Michael Ondaatje - El Paciente Inglés

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En los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, cuatro personajes se reúnen en una villa en ruinas en la Toscana: un enigmático hombre sin memoria, que agoniza con el cuerpo completamente quemado, una joven enfermera que cree traer la desgracia a cuantos ama, un cínico superviviente mutilado y un sij dedicado a la desactivación de explosivos… Cuatro extranjeros de sí mismos, atrapados en la retaguardia de sus recuerdos, que van recomponiendo el destrozado mosaico de sus identidades a través de las intermitentes y atormentadas revelaciones de una historia de amor y celos… «Más que una novela, es una alfombra mágica que nos traslada a través de épocas y geografías… Una red de sueños tan extraordinaria y cautivadora como la mejor de estos últimos años.» Time

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No podía leer. Permanecía sentada en el cuarto con su eterno agonizante y seguía sintiéndose dolorida la rabadilla por el golpe que se había dado contra la pared, mientras bailaba con Caravaggio.

Si ahora se le hubiera acercado él, lo habría mirado fijamente y le habría pagado con un silencio semejante. Que adivinara, que diese el primer paso. No era el primer soldado que se le insinuaba.

Pero él hizo lo siguiente. Estaba en el centro del cuarto, con la mano metida hasta la muñeca en la mochila abierta y aún colgada del hombro. Avanzó sin hacer ruido. Giró y se detuvo junto a la cama. Cuando el paciente inglés concluyó una de sus largas exhalaciones, cortó el cable de su audífono con las cizallas y volvió a guardarlas en la mochila. Se volvió y le sonrió.

«Mañana por la mañana volveré a conectarlo.»

Le puso la mano izquierda en el hombro.

«David Caravaggio: ¡qué nombre más absurdo para ti!»

«Al menos tengo un nombre.»

«Sí.»

Caravaggio estaba sentado en la silla de Hana. El sol vespertino inundaba el cuarto y revelaba las motas de polvo que en él flotaban. La obscura y flaca cara del inglés, con su descarnada nariz, parecía la de un halcón envuelto en sábanas. El ataúd de un halcón, pensó Caravaggio.

El inglés se volvió hacia él.

«Hay un cuadro de Caravaggio, pintado al final de su vida, David con la cabeza de Goliat, en el que el joven guerrero sostiene en el extremo de su brazo extendido la cabeza, devastada por los años, de un Goliat anciano. Pero lo más triste de ese cuadro no es eso. Se supone que la cara de David es un retrato de Caravaggio de joven y la de Goliat es su retrato de viejo, del momento en que lo pintó. La juventud juzgando a la vejez en el extremo de su mano extendida. El juicio de su propia mortalidad. Cuando veo a Kip al pie de mi cama, pienso que es mi David.»

Caravaggio estaba ahí sentado en silencio y sus pensamientos se perdían entre las motas de polvo suspendidas. La guerra lo había desequilibrado y, tal como se encontraba, con aquellos brazos falsos prometidos por la morfina, no tenía un mundo al que regresar. Era un hombre de mediana edad que nunca se había acostumbrado a la vida familiar. Durante toda su vida había eludido la intimidad permanente. Hasta aquella guerra había sido mejor amante que marido. Había sido un hombre que se escabullía, como los amantes que dejan tras sí el caos, como los ladrones que dejan tras sí casas desvalijadas.

Contemplaba al hombre que estaba en la cama. Necesitaba saber quién era aquel inglés procedente del desierto y revelarlo, por consideración para con Hana, o quizás inventarle una piel, como el ácido tánico camufla la carne viva de un nombre quemado.

Cuando trabajaba en El Cairo, en los primeros días de la guerra, lo habían adiestrado para inventarse agentes dobles o fantasmas que debían cobrar vida. Tuvo a su cargo a un agente mítico llamado «Cheese» y pasó semanas atribuyéndole aventuras, confiriéndole rasgos caracteriales, como codicia y debilidad por la bebida, cuando propalaba rumores falsos entre el enemigo. Igual que algunos para los que trabajaba en El Cairo inventaban pelotones enteros en el desierto. Había vivido un período de guerra en el que lo único que había ofrecido a quienes lo rodeaban había sido una mentira. Se había sentido como un hombre en la obscuridad de un cuarto imitando los reclamos de un pájaro.

Pero allí se despojaban de la piel. No podían imitar sino lo que eran. La única defensa era buscar la verdad en los otros.

Hana sacó el ejemplar de Kim de su estante en la biblioteca y, apoyada en el piano, se puso a escribir en una de las guardas posteriores.

Dice que el cañón -el Zam-Zammah- sigue allí, delante del Museo de Lahore. Había dos cañones, hechos con el metal de tazas y cuencos recogidos en todas las casas hindúes de la ciudad, como jizya o tributo. Los fundieron y con su metal se hicieron los cañones. Los utilizaron en muchas batallas de los siglos XVIII y XIX contra los sijs. El otro cañón se perdió en una batalla, en el cruce del río Cbenab…

Cerró el libro y, tras subirse a una silla, lo colocó en su alto anaquel invisible.

Entró en la alcoba pintada con un nuevo libro y anunció el título.

«Dejemos los libros de momento, Hana.» Ella lo miró. Aun ahora, le parecían hermosos sus ojos. Todo sucedía ahí, en esa gris mirada que sobresalía de entre su obscuridad. Como si numerosas miradas parpadearan ante ella por un momento, antes de apagarse como los sucesivos destellos de un faro.

«Dejemos los libros. Dame el de Herodoto simplemente.»

Puso el grueso y sucio volumen en sus manos.

«He visto ediciones de las Historias con un retrato del autor en la portada, cierta estatua encontrada en un museo francés. Pero yo nunca me he imaginado a Herodoto así. Lo veo más bien como uno de esos enjutos hombres del desierto que viajan de oasis en oasis comerciando con leyendas, como si se tratara de semillas, consumiéndolo todo sin recelo, juntando las piezas de un espejismo. "Esta historia mía", dice Herodoto, "ha buscado desde el principio el complemento del asunto principal". Lo que encontramos en él es callejones sin salida en el movimiento de la Historia: cómo se traicionan los hombres en pro de las naciones, cómo se enamoran… ¿Qué edad me has dicho que tenías?»

«Veinte años.»

«Yo tenía muchos más cuando me enamoré.»

Hana hizo una pausa. «¿De quién?»

Pero ahora sus ojos se habían apartado de ella.

«Los pájaros prefieren los árboles con ramas muertas», dijo Caravaggio. «Disfrutan de panoramas completos desde sus alcándaras. Pueden lanzarse al vuelo en cualquier dirección.»

«Si te refieres a mí», dijo Hana, «no soy un pájaro. El que lo es de verdad es ese hombre de ahí arriba».

Kip intentó imaginarla como un pájaro.

«Dime: ¿es posible amar a alguien que no sea tan inteligente como tú?» Caravaggio, al que los efectos de la morfina habían puesto de talante combativo, tenía ganas de discutir. «Eso es algo que me ha preocupado en la mayor parte de mi vida sexual, que, por cierto, empezó -debo anunciar a esta selecta compañía- tarde. Del mismo modo que no conocí el placer sexual de la conversación hasta que estuve casado. Nunca me habían parecido eróticas las palabras. A veces me gusta más, la verdad, hablar que follar. Frases: montones sobre esto, montones sobre aquello y después montones sobre esto otra vez. Lo malo de las palabras es que puedes acabar arrinconándote a ti mismo, mientras que follando no puedes acabar así.»

«Ésa es una opinión típica de un hombre», murmuró Hana.

«La verdad es que a mí no me ha ocurrido», prosiguió Caravaggio, «tal vez a ti sí, Kip, cuando bajaste a Bombay de las montañas, cuando fuiste a Inglaterra para recibir la formación militar. Me gustaría saber si habrá acabado alguien acorralado follando. ¿Qué edad tienes, Kip?».

«Veintiséis años.»

«Más que yo.»

«Más que Hana. ¿Podrías enamorarte de ella, si no fuese más inteligente que tú? No quiero decir que no sea menos inteligente que tú. Pero, ¿es importante para ti pensar que es más inteligente que tú para enamorarte? Piénsalo. Puede estar obsesionada con el inglés, porque éste sabe más. Cuando hablamos con ese tipo, nos desborda. Ni siquiera sabemos si es inglés. Probablemente no lo sea. Mira, creo que es más fácil enamorarse de él que de ti. ¿Por qué? Porque lo que queremos es saber cosas, cómo encajan las piezas. Los conversadores seducen, las palabras nos arrinconan. Más que ninguna otra cosa, queremos crecer y cambiar. Un mundo feliz.»

«No lo creo», dijo Hana.

«Yo tampoco. Te voy a hablar de la gente de mi edad. Lo peor es que los demás dan por sentado que a esta edad ya has desarrollado del todo tu personalidad. Lo malo de la edad mediana es que creen que estás del todo formado. Mirad.»

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