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Nadine Gordimer: Un Arma En Casa

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Nadine Gordimer Un Arma En Casa

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La vida de los Lingord, un matrimonio liberal de Suráfrica, sufre un vuelco cuando su hijo Duncan mata a uno de sus compañeros de piso. El joven ha confesado su autoría, pero no el motivo del crimen. Para afrontar el proceso, los Lingord recurren a un abogado negro recién regresado del exilio, una elección arriesgada en un país donde sólo formalmente se ha puesto fin a la discriminación racial.

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Supongo que nos dejarán pasar esto.

Él meneó la cabeza con gesto de duda. Estaban a la espera de juicio, a lo mejor sí.

Es sólo una ensalada y un poco de queso.

Claro. Las mujeres, y sólo las mujeres, tienen este tipo de recursos. Piensan en cómo mejorar las cosas. De manera subliminal, advirtió cierta ternura mezclada con burla; no hacia ella, sino hacia todas ellas, pobrecillas; dignas de envidia.

En aquel lugar, la cárcel, al que se dirigieron de manera inevitable, fueron recibidos con esa clase de cortesía que se aprende en los cursillos de relaciones públicas para las nuevas fuerzas policiales, destinados a borrar la tradición de autoritarismo racista y brutal de otros tiempos pasados. De todos modos, el funcionario encargado es un afrikáner, hombre de mediana edad con todo lo que eso implica de hijos adultos, cargas parentales, sentimientos familiares, etc., que tendrá en común con una pareja blanca. Adelante, señala el cuenco con comida.

– Pero no se preocupen, tiene una buena dieta, de todo. Y pueden llevarse su ropa sucia y todo eso, neee.

La cárcel es un lugar normal. Eso es lo que ellos no saben; el funcionario tiene un ordenador y varios tipos de teléfonos, normales y móviles, sobre su escritorio, y hay un cesto lleno de plantas de flor de interior con su puñado de cintas de plástico que, sin duda, jalonó un aniversario u otra celebración. Los pasillos llenos de ecos de la oscuridad de la noche están ahí, pero no pasarán por ese camino; son conducidos por las fuertes nalgas de un joven policía negro hasta una sala cercana. Es cierto que no hay nada que distinga a esa habitación; si lo hay, no lo ven. Es el espacio, alejado de todo lo que resulta reconocible en la vida, donde se sientan en dos sillas situadas ante una mesa, al otro lado de la cual está su hijo. Duncan. Es Duncan, procedente de los pasillos llenos de ecos, procedente de la celda, procedente de lo que contempla en sí mismo, allí. Sus manos abiertas golpean la mesa cuando ellos entran, como si tocara acordes en un piano, y sonríe con un gesto de advertencia, nada de sentimentalismos. Las señales vuelan como murciélagos por la habitación. No me preguntéis. Sólo queremos saber qué hacer. Necesito veros. Si no nos cuentas. No quiero veros. En cualquier caso: hay que saber. No podéis saber. Por lo menos cómo fue. No tenéis que mezclaros. No puedes mantenernos al margen. No preguntéis lo que no podréis aceptar. Venid. Quiero veros. No vengáis.

Incluso allí -ese lugar que no puede existir para los tres- debe haber una premisa sobre la que pueda producirse la comunicación oral. Hay que hacer que los murciélagos vuelvan a la oscuridad de la que proceden, la celda, la noche insomne. Sólo puede haber una premisa, sentada por los padres: él no lo hizo. Él es inocente, según el vocabulario de la ley, aunque están preparados para creer, ahora deben saber, no es inocente en relación con el contexto del terrible suceso, la clase de medio en el que pudo suceder. Porque el mero hecho de que haya sucedido implica que tienen que poner orden en la vida de esa casa y esa casita de jóvenes amigos, tal como ellos la han descrito, ordenar los muebles de las relaciones humanas, Duncan con amigos compatibles, alejado sólo por un pequeño trozo de agradable jardín, viviendo con una chica en lo que podría convertirse o no en una relación permanente.

Duncan no es inocente, pero no puede ser culpable. Así pues, la cuestión crucial es el abogado; debe ser el mejor abogado. No están dispuestos a dejarle a él esta decisión, serán inflexibles con esto, madre y padre.

El abogado, el buen amigo, lo conocieron en la sala B17, ha remitido los datos a un abogado importante, alguien, dice, de la categoría de Bizos y Chaskalson: Hamilton Motsamai.

Eso es todo lo que dice su hijo, no los tranquiliza; sólo les asegura que lo defenderá quien ellos querían, el individuo más capaz que puedan encontrar. No les dice otra cosa; no les dice que estará a salvo porque no es culpable de la muerte del hombre del sofá. Este se ha convertido en un asunto delicado que no puede salir a la luz, como si fuera una pregunta indiscreta sobre la vida sexual de un hijo. Y, en realidad, lo es, en lo que respecta a la chica; claro que el tema de la chica no puede mencionarse, aunque seguro que ella podría dar un testimonio valioso en algún sentido, debe de saber que no merece la pena que maten por ella; ese tipo de acto no forma parte de la gama basada en el control emocional sobre la que se formó el carácter de su hijo, o de la ética contemporánea que afirma que los hombres no son dueños de las mujeres.

Sin embargo, no puede haber sucedido. Un arma en el barro. Alguien la tira allí. Un jardinero piensa que Duncan ha tirado algo, quizá fuera una colilla, y la policía encuentra un arma. Lo que arden en deseos de preguntar a su hijo es: ¿sabe él por qué motivo fue asesinado aquel hombre? Pero no pueden preguntárselo, eso tampoco, por distintos motivos: el vigilante, el policía, está allí, igual que las tres sillas y la mesa, pero hay que recordar que el vigilante oye aunque su rostro mantenga el hosco distanciamiento de la incomprensión: cualquier respuesta podría utilizarse como prueba en contra; la naturaleza de algún círculo -cómo pueden saberlo- en el que se mueve el hijo. Cualquier cosa se convierte en sospechosa en cuanto rodea un acto de violencia.

Por lo menos, como médico, ella tiene algo que decir.

– ¿Cuánto ejercicio haces? ¿Consigues dormir bien?

Sea para dejarlos satisfechos o para desafiarlos, se toma el asunto a la ligera.

– Bueno, no es precisamente el hotel de cinco estrellas que yo recomendaría -dice, echándose a reír.

Esta sala no está acostumbrada a la risa; las paredes la devuelven como un grito.

– Hay una especie de patio por el que ando dos veces al día. Ah, el perro. Supongo que Khulu o alguien le estará dando de comer, pero…

– Porque podría hablar con el funcionario médico y recetarte una pastilla suave para dormir. Y más facilidades para hacer ejercicio.

– No lo hagas. No hace falta. ¿Te ocuparás del perro?

Esto va dirigido a su padre; estos padres piden cosas que hacer.

– Encontraré una solución; me lo llevaré. ¿Y libros?

– Philip me ha traído unos cuantos y puedo comprar los periódicos. Pero podríais traerme alguno de los míos. De la casita. Y ropa.

– ¿Y la llave?

– Khulu.

El tiempo debe de estar a punto de acabarse, eso hace que los tres vuelvan a sentirse muy incómodos: el terror ante su regreso por los pasillos de hormigón y acero, y ante su partida dejándolo allí abandonado; y la vergonzosa impaciencia por que se termine la visita.

El vigilante hace una señal. Los padres no saben si demorarse un poco o partir enseguida; cuál es el protocolo en este tipo de despedida, qué es lo que la hace soportable. Lo abrazan y su padre siente cómo una mano le aprieta tres veces el omoplato. Mientras se llevan a su hijo, se produce un aparte que retrasa durante un momento al vigilante que lo acompaña.

– No me traigáis nada que estuviera leyendo.

¡Qué debe de pensar de nosotros!

¿Pensar de nosotros?

Bueno, ¿qué le hemos dicho? Tan frío todo, tan práctico.

Él echó un vistazo, apartando la vista de la carretera que tenía delante, y la vio con las manos en el regazo, la uña de un pulgar giraba bajo las cortas uñas de la otra mano.

¿Qué podía decirse?

Con el vigilante ahí de pie. Tendremos que averiguar si podremos verlo a solas con el abogado, los abogados tienen el privilegio de reunirse en privado con la persona a la que representan.

No es eso.

La cápsula en la que estaban contenidos mientras se desplazaban entre lo irreconciliable, la cárcel y la vida, de repente se llenó con sus voces, que se expresaban libremente.

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