Isabel Allende - La Suma de los Días
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A los tres meses, cuando la visa de Lili estaba a punto de expirar, Tong nos anunció que se casarían. Willie, como abogado y amigo, le recordó que la única razón que tenía esa joven para casarse era instalarse en Estados Unidos, donde necesitaba marido sólo por dos años; después podía divorciarse e igual obtendría su permiso de residente. Tong lo había pensado, no era tan ingenuo como para suponer que una chica de internet iba a enamorarse a simple vista de su fotografía, por mucho que Lori la hubiese retocado, pero decidió que los dos ganarían algo con ese arreglo: él la posibilidad de un hijo y ella la visa. Ya verían cuál de las dos cosas se daba primero; el riesgo valía la pena. Willie le aconsejó que hiciera un acuerdo prematrimonial; de otro modo ella se quedaría con parte de los ahorros que con tanta cicatería él había acumulado, pero Lili manifestó que no firmaría un documento que no podía leer. Fueron donde un abogado en Chinatown, quien se lo tradujo. Al comprender el alcance de lo que se le pedía, Lili se puso color remolacha y por primera vez alzó la voz. ¡Cómo podían acusarla de casarse por una visa! ¡Había venido a formar un hogar con Tong!, alegó, sumiendo al novio y al abogado en hondo arrepentimiento. Se casaron sin el acuerdo prematrimonial. Al contármelo, Willie echaba chispas por las orejas, no podía creer que su contador fuese tan tonto, que cómo se le ocurría semejante estupidez, que ahora estaba jodido, que si acaso no había visto cómo a él mismo lo esquilmaron todas las mujeres que se le cruzaron por delante, y dale y dale con una letanía de funestos pronósticos. Por una vez me di el gusto de devolverle la mano: «No te metas».
Lili se inscribió en un curso intensivo de inglés y andaba enchufada a unos audífonos para escuchar el idioma hasta dormida, pero el aprendizaje resultó más difícil y lento de lo esperado. Salió a buscar empleo y a pesar de su esmerada educación y su experiencia como enfermera, no pudo conseguir nada porque no hablaba inglés. Le pedimos que limpiara nuestra casa y recogiera a los nietos en la escuela, porque Ligia ya no trabajaba; uno a uno había traído a sus hijos de Nicaragua, les había dado educación superior y ya todos eran profesionales, por fin podía descansar. Con nosotros Lili podría ganar un sueldo decente mientras encontraba algo apropiado a sus capacidades. Aceptó la proposición agradecida, como si le hubiésemos hecho un favor cuando era ella quien nos lo hacía a nosotros.
Al principio la comunicación con Lili resultaba divertida: yo le dejaba dibujos pegados en la nevera, pero Willie le hablaba en inglés a grito herido y ella sólo le contestaba «¡No!» con una sonrisa adorable. En una ocasión llegó de visita Roberta, una amiga transexual que antes de convertirse en mujer fue oficial de la Marina y se llamaba Robert. Luchó en Vietnam, fue condecorado por su valor, pero se horrorizó ante la muerte de inocentes y dejó el servicio militar. Estuvo treinta años enamorado de su esposa, quien lo acompañó en el proceso de convertirse en mujer y se quedaron juntas hasta que ella murió de cáncer de mama. A juzgar por las fotografías, Roberta era antes un hombrón peludo, con mandíbula de corsario y la nariz quebrada. Se hizo un tratamiento de hormonas, cirugía plástica, electrólisis para quitarse el vello y finalmente una operación genital, pero supongo que su aspecto no era del todo convincente, porque Lili se quedó mirándola boquiabierta y luego se llevó a Willie detrás de una puerta para preguntarle algo en chino. Mi marido dedujo que se trataba del género de nuestra amiga y empezó a explicar el asunto a Lili en un susurro, pero fue subiendo el volumen y terminó vociferando a pulmón desatado que era un hombre con alma de mujer o algo por el estilo. Yo casi me muero de vergüenza, pero Roberta siguió bebiendo té y mordisqueando pastelitos con sus finos modales, sin darse por aludida del alboroto de enajenados que se oía detrás de la puerta.
Mis nietos y Olivia, la perra, adoptaron a Lili. Nuestra casa nunca había estado tan limpia, la desinfectaba como si planeara una cirugía a corazón abierto en el comedor. Así se incorporó a nuestra tribu. Al casarse desapareció su timidez; respiró a fondo, infló el pecho, sacó licencia para conducir y se compró un coche. A Tong le alegró la vida, incluso ahora el hombre se ve más guapo, porque Lili lo viste a la moda y le corta el pelo. Eso no quita que peleen, porque él la trata como un marido déspota. Quise explicarle a Lili con mímica que la próxima vez que él le levantara la voz, ella debía propinarle un sartenazo en la cabeza, pero creo que no me entendió. Sólo les faltan hijos, que no llegan porque ella tiene problemas de fertilidad y él ya no es tan joven. Les aconsejé que adoptaran en China, pero allí no regalan varones y «¿Quién quiere una niña». La misma frase que había escuchado en la India.
MAGIA PARA LOS NIETOS
Cuando terminé Retrato en sepia, me perseguía una promesa que ya no podía seguir postergando: escribir tres novelas de aventuras para Alejandro, Andrea y Nicole, una para cada uno. Tal como antes hice con mis hijos, desde que mis nietos nacieron les conté cuentos con un sistema afinado a la perfección: ellos me daban tres palabras, o tres temas, y yo disponía de diez segundos para inventar un cuento que los incluyera. Se ponían de acuerdo para proponerme las cosas más disparatadas y apostaban a que yo no sería capaz de juntarlas, pero mi entrenamiento -que había comenzado contigo, Paula, en 1963- era tan formidable como la inocencia de ellos, y jamás les fallé. El problema surgía a la semana siguiente, si me pedían, por ejemplo, que les repitiera palabra a palabra el mismo cuento de la hormiga inquieta que se metió en un tintero y descubrió por casualidad la escritura egipcia. Yo no tenía ni el menor recuerdo de aquel insecto letrado y me veía en duros aprietos cuando ellos me pedían que recurriera a mi computadora mental.
«La suerte de las hormigas es un fastidio, puro trabajar y servir a la reina; mejor les cuento de un escorpión asesino», y me lanzaba antes de que tuviesen tiempo de reaccionar. Pero llegó un día en que ni eso dio resultado; entonces les prometí que escribiría tres libros con los temas que ellos me propusieran, tal como hacíamos con los cuentos improvisados en diez segundos a la hora de dormir.
Mis nietos me dieron el tema del primer libro, que ya se adivinaba en muchos de los cuentos que me habían pedido antes: la ecología.
La aventura de La Ciudad de las Bestias nació del viaje que hice al Amazonas. Ahora ya sé que cuando se me seque nuevamente el pozo de la inspiración, como me ocurrió después de tu muerte, Paula, puedo llenarlo en los viajes. La imaginación se me despierta al salir del ambiente conocido y confrontar otras formas de existencia, gentes diferentes, lenguas que no domino, vicisitudes imprevisibles. Compruebo que el pozo se va llenando porque se me alborotan los sueños. Las imágenes y las historias que acumulo en el viaje se transforman en sueños vívidos, a veces en violentas pesadillas, que me anuncian la llegada de las musas. En el Amazonas me sumergí en una naturaleza voraz, verde sobre verde, agua sobre agua, vi caimanes del tamaño de un bote, delfines rosados, mantarrayas flotando como alfombras en las aguas color té del río Negro, pirañas, monos, pájaros inverosímiles y serpientes de muchas clases, incluso una anaconda, muerta, pero anaconda de todos modos. Pensé que nada de eso podría utilizar, porque no calza en el tipo de libros que escribo, pero todo resultó valioso a la hora de plantearme una novela juvenil. Alejandro fue el modelo de Alexander Cold, el protagonista; su amiga, Nadia Santos, es una mezcla de Andrea y Nicole. En la novela Alexander va con su abuela Kate, escritora de viajes, al Amazonas, donde conoce a Nadia. Los chicos se pierden en la selva, viven con una tribu de «indios invisibles» y descubren a unas bestias prehistóricas que viven en el interior de un tepuy, esas extrañas formaciones geológicas de la región. La idea de las bestias surgió de una conversación que escuché en un restaurante en Manaos entre un grupo de científicos que comentaban el hallazgo de un gigantesco fósil de aspecto humano en la selva. Se preguntaban a qué tipo de animal correspondía, tal vez era de la familia de los monos o una especie de yeti tropical. Con esos datos era fácil imaginar a las bestias. Los indios invisibles existen, son tribus que viven en la Edad de Piedra y que para mimetizarse en su ambiente se pintan el cuerpo imitando la vegetación que los rodea y se mueven tan sigilosamente que pueden hallarse a tres metros
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