Motsamai no expresa ninguna de las expertas observaciones que pueda haber hecho sobre el modo en que el juez ha acogido su resumen y el del fiscal, y Harald y Claudia no tienen la sensación de que sea correcto preguntárselo. Sería como preguntarle sobre su eficacia; hacer que sintiera, finalmente, el peso de ellos en sus manos. Su actitud, cuando, por fin, los dirige hacia lo que nunca han visto, una celda, es más la del abogado Motsamai que la de Hamilton. No es como la celda a la que conducían de regreso a Duncan cuando ellos se marchaban tras acudir a la sala de visitas, sino la celda situada bajo el estrado de la sala donde permanecen los presos en los intervalos que se producen durante su juicio.
Pasillos, escalones y puertas para las que los vigilantes tienen brazaletes llenos de llaves. Es un lugar parecido a un sótano y, en una esquina, tras una pared de medio metro de altura, hay un retrete. Algunas sillas de madera con números escritos con tiza. Hay un plato con comida en el asiento de una de ellas. Duncan, el hijo de ambos, está de pie con un vaso de agua en la mano, busca un lugar donde dejarlo y, al hacerlo, el vaso se tambalea contra el plato. Duncan abraza a su madre, con un abrazo como los de cuando iba a casa a comer, y estrecha a su padre contra sí, el roce de su barba contra la mejilla y la oreja de Harald es algo poco familiar para ambos.
Motsamai los ha dejado solos; hace tiempo que para ellos ya no cuenta la presencia de los vigilantes.
– Tiene plena confianza sobre lo de esta tarde.
Claudia es la primera en hablar. ¿Pero qué significa plena confianza? Suave sonrisa de Duncan: dice que no necesita que el juez le diga que hizo lo que hizo.
– Las circunstancias.
Harald no es capaz de referirse abiertamente a todo lo que se le ha hecho a Duncan y a todo lo que Duncan ha hecho, pero quiere conducirlos a la seguridad de que la justicia va a tener en cuenta las circunstancias atenuantes; la salvación ha llegado bajo la forma de ese compromiso práctico desde su lugar junto al Altísimo.
– Bueno. Me alegro de que todo esto termine pronto para vosotros. Estoy seguro de que tenéis que volver a vuestro trabajo. Seguir con vuestras cosas.
Harald no quiere que lo imagine sentado en una sala de juntas, está allí, para su hijo, en una celda.
– ¿Qué te ha parecido Motsamai, el modo en que lo ha llevado todo? ¿Era como tú esperabas? No he podido verte.
– Lo he dejado todo en sus manos. Excepto cuando he estado en el estrado. He dicho lo que tenía que decir, eso es todo. El resto es cosa suya, decisión suya.
– Está bien que confiaras en él. Hay muchas cosas que, a la gente como nosotros, le resulta difícil entender. Me refiero al proceso.
No puede preguntar a su hijo sobre el tema al que no dejan de dar vueltas, el interrogatorio al que Motsamai ha sometido a la chica. Podría ser crucial para el veredicto lo que Motsamai le ha hecho, ¿qué le parece que Motsamai haya utilizado de esa manera a Natalie, a la que él quería, o quiere? Ella se quedó con él porque él era «más terrible que las aguas», tal como dice el cuaderno; sólo Harald y su hijo lo saben. En algunas ocasiones, en el bufete de Motsamai, Harald ha pensado que debería enseñarle el cuaderno, pero, sin que su hijo sepa que lo ha robado, lo ha mantenido en secreto entre él y su hijo. Ahora el hijo ha tenido que permanecer en pie entre los vigilantes y contemplar cómo la destrozaba un abogado porque él, sí, ha hecho algo más terrible, mucho peor que la decisión de ella de ahogarse, ha quitado una vida que no es la suya. Debido a lo que sucedió en el sofá esa noche, ¿se ha alegrado al verla sometida a la táctica de Motsamai? Lo he dejado todo en sus manos. ¿Hay una nueva soledad, un nuevo sufrimiento que añadir a todos los demás que lo han asaltado? ¿Su amargura se dirige ahora contra el hombre que ha destruido a Natalie/Nastasia? ¿Se ha vuelto contra el hombre en cuyas manos está, aunque nadie más puede hacer nada por él, ni siquiera los padres que se comprometieron a estar siempre a su lado? En el interior de Harald, algo grita con rabia contra su Dios, ¿no va a terminar nunca lo que tiene que soportar mi hijo?
– ¿Motsamai te ha dicho algo sobre lo que podrías esperar? -Claudia dice esto porque no puede creer que esa tarde haya un veredicto y, a la mañana siguiente, una sentencia, el juez y sus asesores se instalarán en sus butacas y lo oirá.
– Sí, hemos hablado. Espero que también haya hablado con vosotros, con papá y contigo.
Harald contesta.
– Sí, ha hablado con nosotros. Pero, claro, eso es sólo lo que piensa él a partir de algún precedente. Durante todo el rato, no se ha visto la menor señal de lo que el juez pensaba sobre ninguna cosa, incluso cuando interrumpía, preguntaba algo o ponía alguna objeción; yo intentaba averiguar si estaba impresionado, incrédulo, lo que fuera. Pero son maestros consumados en el dominio del tono indiferente y el rostro inexpresivo.
– El mismo rostro inexpresivo de un duro negociador de esos a los que estás acostumbrado en la sala de juntas, papá.
Los obliga a sonreír.
– Khulu te envía saludos, un mensaje. ¿Lo tienes, Harald?
Harald ha escrito, dictado por Khulu, en una página arrancada del final del cuaderno: UNGEKE UDLIWE UMZ-WANGEDWA SISEKHONA. Da el trozo de papel a Duncan.
– ¿Lo entiendes?
– Lo esencial. Me ha enseñado un poco de zulú.
– ¿Qué quiere decir? Ya sabes que ha estado con nosotros casi todo el tiempo.
No contesta a su madre de inmediato, no porque dude de la traducción, sino porque lo que ésta dice resulta difícil decirlo en estos momentos, entre los tres.
– Algo así como: no estarás nunca solo porque, sin ti, estamos solos.
Lo ha dicho para ellos, los padres, no hay nada más que añadir. Se aferran al resto del precioso tiempo que les queda con su hijo, tejiendo al hablar una superficie hecha de asuntos sin sentido para los tres, capaz al menos de sostenerlos ante el vertiginoso abismo.
Cuando llegó la hora de que el juez convocara la sesión de la tarde, uno de los vigilantes, un joven afrikáner, los acompañó y se volvió a mirar a Duncan.
– Debería comer algo, señora. No es bueno ir con la tripa vacía. Tu madre quiere que comas algo, chaval.
No ha habido, no hay otro silencio como el de la sala de un tribunal cuando el juez levanta la cabeza para pronunciar la sentencia. Toda otra comunicación, dentro y fuera, se acalla; todo está terminado.
Ésa es la última palabra.
Ella está sentada con las manos atrapadas bajo los muslos, como si reconociera la irritación que él ha soportado durante los días pasados mientras veía cómo ella, a su lado, no paraba de mover la uña del pulgar bajo el extremo de cada una de las demás. Khulu está con ellos. Khulu se sienta al otro lado de Claudia.
Y la oscuridad cayó sobre la tierra.
Cada uno de los tres se encuentra en el estado de intensa concentración que, tal como él, su marido, intentó explicarle en una ocasión, era como definía Simone Weil la oración. Él no sabe si está rezando; duda de todo. De qué sirve ahora la costumbre de rezar: doce años sería el máximo; diez, probable; Hamilton dice siete; ocho es la indulgencia esperada -está implícito- como el triunfo de la defensa.
Él/ella. Ahora no miran a su hijo. No hay mirada capaz de llegar hasta él; el estrado de la sala no sólo es la distancia que los separa, en ese recinto donde también están las experiencias del mundo de todos ellos: de sus padres, amigos,
Verster el mensajero, la mujer que sabe que todos somos criaturas de amor y mal. Incluso Motsamai ha terminado con él; no importa cuál sea el vínculo que los unía, el socorro que nadie, nadie más puede dar, pronto eso pertenecerá al próximo cliente.
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