Nadine Gordimer - Un Arma En Casa

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La vida de los Lingord, un matrimonio liberal de Suráfrica, sufre un vuelco cuando su hijo Duncan mata a uno de sus compañeros de piso. El joven ha confesado su autoría, pero no el motivo del crimen. Para afrontar el proceso, los Lingord recurren a un abogado negro recién regresado del exilio, una elección arriesgada en un país donde sólo formalmente se ha puesto fin a la discriminación racial.

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Por la mañana, Claudia se plantó, vestida, en el umbral.

– Sabes que anoche me emborraché.

– Ya me di cuenta. Dios bendiga a Hamilton.

Lo que, dicho por Harald, debía interpretarse de modo literal.

Después de que, en dos ocasiones, la chica no se presentara en el día fijado, el abogado Motsamai hizo que su secretaria llamara para establecer una tercera cita, cogió el teléfono y dejó claro a la señorita Natalie James que era esperada sin falta. En esta ocasión acudió y se sentó en una de las butacas situadas delante del amplio y profundo foso del escritorio sin esperar a la formalidad de que él la invitara a hacerlo. Él leyó el mensaje: ella controlaba la situación. De acuerdo con sus gustos, no era guapa, pero entendía que sus modales rebeldes, que distanciaban y atraían al mismo tiempo -los ojos oscuros con vetas amarillas y la mirada precisa de las criaturas de presa, que clavan la vista en ti sin dignarse a verte-, resultaran muy seductores; la reacción masculina ante ellos era decir: «aquí estoy».

Ella estaba allí; en cambio, era él quien controlaba la situación en el bufete. Tenía sus notas delante de él. Volvió a tratar con ella los acontecimientos de la noche de un jueves de enero. Ella tenía la habilidad, infrecuente en su experiencia con los testigos, de repetir exactamente, palabra por palabra, las respuestas que había dado antes. No había intersticios que él pudiera aprovechar en el texto del testimonio que ella misma se había redactado. Ella y Duncan no se habían peleado: ese día no, aunque lo hacían con frecuencia.

– ¿Así que no hubo una provocación especial que pudiera conducir a que usted tuviera ese tipo de conducta esa noche?

Ella hizo una pausa; los ligeros movimientos de la cabeza y el leve temblor de los labios componían un gesto de inocencia desconcertada. Sus reacciones, calculadas o no, contradecían de modo inexplicable sus palabras, como si hablara otra persona en su lugar.

– No hago lo que hago porque alguien me provoque.

Mientras continuaban así, durante el intercambio de las preguntas de él y las respuestas de ella, que él soportaba con la paciencia inquebrantable de su profesionalidad, seguro de que, al final, ella titubearía ante su ventaja, ella se limitó a cambiar de tema de conversación e hizo un comentario, como si se acordara de algo que quizás a él no le interesara.

– Por cierto, estoy embarazada.

Si esperaba alguna reacción repentina, se equivocaba. El abogado oculta toda la irritación y la rabia en los tribunales: una disciplina que le sirve para controlar la recepción de cualquier afirmación imprevista. Lo importante es la rapidez en decidir cómo usarla. Apoyó ligeramente la espalda en el respaldo de su butaca. Ejeee… Y se limitó a hacer otra pregunta.

– ¿El niño es de Duncan?

Ella sonrió ante la acusación que implicaba la pregunta.

– Da lo mismo.

– Natalie… ¿por qué da lo mismo? -Intenta una aproximación paternal.

– Porque no podrán reclamarlo. Podría ser de esa noche. No me lo reclamarán.

– ¿Qué quiere decir con eso de que no lo reclamarán?

– Podrían querer algo de él. Si le sucede algo terrible.

– La pena de muerte va a ser abolida, hija. Duncan irá a la cárcel y saldrá de ella. Seguro que a usted le importa de quién es el hijo que va a tener. Usted tiene que saberlo, ¿no? Usted lo sabe.

– Hicimos el amor, con Duncan, esa mañana, antes de ir al trabajo, en las mismas veinticuatro horas. Así que quién puede saberlo. No importa.

– ¿No? ¿No le importa?

Oh, ahora es ella quien controla la situación, ella controla.

– Sí me importa; será mi hijo. Está claro de quién es: mío.

Fue tarea del abogado -todo era tarea suya, no era sorprendente que su esposa se lamentara de que prestaba poca atención en casa, en la bonita vivienda que les había dado- contar a su cliente y a los padres de éste lo que podría ser un nuevo elemento en su vida de personas que pasaban por un momento difícil.

Durante la siguiente media hora que los tres pasaron en la sala de visitas, Harald se refirió a ello como un hecho, sin mencionar las circunstancias contadas por la chica.

– Hamilton nos ha dicho que Natalie James está esperando un niño.

Duncan los miró amablemente, como si mirara algo desde muy lejos.

– Eso es bueno para ella.

La quieres.

Creo que sí.

Y ahora.

Cambia de tema.

Claudia está hablando con él de otras cosas, le está contando lo estupendo que es Sechaba Motsamai y tenerlo de ayudante en el hospital los miércoles. En esos últimos días antes del juicio, Claudia es capaz de sentirse cerca de su hijo, desea que llegue el momento de acudir a la sala de visitas, ahora han encontrado que la comunicación está allí, siempre ha estado allí, basta con que se vean mutuamente entre las barreras de lo indescriptible.

Harald oye sus voces y no sigue la conversación.

Creo que sí.

Él y Claudia nunca sabrán qué fue lo que sucedió. Qué le sucedió a su hijo.

Claudia quería ir a la sala de visitas el día antes de que empezara el juicio. Durante la mañana, Harald sale bruscamente de su despacho, pasa ante la minuciosa concentración de su secretaria frente al ordenador (lo sabe, lo sabe, la gente emana algo especial cuando va a ocuparse de sus problemas); en el ascensor de bajada, unos empleados cuyos nombres no recuerda, y ellos lo saben, saludan al miembro ejecutivo de la dirección como señal de lealtad hacia la empresa que les da de comer; en el aparcamiento del sótano del edificio, le saluda el vigilante de seguridad vestido con uniforme paramilitar, y llega sin ser anunciado al bufete. Hamilton Motsamai está reunido con otro cliente, pero cuando su secretaria -lo sabe, sabe que el juicio empieza mañana- le informa a través del intercomunicador, se excusa ante el cliente y sale a ver a Harald. Nadie lo necesita tanto como Harald; la mano de Motsamai está tendida; su boca, todavía abierta con las palabras que decía al salir de su despacho; el cambio de atención de un grupo a otro de personas en un momento difícil se ve en su cara, como un proyector que retira una diapositiva y deja caer otra. La cara de Motsamai se ha formado con esta sucesión; no importa el motivo por el que le paguen sus clientes, no importa a cuánto asciendan sus honorarios: todos dejan, como iniciales grabadas en la corteza viva de un árbol, su angustia tallada en la superficie de su expresión facial. La fuerza, la confianza y el orgullo de Motsamai llevan inscrita esa angustia como si fuera un palimpsesto. Él y Harald se dirigen a una antesala llena de archivadores y cajas. La lengua de Motsamai se mueve a lo largo de los dientes de su mandíbula inferior, haciendo sobresalir la membrana del labio, su pizca de barba se levanta mientras escucha a Harald: no, no.

– Será mucho mejor que os mantengáis alejados. Voy a verlo, estaré con él esta tarde. Está preparado, nada debe alterarlo. Su madre, no… sólo puede hacer que se ponga a pensar en cómo va a enfrentarse a vosotros mañana en el banquillo, otra vez. Estará bien. Está bien, está tranquilo.

Harald permanece sentado en el coche. La llave está en el contacto. Un mendigo despatarrado delante de una tienda pellizca media hogaza de pan y se mete el trozo en la boca. Los tenderos llaman a gritos a las dientas y discuten entre pirámides de tomates y cebollas. Unas hojas de col a la deriva se pudren en la alcantarilla; la vida pulula aquí y allá. La gente cruza el parabrisas al igual que la oscuridad gana terreno a la luz. ¿Tiene miedo Duncan, el día anterior al juicio?

Duncan no tiene miedo. Nada puede asustarlo más que aquel viernes por la tarde.

Hay una cara en la ventanilla. Es el rostro familiar, el rostro urbano de un chico de la calle: cuando ha llegado, Harald se ha olvidado de darle una limosna por haber silbado y gesticulado para indicarle que había una plaza de aparcamiento disponible. Baja la ventanilla. El chico tiene su botella de plástico para inhalar pegamento medio metida bajo el cuello de la chaqueta, su piel negra está amarillenta, como una planta enferma. Lo que le queda de su inteligencia se precipita sobre la moneda, su supervivencia estriba en distinguir de un vistazo si será suficiente.

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