Como quería hacerle el mejor regalo posible, le canté lo que me había enseñado Flor de Nieve:
– Todo el mundo necesita ropa, por muy fresco que sea el verano y por muy templado que sea el invierno, así que confecciona ropa para los demás sin necesidad de que te lo pidan. Aunque la mesa esté bien abastecida, deja que tus suegros coman primero. Trabaja sin descanso y recuerda tres cosas: sé buena y respetuosa con tus suegros; sé buena con tu esposo y cose siempre para él, y sé buena con tus hijos y un ejemplo de decoro para ellos. Si lo haces, tu nueva familia te tratará bien. Mantente serena en esa hermosa casa.
A continuación cantaron las hermanas de juramento. Adoraban a Hermana Mayor, que era amable e inteligente. Cuando se casara la última hermana de juramento, disolverían su valiosa hermandad. Ya sólo tendrían recuerdos de cuando tejían y bordaban juntas. Sólo tendrían las palabras anotadas en sus libros del tercer día para consolarse en años venideros. Juraron que, cuando muriera una de ellas, las otras irían al funeral y quemarían sus escritos para que las palabras viajaran con ella hasta el más allá. Aunque las hermanas de juramento estaban desconsoladas por su partida, esperaban que fuera feliz.
Cuando hubieron cantado todas y se hubieron derramado abundantes lágrimas, Flor de Nieve anunció:
– No te voy a cantar. Lo que haré será compartir contigo el modo que hemos encontrado tu hermana y yo para mantenerte siempre con nosotras. -Sacó nuestro abanico de la manga de su túnica, lo abrió y leyó el sencillo pareado que ambas habíamos escrito-: «Hermana Mayor y buena amiga, tranquila y cariñosa. Eres un feliz recuerdo para nosotras.» -A continuación señaló la florecita rosa que había pintado en la guirnalda, cada vez más larga, del borde superior del abanico y que a partir de entonces representaría a Hermana Mayor.
Al día siguiente recogimos hojas de bambú y llenamos baldes de agua. Cuando llegó la nueva familia de Hermana Mayor, les lanzamos las hojas, que simbolizaban que el amor de los novios se mantendría siempre fresco, como el bambú; luego los rociamos con agua, símbolo de la pureza de la novia. Esas bromas iban acompañadas de risas y gritos de júbilo.
Pasaron las horas entre banquetes y lamentos. Se exhibió el ajuar para que todos admiraran la calidad de las labores de Hermana Mayor. La novia estaba hermosa, aunque no podía contener las lágrimas. A la mañana siguiente subió al palanquín que la conduciría hasta la casa de su nueva familia. Volvimos a lanzar agua, mientras vociferábamos: «¡Casar a una hija es como tirar agua!» Fuimos todos a pie hasta la linde del pueblo y vimos cómo el cortejo cruzaba el puente y salía de Puwei. Tres días más tarde, enviamos al nuevo pueblo de Hermana Mayor pastelillos de arroz, regalos y todos nuestros libros del tercer día, que las mujeres leerían en voz alta en la habitación de arriba. Un día después, tal como marcaba la tradición, Hermano Mayor subió al carro de mi familia, fue a recoger a Hermana Mayor y la trajo a casa. Exceptuando unas cuantas visitas conyugales, repartidas a lo largo del año, Hermana Mayor seguiría viviendo con nosotros hasta el final de su primer embarazo.
De todos los acontecimientos de la boda de Hermana Mayor, lo que mejor recuerdo es su regreso tras una visita nupcial a la casa de su esposo, la primavera siguiente. Normalmente Hermana Mayor era una persona muy serena (se sentaba en su taburete, en un rincón, y trabajaba en silencio en su labor; nunca provocaba discusiones y siempre se mostraba obediente), pero ese día se arrodilló en el suelo y, con la cara hundida en el regazo de mi madre, le contó sus penas entre sollozos. Su suegra la maltrataba y criticaba y no paraba de quejarse. Su esposo era ignorante y burdo. Sus suegros pretendían que sacara agua del pozo y lavara la ropa de toda la familia. ¿No veía que tenía los nudillos en carne viva de las faenas del día anterior? Le escatimaban la comida y hablaban mal de nuestra familia porque no les enviábamos suficientes provisiones cuando ella iba de visita.
Luna Hermosa, Flor de Nieve y yo nos apiñamos y chascamos la lengua en señal de conmiseración; nos compadecíamos de Hermana Mayor, pero creíamos que a nosotras nunca nos pasaría lo que a ella. Mi madre le acariciaba el cabello y le daba palmaditas en la temblorosa espalda. Yo creía que le diría que no se preocupara, que esos problemas eran pasajeros, pero mi madre no despegó los labios. Con gesto de impotencia, buscaba a mi tía con la mirada, con la esperanza de que ella pudiera ofrecerle consejo.
– Tengo treinta y ocho años -dijo mi tía, no con pena sino con resignación-. La suerte no me ha acompañado. Tengo una buena familia, pero mis pies y mi cara marcaron mi destino. Cualquier mujer, aunque no sea muy inteligente ni muy hermosa, puede encontrar esposo, porque hasta los hombres más tarados pueden engendrar un hijo. Ellos sólo necesitan un recipiente. Mi padre me casó con la mejor familia que encontró dispuesta a acogerme. ¿Crees que no lloré entonces como tú lloras ahora? Pero el destino aún fue más cruel conmigo. No concebí ningún hijo varón. Me convertí en una carga para mis suegros. Ojalá tuviera un hijo varón y una vida feliz. Me gustaría que mi hija no se casara, porque así la tendría a ella para aliviar mis penas. Pero la vida de las mujeres es así. No puedes escapar de tu destino. Estás predestinada.
Los sentimientos expresados por mi tía, que era la única de la familia que siempre tenía a punto un comentario gracioso, que siempre hablaba de lo felices que eran mi tío y ella en la cama, que siempre nos guiaba en nuestro aprendizaje con paciencia y alegría, provocaron una conmoción. Luna Hermosa me cogió una mano y me la apretó. Sus ojos se llenaron de lágrimas al reconocer aquella verdad, que hasta ese momento nadie había pronunciado en la habitación de las mujeres. Nunca habíamos pensado en lo dura que había sido la vida para mi tía, pero entonces repasé los años pasados y comprendí que mi tía siempre había puesto al mal tiempo buena cara.
Huelga decir que sus palabras no consolaron a Hermana Mayor. Sollozaba aún con más fuerza y se tapaba los oídos con las manos. Mi madre tenía que hablar, pero, cuando lo hizo, las palabras que salieron de su boca procedían de lo más profundo del yin: lo negativo, lo oscuro y lo femenino.
– Te has casado -dijo con una extraña indiferencia-. Te has ido a vivir a otro pueblo. Tu suegra es cruel. Tu esposo no te quiere. Nos gustaría que no te marcharas nunca, pero todas las hijas abandonan la casa natal tarde o temprano. Todo el mundo está de acuerdo. Todo el mundo lo acepta. Puedes llorar y suplicar que te dejemos venir a casa, podemos lamentarnos de que ya no estés con nosotros, pero no tenemos alternativa. Hay un dicho que lo explica muy bien: «Si una hija no se casa, no vale nada; si el fuego no arrasa la montaña, la tierra no será fértil.».
Flor de Nieve y yo cumplimos quince años. Nuestro peinado representaba un fénix, símbolo de que pronto nos casaríamos. Trabajábamos con ahínco en la elaboración de nuestros ajuares. Hablábamos con voz queda. Caminábamos con gracia con nuestros lotos dorados. Dominábamos el nu shu y, cuando no estábamos juntas, nos escribíamos casi a diario. Ya teníamos la menstruación. Ayudábamos en la casa barriendo, recogiendo hortalizas del huerto, cocinando, lavando los platos y la ropa, tejiendo y cosiendo. Se nos consideraba mujeres, pero sin las responsabilidades de las mujeres casadas. Todavía gozábamos de libertad para visitarnos cuando queríamos y para pasar las horas en la habitación de arriba, donde cuchicheábamos y bordábamos con las cabezas muy juntas. Nos unía ese amor con que yo soñaba de pequeña.
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