Michael Ondaatje - El Paciente Inglés

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En los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, cuatro personajes se reúnen en una villa en ruinas en la Toscana: un enigmático hombre sin memoria, que agoniza con el cuerpo completamente quemado, una joven enfermera que cree traer la desgracia a cuantos ama, un cínico superviviente mutilado y un sij dedicado a la desactivación de explosivos… Cuatro extranjeros de sí mismos, atrapados en la retaguardia de sus recuerdos, que van recomponiendo el destrozado mosaico de sus identidades a través de las intermitentes y atormentadas revelaciones de una historia de amor y celos… «Más que una novela, es una alfombra mágica que nos traslada a través de épocas y geografías… Una red de sueños tan extraordinaria y cautivadora como la mejor de estos últimos años.» Time

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Antes de que se le desdibujara el teorema, se acercó a ella y cortó el cable que colgaba de su mano izquierda con un chasquido como de mordisco. Vio el obscuro estampado de su vestido a lo largo de su hombro y contra su cuello. La bomba estaba desactivada. Dejó caer las cizallas y le puso la mano en el hombro, porque necesitaba tocar algo humano. Ella estaba diciendo algo que él no podía oír, por lo que alargó la mano y le quitó los auriculares y entonces se hizo el silencio: la brisa y un murmurio. Kip se dio cuenta de que no había oído el ruido seco del corte, sólo lo había sentido, al quebrarse, como la rotura de un huesecillo de conejo. No retiró la mano, sino que se la bajó por el brazo y tiró de los quince centímetros de cable que ella tenía aún apretados en la mano.

Lo miraba inquisitiva, mientras esperaba la respuesta a lo que acababa de decir, pero él no la había oído. Hana movió la cabeza y se sentó. Él se puso a recoger diversos objetos a su alrededor y a guardarlos en su mochila. Ella levantó la vista hacia el árbol y después, sólo por azar, la bajó y vio que estaba en cuclillas y que le temblaban las manos, tensas y rígidas como las de un epiléptico, y tenía la respiración acelerada.

«¿Has oído lo que te he dicho?»

«No. ¿Qué?»

«Pensaba que iba a morir. Quería morir. Y he pensado que, si iba a morir, lo haría contigo. Alguien como tú, joven como yo, como tantos que he visto morir en el pasado año. No he sentido miedo, pero no ha sido por valentía, desde luego. He pensado para mis adentros: tenemos esta villa, esta hierba, deberíamos habernos tumbado juntos, abrazados, antes de morir. Quería tocar ese hueso que tienes en el cuello, la clavícula, y que es como una alita dura bajo tu piel. Quería tocarlo con los dedos. Siempre me ha gustado la carne del color de los ríos y las rocas o como la mota central de las margaritas amarillas, ¿sabes a cuáles me refiero? ¿Las has visto alguna vez? Estoy tan cansada, Kip, quiero dormir. Quiero dormir bajo este árbol, pegar mis ojos a tu clavícula, sólo quiero cerrar los ojos y no pensar en los demás. Quiero encontrar un hueco en un árbol, subirme a él y dormir. ¡Qué capacidad de concentración! Saber qué cable cortar. ¿Cómo lo has sabido? No cesabas de decir: no sé, no sé, pero lo has sabido. ¿Verdad? No tiembles, tienes que ser un lecho tranquilo para mí, déjame acurrucarme, como si fueras un tierno abuelo al que pudiese abrazar, me gusta la palabra "acurrucar", una palabra que no se puede decir precipitadamente…»

Hana tenía la boca pegada a la camisa de él, que estaba tumbado junto a ella con toda la quietud necesaria y los ojos despejados y clavados en una rama y oía su profunda respiración. Cuando le rodeó el hombro con el brazo, ya estaba dormida, pero lo había agarrado y lo había apretado contra sí. Al bajar la vista, Kip vio que aún tenía el cable en la mano, debía de haberlo cogido de nuevo.

Lo más vivo en ella era la respiración. Su peso parecía tan leve, que debía de haber desplazado la mayor parte de su cuerpo. ¿Cuánto tiempo iba a poder estar tumbado así, sin poder moverse ni volver al trabajo? Era esencial permanecer quieto, como las estatuas de las que se había valido durante los meses en que avanzaban costa arriba combatiendo hasta ocupar y rebasar cada una de las ciudades fortificadas que ya no se distinguían unas de otras, con las mismas calles estrechas en todas que se convertían en alcantarillas de sangre, lo que le hacía pensar que, si perdía el equilibrio, resbalaría con el líquido rojo de aquellas pendientes y se precipitaría por el barranco hacia el valle. Todas las noches había entrado, indiferente al frío, a una iglesia capturada y había encontrado una estatua para que fuera su centinela durante la noche. Sólo había otorgado su confianza a esa raza de piedras, se acercaba lo más posible a ella en la obscuridad: un ángel abatido cuyo muslo era un muslo perfecto de mujer y cuyas formas y sombras parecían muy suaves. Reclinaba la cabeza en el regazo de aquellos seres y se entregaba al alivio del sueño.

De repente se volvió más pesada sobre él. Y ahora su respiración se hizo más profunda, como el sonido de un violonchelo. Contempló la cara dormida de ella. Seguía molesto porque la muchacha se hubiese quedado con él, cuando desactivó la bomba, como si con ello lo hubiera puesto en deuda para con ella, lo hubiese hecho sentirse retrospectivamente responsable de ella, aunque en el momento no lo había pensado, como si eso pudiera influir positivamente en su manipulación de una mina.

Pero ahora se sentía parte de algo, tal vez un cuadro que había visto en algún sitio el año anterior: una pareja tranquila en un campo. Cuántas había visto durmiendo, perezosas, sin pensar en el trabajo ni en los peligros del mundo. A su lado tenía los movimientos como de ratón que provocaba la respiración de Hana; sus cejas se encrespaban como en una discusión, una ligera irritación en sueños. Apartó la vista y la alzó hacia el árbol y el cielo de nubes blancas. Su mano se aferraba a él como el barro en la orilla del río Moro, cuando tenía hundido el puño en la tierra mojada para no volver a resbalar hasta el torrente que acababa de cruzar.

Si hubiera sido la figura de un cuadro, habría podido aspirar a un merecido sueño. Pero, como había dicho incluso ella, él era el color carmelita de una roca, de un cenagoso río crecido con la tormenta y algo en su interior lo incitaba a retraerse incluso ante la ingenua inocencia de semejante comentario. La desactivación con éxito de una bomba ponía fin a una novela. Hombres blancos, juiciosos y paternales, estrechaban manos, recibían agradecimientos y se retiraban cojeando a su soledad, de la que los habían sacado con halagos tan sólo para esa ocasión especial. Pero él era un profesional y seguía siendo el extranjero, el sij. Su único contacto humano y personal era con el enemigo que había fabricado aquella bomba y se había marchado barriendo tras sí sus huellas con ayuda de una rama.

¿Por qué no podía dormir? ¿Por qué no podía volverse hacia la muchacha y dejar de pensar que todo seguía medio encendido, que acechaba el fuego en rescoldo? En un cuadro por él imaginado, el campo que rodeaba aquel abrazo habría estado en llamas. En cierta ocasión había seguido con prismáticos la entrada de otro zapador en una casa minada. Lo había visto rozar, al pasar, una caja de cerillas al borde de una mesa y quedar envuelto por la luz medio segundo antes de que el atronador ruido de la bomba llegara hasta él. A eso recordaban los relámpagos en 1944. ¿Cómo iba a poder confiar siquiera en aquella cinta elástica que ceñía la manga del vestido al brazo de la muchacha? ¿Ni en el resonar de su respiración más íntima, tan profunda como los cantos en el lecho de un río?

Cuando la oruga pasó del cuello de su vestido a su mejilla, se despertó y abrió los ojos y lo vio acuclillado a su lado. El zapador quitó la oruga de la cara, sin tocarle la piel y la dejó en la hierba. Hana advirtió que ya había recogido todo su instrumental. Kip retrocedió y se sentó, apoyado en el árbol, y la observó volverse boca arriba y después estirarse y prolongar aquel instante lo más posible. Por la posición del sol, debía de ser la tarde. Echó la cabeza hacia atrás y lo miró.

«¡Debías tenerme abrazada!»

«Lo he hecho. Hasta que te has apartado.»

«¿Cuánto tiempo me has tenido abrazada?»

«Hasta que te has movido, hasta que has necesitado moverte.»

«No te habrás aprovechado de mí, ¿verdad?» Y, al ver que él empezaba a ruborizarse, añadió: «Hablaba en broma.»

«¿Quieres volver a la casa?»

«Sí, tengo hambre.»

Cegada por el sol como estaba y con las piernas cansadas, apenas si podía sostenerse en pie. Seguía sin saber cuánto tiempo habían estado allí. No podía olvidar la profundidad de su sueño, la levedad de la caída.

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