Isabel Allende - La Suma de los Días
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Si yo habría de gozar en mi nueva situación de castellana, mucho más lo haría Willie, que necesita vista, espacio y techos altos para expandirse, una cocina amplia para sus experimentos, una parrilla para las infelices reses que suele asar y un jardín noble para sus plantas. A pesar del millón de alergias que lo atormentan desde la niñez, sale varias veces al día a oler las flores, a contar los brotes de cada arbusto y a aspirar a bocanadas el aroma fresco del laurel, el dulce de la menta, el penetrante del pino y el romero, mientras los cuervos, negros y sabios, se burlan de él en el cielo. Plantó diecisiete rosales virginales para reponer los que dejó en la otra casa. Cuando lo conocí, tenía diecisiete rosales en barriles, que había transportado durante años por los caminos de divorcios y mudanzas, pero los puso en tierra firme cuando se rindió al amor conmigo. Desde el primer año, cortó flores para mi cuchitril, único lugar de la casa donde se pueden poner, porque a él lo matan. Mi amiga Pía vino de Chile a bendecir la casa y trajo, escondida en su maleta, una patilla del «rosal de Paula», que tiene junto a la ermita en su jardín y que dos años más tarde habría de deleitarnos con rosas rosadas en profusión. Desde su pueblo de Santa Fe de Segarra, donde vive, Carmen Balcells me envía cada semana un ramo hiperbólico de flores, que también debo escamotear de Willie. Mi agente es dadivosa como los hidalgos de la España imperial. Una vez me regaló una maleta de chocolates mágicos: dos años después todavía aparecen en mis zapatos o dentro de alguna cartera; se reproducen misteriosamente en la oscuridad.
De mayo a septiembre calentamos la piscina como sopa y se llena la casa de niños propios y ajenos, que se materializan en la atmósfera, y visitas que llegan sin anunciarse, como el cartero. Más que una familia, somos un pueblo. Montañas de toallas húmedas, zapatillas guachas, juguetes de plástico; pilas de fruta, galletas, quesos y ensaladas sobre el mesón de la cocina; humo y grasa en las parrillas donde Willie hace bailar filetes, costillares, hamburguesas y salchichas. Abundancia y bullicio, que compensan los meses invernales de retiro, soledad y silencio, el tiempo sagrado de la escritura. El verano pertenece a las mujeres; nos juntamos en el jardín, en el carnaval de las flores y las abejas con sus trajes de rayas amarillas, a broncearnos las piernas y vigilar a los niños, en la cocina a probar nuevas recetas, en la sala a pintarnos las uñas de los pies y, en sesiones especiales, a intercambiar ropa con las amigas. Mi vestuario proviene casi en su totalidad de Lea, una imaginativa diseñadora que me hace todo al sesgo y largo, así estira, encoge, se adapta y sirve por igual a un batallón de mujeres de diferentes tallas, incluida Lori, con su cuerpo de modelo, quien ya abandonó el negro absoluto, uniforme obligado en Nueva York, y adoptó los colores de California. Hasta Andrea suele ponerse mis vestidos, pero jamás Nicole, que tiene un ojo implacable para la moda. En esos meses estivales caen los cumpleaños de media familia y de muchos amigos cercanos, y se celebran en conjunto. Es la época de parrandas, chismes y risas. Los niños hornean galletas y se preparan meriendas de quesadillas y batidos de fruta y helados. Supongo que en toda comuna hay uno que se echa al hombro las labores más ingratas; en la nuestra es Lori: debemos luchar a brazo partido con ella para que no asuma sola la tarea de lavar los cerros de tiestos y platos. Si nos descuidamos, es capaz de trapear el piso a gatas.
Lo mejor fue que al mes de mudarnos empezaron los mismos ruidos inexplicables que nos despertaban en la otra casa, y cuando mi madre vino de visita de Chile, comprobó que los muebles se movían por la noche. Era lo que la casa requería para justificar su nombre. No te perdimos en la mudanza, hija.
«Había llegado el momento de llamar a Ernesto y Giulia, que llevaban meses considerando la posibilidad de trasladarse a California, para que formaran parte de la tribu y vivieran en la casa que habíamos dejado y que los estaba esperando.
Aquí seremos muy felices», dijo Giulia cuando entró a su casa, y no me cupo duda de que lo serían. Se habían casado hacía un par de años en una ceremonia a la que acudieron las familias de los novios y la nuestra, incluso Jason, quien todavía no se había enterado del breve interludio amoroso entre Ernesto y Sally. Ernesto se lo confesaría más tarde, apenado. Giulia, en cambio, lo sabía, pero no es la clase de mujer que tiene celos del pasado. La novia, espléndida en su sencillo vestido de satén blanco, no se dio por aludida de la inoportuna reacción de algunos invitados, que por poco le arruinan el casamiento. A pesar de que los parientes de Ernesto estaban encantados con ella, se encerraban por turnos en el baño a lloriquear porque se acordaban de ti. No fue mi caso; en realidad estaba muy contenta, siempre he sabido que tú misma buscaste a Giulia para que tu marido no se quedara solo, tal como bromeabas a veces que harías. ¿Por qué hablabas de la muerte, hija? ¿Qué premoniciones tenías? Dice Ernesto que ustedes sentían que el amor no sería largo, que debían gozarlo apresuradamente, antes de que se lo arrebataran.
La vida de Ernesto y Giulia en Nueva Jersey era cómoda y ambos contaban con un buen trabajo, pero se sentían solos y cedieron a mi invitación de quedarse con nuestra antigua casa. Para aceptar ese regalo, Ernesto necesitaba un empleo en California y, como está protegido por un ángel, lo contrataron en una empresa a diez minutos de distancia de su nueva morada. Se demoraron un par de meses en vender su apartamento y cruzar el continente en un camión cargado con sus cosas. Entraron a esa casa el mismo día de mayo en que varios años antes te trajimos de España, para que pasaras allí el tiempo que te quedaba de vida. Me pareció una clara señal de buen augurio. Nos dimos cuenta porque Giulia me regaló un álbum donde había archivado en orden cronológico las cartas que te escribí en 1991, cuando estabas recién casada en Madrid, y las que le mandé a Ernesto en 1992 cuando tú estabas enferma en California y él trabajaba en Nueva Jersey.-
AL CORRER DE LA PLUMA
Aún no nos habíamos recuperado del breve roce con la fama del cine, cuando se estrenó De amor y de sombra, la película basada en mi segunda novela. La actriz, Jennifer Connelly, se parece tanto a ti -delgada, el cuello largo, las cejas gruesas, el cabello liso y oscuro-, que no pude terminar de ver la película. Hay un momento en que ella está en una cama de hospital y su compañero, Antonio Banderas, la levanta en brazos y la sostiene en el baño. Recuerdo la misma escena entre Ernesto y tú poco antes de que cayeras en coma. La primera vez que vi a Jennifer Connelly fue en un restaurante de San Francisco, donde debíamos encontrarnos. Al verla llegar con sus vaqueros desteñidos, su blusa blanca almidonada y una cola de caballo, creí estar soñando, porque eras tú resucitada en toda tu belleza. De amor y de sombra, filmada en Argentina porque no se atrevieron a hacerla en Chile, donde todavía pesaba la herencia de la dictadura, me pareció una película honesta y lamenté que se diera con poca bulla, aunque todavía, muchos años después, circula en video y televisión. Es una historia política, basada en hechos reales, que habla de quince campesinos desaparecidos después de ser arrestados por los militares, pero es esencialmente una novela de amor. Cuando Willie cumplió cincuenta años, una amiga le regaló ese libro, que él leyó durante sus vacaciones; después agradeció el libro a su amiga con una nota en la que le decía: «La autora entiende el amor como yo». Y por eso, por el amor que percibió en esas páginas, decidió ir a conocerme cuando yo pasaba por el norte de California en una gira de libros. En nuestro primer encuentro me habló de los protagonistas, quería saber si habían existido o eran imaginados por mí, si acaso su amor sobrevivió a los avatares del exilio y si volvieron alguna vez a Chile. Esta pregunta me sale al encuentro a cada rato; no sólo los niños quieren saber cuánto hay de verdad en la ficción. Empecé a explicarle, pero él me interrumpió a las pocas frases.
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