaba una larga cortina, de cuero, creo, o de algún material igual de pesado y compacto, para impedir que la pantalla quedara completamente blanca cuando los que llegaban tarde entraban durante las sesiones matinales o por la tarde, cuando el sol lanzaba sus últimos y penetrantes rayos desde detrás de las pistas de tenis. Para sentarse había bancos de madera -los llamábamos gradas- y la pantalla era una tela grande y cuadrada que cualquier ráfaga de aire agitaba lánguidamente, dándole una ondulación extra a las caderas enfundadas en seda de alguna heroína o un temblor fuera de lugar a la mano armada de algún intrépido pistolero. El propietario era un tal señor Reckett, o Rickett, un hombre menudo vestido con un suéter de Fair Isle, ayudado por sus dos hijos adolescentes, grandes y apuestos, que se avergonzaban un poco, pensé siempre, del negocio familiar, con su toque de peep-show y espectáculo de variedades. Sólo había un proyector, un trasto ruidoso con tendencia a sobrecalentarse -estoy convencido de que una vez vi salir humo de sus tripas-, por lo que un largometraje necesitaba al menos dos cambios de rollo. Durante esos intervalos, el señor R., que era también el proyeccionista, no encendía las luces, permitiendo así -de manera deliberada, estoy seguro, pues el Cine Reckett, o Rickett, tenía una dudosa y atractiva reputación- que las numerosas parejas de la sala, incluso las que eran menores de edad, dispusieran de la oportunidad, durante unos minutos, de darse un magreo a escondidas en total oscuridad.
Aquella tarde, la lluviosa tarde de sábado de este memorable beso que estoy a punto de describir, Chloe y yo estábamos sentados en mitad de un banco, en las primeras filas, tan cerca de la pantalla que ésta parecía inclinarse hacia nosotros en la parte de arriba, e incluso los fantasmas más benignos en blanco y negro que parpadeaban en ella se cernían sobre nosotros con maníaca intensidad. Llevaba tanto rato dándole la mano a Chloe que ya no la sentía como mía -ni siquiera el mismísimo encuentro primigenio podría haber fundido dos carnes de una manera tan absoluta como esas primeras veces que te dabas la mano-, y cuando con un temblor y un tartamudeo la pantalla se quedó negra y sus dedos se movieron con una sacudida, como peces, yo también di una sacudida. Encima de nosotros la pantalla conservaba un palpitante resplandor gris y penumbroso que se prolongó unos momentos antes de extinguirse, y del cual algo pareció permanecer cuando desapareció, el fantasma de un fantasma. En la oscuridad se oyeron los habituales abucheos y silbidos y un estruendoso pateo. Como si se tratara de una señal, bajo ese dosel de ruido, Chloe y yo nos volvimos simultáneamente, y, devotos como santos bebedores, avanzamos nuestras caras hasta que nuestras bocas se encontraron. No podíamos ver nada, lo que intensificaba todas las sensaciones. Me sentía como si volara, sin esfuerzo, con una lentitud de sueño, a través de la densa y polvorienta oscuridad. El clamor que nos rodeaba era ahora inmensamente lejano, el mero rumor de un lejano alboroto. Los labios de Chloe eran fríos y secos. Saboreé su ávido aliento. Cuando por fin, con un pequeño y extraño silbido apartó su cara de la mía, un resplandor me recorrió la espina dorsal, como si algo caliente dentro de mí se hubiera licuado de pronto y recorriera su hueca longitud. Entonces el señor Rickett o Reckett -¿o a lo mejor era Rockett?- volvió a poner en marcha el proyector en medio de un petardeo y la multitud más o menos volvió a callarse. La pantalla se iluminó de blanco, la película pasó traqueteando a través de la ventanita, y un segundo antes de que volviera a ponerse en marcha la banda sonora oí que la intensa lluvia que había estado tamborileando sobre el tejado de cinc que nos techaba había parado de repente.
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