John Banville - El mar

Здесь есть возможность читать онлайн «John Banville - El mar» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

El mar: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «El mar»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

Tras la reciente muerte de su esposa después de una larga enfermedad, el historiador de arte Max Morden se retira a escribir al pueblo costero en el que de niño veraneó junto a sus padres. Pretende huir así del profundo dolor por la reciente pérdida de la mujer amada, cuyo recuerdo le atormenta incesantemente. El pasado se convierte entonces en el único refugio y consuelo para Max, que rememorará el intenso verano en el que conoció a los Grace (los padres Carlo y Connie, sus hijos gemelos Chloe y Myles, y la asistenta Rose), por quienes se sintió inmediatamente fascinado y con los que entablaría una estrecha relación. Max busca un improbable cobijo del presente, demasiado doloroso, en el recuerdo de un momento muy concreto de su infancia: el verano de su iniciación a la vida y sus placeres, del descubrimiento de la amistad y el amor; pero también, finalmente, del dolor y la muerte. A medida que avanza su evocación se desvelará el trágico suceso que ocurrió ese verano, el año en el que tuvo lugar la «extraña marea»; una larga y meándrica rememoración que deviene catártico exorcismo de los fantasmas del pasado que atenazan su existencia.
El mar, ganadora del Premio Man Booker 2005, es una conmovedora meditación acerca de la pérdida, la dificultad de asimilar y reconciliarse con el dolor y la muerte, y el poder redentor de la memoria. Escrita con la característica brillantez de la prosa de John Banville, de impecable precisión y exuberante riqueza lingüística, El mar confirma por qué Banville es justamente celebrado como uno de los más grandes estilistas contemporáneos en lengua inglesa. «Por su meticulosa inteligencia y estilo exquisito, John Banville es el heredero de Nabokov… La prosa de Banville es sublime. En cada página el lector queda cautivado por una línea o una frase que exige ser releída. Son como colocones de una droga deliciosa, estas frases» (Lewis Jones, The Telegraph). «Banville demuestra un magistral control de su material narrativo. El relato avanza a través del pasado con un movimiento ondulante y majestuoso, al ritmo de los ensueños de su protagonista» (John Tague, Independent on Sunday). «Una novela otoñal, elegiaca, cuya desoladora historia es narrada mediante las dulces y tempestuosas mareas de su exquisita prosa» (Boston Globe). «Una hermosa novela, exigente y extraordinariamente gratificante… Tranquiliza saber que contamos con un lord del lenguaje como John Banville entre nosotros» (Gerry Dukes, Irish Independent). «Un maestro, un artista con el pleno control de su oficio» (The Times).

El mar — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «El mar», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Al cabo de un par de minutos intemporales, mi maja despatarrada bajó la pierna y volvió a colocarse de lado y se quedó dormida de manera sorprendentemente repentina -sus suaves ronquidos eran el sonido de un motor blando y pequeño que intenta ponerse en marcha repetidamente sin conseguirlo-, y yo me incorporé cuidadosamente, como si algo en precario equilibrio en mi interior pudiera hacerse trizas al menor movimiento. De pronto tuve una amarga sensación de desinflamiento. Había desaparecido la excitación del momento anterior, y en mi pecho había una melancólica constricción, y sudor en mis párpados y en mi labio superior, y la piel húmeda que había bajo la pretina de mis pantalones, estaba caliente, me picaba. Me sentía perplejo, y extrañamente molesto, como si se hubieran inmiscuido y abusado de mi yo íntimo, y no del de ella. Acababa de presenciar una manifestación de la diosa, de ello no había duda, pero el instante de la divinidad había resultado desconcertantemente breve. Bajo mi ávida mirada, la señora Grace había pasado de mujer a demonio para convertirse de nuevo en mujer. Un momento antes era Connie Grace, la esposa de su marido, la madre de sus hijos, y al siguiente era un objeto que sólo cabía venerar, un ídolo sin rostro, anciano y elemental, evocado por la fuerza de mi deseo, y luego algo en ella se había aflojado repentinamente, y yo había experimentado un reparo de repugnancia y vergüenza, no vergüenza de mí mismo y de lo que había saqueado, sino, vagamente, de la mujer en sí, y tampoco de algo que hubiera hecho, sino de lo que era, en el momento en que con un ronco gemido se puso de lado y se echó a dormir, no ya un demonio tentador, sino sólo ella misma, una mujer mortal.

No obstante, a pesar de todo mi desconcierto, está la mujer mortal, no la divina, que sigue brillando para mí, aunque sea con un brillo ya empañado, entre las sombras de lo que ya no existe. En mi memoria ella es su propio avatar. ¿Qué es más real, la mujer que se recuesta en la ribera herbosa de mis recuerdos, o la extensión de polvo y médula seca que es toda la tierra y que sigue conteniéndola? Sin duda para los demás ella pervive en otra parte, una figura que se mueve en el museo de cera de la memoria, pero su versión será diferente de la mía, y de la de los demás. De este modo, en las mentes de muchos el uno se ramifica y se dispersa. No dura, no puede, no es inmortalidad. Llevamos a los muertos con nosotros hasta que también morimos, y entonces es a nosotros a quien llevan durante un tiempo, y luego nuestros portadores caen a su vez, y así sucesivamente en todas las generaciones imaginables. Yo recuerdo a Anna, nuestra hija Claire recordará a Anna y me recordará a mí, y luego Claire desaparecerá y otros la recordarán a ella, pero no nosotros, y eso será nuestra disolución final. Cierto, algo de nosotros permanecerá, una fotografía desvaída, un mechón de su pelo, unas pocas huellas, unos cuantos átomos en el aire de la habitación donde exhalamos nuestro último aliento, y no obstante nada de todo eso será nosotros, lo que somos y lo que fuimos, sino sólo el polvo de los muertos.

De niño yo era bastante religioso. No devoto, sólo compulsivo. El Dios que veneraba era Yahvé, destructor de mundos, no el dulce Jesús dócil y afable. Para mí el Altísimo era una amenaza, y reaccionaba con miedo y con su compañero inseparable, la culpa. En aquellos días juveniles yo era un gran virtuoso de la culpa, y sigo siéndolo ahora, si a eso vamos. En la época de mi Primera Comunión, o, para ser más precisos, de la Primera Confesión que la precedió, un sacerdote venía diariamente al colegio de monjas para introducir a nuestra clase de futuros penitentes en las complejidades de la Doctrina Cristiana. Era un fanático pálido y enjuto con unas permanentes motas blancas en la comisura de los labios. Recuerdo con especial claridad una cautivadora disquisición que nos hizo una hermosa mañana de mayo acerca del pecado de mirar. Sí, mirar. Se nos habían enseñado diversas categorías de pecado, el de comisión y el de omisión, el mortal y el venial, los siete capitales, y aquéllos tan terribles de los que se decía que sólo un obispo podía absolverte, pero ahí teníamos una nueva categoría: el pecado pasivo. ¿Acaso nos imaginábamos, preguntó burlón el padre Motadesaliva, recorriendo impetuoso el trayecto de la puerta a la ventana, de la ventana a la puerta, entre frufrú de sotana y con una estrella de luz refulgiendo en su frente estrecha y rala como un reflejo del propio efluvio divino, acaso nos imaginábamos que para pecar hay que cometer necesariamente una acción? Mirar con lujuria, envidia u odio es lujuriar, envidiar, odiar; el deseo no satisfecho por el acto deja la misma mancha sobre el alma. ¿Acaso el Señor mismo, gritó, entusiasmándose con su tema, acaso el Señor mismo no insistió en que un hombre que mira a una mujer con el corazón adúltero es como si hubiera cometido el propio acto? En ese momento ya se había olvidado de nosotros, que estábamos sentados como un grupito de ratones mirándole en sobrecogida incomprensión. Aunque todo eso me resultaba tan nuevo como a todos los demás de la clase ¿qué era adulterio, un pecado que sólo los adultos podían cometer?, lo comprendí perfectamente, a mi manera, y lo recibí con los brazos abiertos, pues a los siete años ya era ducho en espiar actos que se suponía no debía presenciar, y conocía bien el secreto placer del ejercicio de la vista y la vergüenza aún más secreta que venía luego. De modo que cuando me hube hartado de mirar, y bien que miré y bien que me harté, la plateada extensión del muslo de la señora Grace hasta la entrepierna de sus bragas y esa arruga que cruza la rolliza parte superior de su pierna debajo del culo, fue natural que inmediatamente mirara a mi alrededor por miedo a que durante ese tiempo alguien a su vez me hubiera mirado a mí, el mirón. Myles, que había venido desde los helechos, estaba ocupado comiéndose con los ojos a Rose, y Chloe estaba sumida en un distraído ensueño bajo el pino, pero el señor Grace, ¿no me había estado observando todo el rato desde debajo del ala de ese sombrero que llevaba? Estaba sentado como si se hubiera desplomado allí mismo, la barbilla sobre el pecho y su barriga peluda asomando de la camisa abierta, un tobillo desnudo cruzado sobre una rodilla desnuda, de modo que todo el rato pude ver la parte interior de su pierna, también, hasta el gran bulto en forma de bola de sus pantalones cortos caquis apretado hasta reventar entre sus gruesos muslos. Durante toda esa larga tarde, a medida que el pino extendía su sombra púrpura cada vez más oscura sobre la hierba, hacia él, prácticamente no había abandonado la silla plegable como no fuera para rellenar el vaso de vino de su esposa o coger algo para comer: es como si le viera, aplastando la mitad de un sandwich de jamón entre la aglomeración de sus dedos y el pulgar delante, y metiéndose la pasta resultante de una vez en el rojo agujero de su barba.

Para nosotros, entonces, a esa edad, todos los adultos eran impredecibles, incluso estaban un poco chalados, pero Carlo Grace exigía un estudio especialmente atento. Era propenso a la finta repentina, al salto inesperado. Sentado en una butaca y aparentemente absorto en su periódico, lanzaba una mano rápida como una serpiente que ataca cuando Chloe pasaba, y la agarraba de la oreja o de un mechón de pelo y se lo retorcía vigorosa y dolorosamente, sin decir una palabra ni hacer una pausa en su lectura, como si brazo y mano hubieran actuado con voluntad propia. Se interrumpía deliberadamente mientras estaba diciendo algo y se quedaba quieto como una estatua, una mano suspendida, fijando la mirada perdida en la nada que había más allá de tu hombro, que temblaba nervioso, como si atendiera una terrible señal de alarma o un distante tumulto que sólo él podía oír, y entonces, repentinamente, hacía como si te echara la mano al cuello y reía en un siseo entre los dientes. Entablaba conversación con el cartero, que era medio idiota, para consultarle muy en serio qué tiempo pensaba que haría o el resultado de un inminente partido de fútbol, asintiendo y frunciendo el ceño y manoseándose la barba, como si lo que estaba oyendo fueran purísimas perlas de sabiduría, y luego, cuando el pobre iluso se había marchado, silbando de orgullo, se volvía hacia nosotros y sonreía, las cejas enarcadas y los labios fruncidos, meneando la cabeza en una silenciosa alegría. Aunque toda mi atención parecía estar centrada en los demás, creo que ahora derivaba de Carlo Grace la idea de que me hallaba en presencia de los dioses. A pesar de su actitud distante y su divertida indiferencia, él era el que parecía estar al mando de todos nosotros, una deidad que se carcajeaba, el Poseidón de nuestro verano, a cuya señal nuestro mundo se disponía de manera obediente en sus actos y porciones.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «El mar»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «El mar» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


John Banville - Улики
John Banville
John Banville - Ghosts
John Banville
John Banville - The Infinities
John Banville
John Banville - Mefisto
John Banville
John Banville - Long Lankin - Stories
John Banville
John Banville - Nightspawn
John Banville
John Banville - The Newton Letter
John Banville
John Banville - Doctor Copernicus
John Banville
John Banville - The Untouchable
John Banville
John Banville - Ancient Light
John Banville
John Banville - The Book Of Evidence
John Banville
John Banville - Shroud
John Banville
Отзывы о книге «El mar»

Обсуждение, отзывы о книге «El mar» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x