En cambio, el amor entre dos almas gemelas es diferente. Como decía la señora Wang, las niñas no están obligadas a ser laotong, sino que establecen ese vínculo de forma voluntaria. Ni Flor de Nieve ni yo sentíamos todo cuanto habíamos expresado en las primeras anotaciones que hicimos en nuestro abanico, pero, cuando nos miramos por primera vez en el palanquín, noté que nos unía algo especial, como una chispa para encender un fuego o una semilla para cultivar arroz. Sin embargo, una sola chispa no basta para calentar una habitación, y una sola semilla no basta para obtener una cosecha copiosa. El amor verdadero, el amor profundo, debe crecer. Como entonces yo todavía no entendía el amor apasionado, pensaba en los arrozales que veía en mis paseos diarios hasta el río con mi hermano, cuando todavía conservaba todos los dientes de leche. Quizá pudiera hacer crecer nuestro amor como los campesinos hacían crecer sus cosechas: mediante el trabajo duro, una voluntad férrea y las bendiciones de la naturaleza. Es curioso que todavía hoy lo recuerde. Waaa! Sabía muy poco de la vida, pero sabía lo suficiente para pensar como un campesino.
Así pues, preparaba mi terreno -pidiendo a mi padre un trozo de papel o a Hermana Mayor un pedacito de alguna prenda de su ajuar- para plantar en él. Mis semillas eran los caracteres de nu shu que componía. La señora Wang se convirtió en mi acequia de riego. Cuando la casamentera venía a mi casa para ver los progresos de mis pies, yo le daba mi misiva -en forma de una carta, un trozo de tela o un pañuelo bordado- y ella se la entregaba a Flor de Nieve.
Ninguna planta puede crecer sin sol, y eso es lo único que el campesino no puede controlar. Acabé por creer que Flor de Nieve desempeñaba ese papel. Para mí, el sol adoptaba la forma de sus respuestas a mis cartas. Cuando recibía un mensaje de Flor de Nieve, todas nos reuníamos para descifrar su significado, pues ella ya empezaba a emplear imágenes y palabras que ponían a prueba los conocimientos de nu shu de mi tía.
Yo escribía cosas típicas de una niña: «Estoy bien. ¿Cómo estás tú?» Ella respondía: «Hay dos pájaros posados en las ramas altas de un árbol. Juntos echan a volar por el cielo.» Yo escribía: «Hoy mamá me ha enseñado a preparar pasta de arroz envuelta en una hoja de taro.» Flor de Nieve contestaba: «Hoy he mirado por la celosía de mi habitación. He pensado en el fénix que sale en busca de un compañero, y entonces me he acordado de ti.» Yo escribía: «Ya han elegido una fecha propicia para la boda de Hermana Mayor.» Ella respondía: «Ahora tu hermana está en la segunda etapa de las ceremonias de la boda. Por fortuna, pasará unos cuantos años más contigo.» Yo escribía: «Quiero aprenderlo todo. Tú eres muy inteligente. ¿Podrías enseñarme?» Ella contestaba: «Yo también aprendo de ti. Eso es lo que nos convierte en un par de patos mandarines que anidan juntos.» Yo escribía: «Mis ideas no son profundas y mi escritura es torpe, pero me gustaría tenerte aquí para poder decirnos cosas al oído por la noche.» Su respuesta era: «Dos ruiseñores cantan en la oscuridad.»
Sus palabras me asustaban y estimulaban al mismo tiempo. Flor de Nieve era inteligente y mucho más instruida que yo, pero no era eso lo que me daba miedo. En todos sus mensajes hablaba de pájaros, de volar, de un mundo lejano. Ya entonces se rebelaba contra lo que se le ofrecía. Yo quería agarrarme a sus alas y elevarme, por muy intimidada que me sintiera.
Con excepción del abanico, que fue su primer regalo, Flor de Nieve nunca me envió nada sin que yo le hubiera mandado algo antes, pero eso no me importaba. Yo estaba mimándola. La regaba con mis cartas y ella siempre me recompensaba con un nuevo brote o un nuevo capullo. Pero había un obstáculo que desbarataba mis planes: yo estaba deseando que me invitara a su casa, pero esa invitación no llegaba.
Un día, la señora Wang nos visitó y trajo el abanico. Yo no lo abrí de golpe. Desplegué sólo los tres primeros pliegues, revelando el primer mensaje de Flor de Nieve, mi respuesta y un nuevo texto, que rezaba:
Si tu familia está de acuerdo, me gustaría ir a verte el undécimo mes. Nos sentaremos juntas, enhebraremos nuestras agujas, escogeremos los hilos de colores y cuchichearemos.
Flor de Nieve había dibujado otra delicada flor en la guirnalda de hojas.
Llegó el día elegido. Yo esperaba junto a la celosía a que el palanquín doblara la esquina. Cuando se detuvo delante de nuestra puerta, tuve ganas de bajar corriendo y salir a la calle para recibir a mi laotong, pero eso era imposible. Mi madre salió y se abrió la portezuela del palanquín, del que se apeó Flor de Nieve. Llevaba la misma túnica azul celeste con nubes bordadas. Con el tiempo deduje que ésa era su prenda de viaje y que se la ponía cada vez que nos visitaba para no avergonzar a mi familia luciendo ropas más lujosas.
No traía comida ni ropa; era lo habitual. La señora Wang le hizo la misma advertencia que la vez anterior: debía portarse bien, no protestar y aprender con los ojos y los oídos, para que su madre se enorgulleciera de ella. Flor de Nieve dijo: «Sí, tiíta», pero yo advertí que no le prestaba atención y que escudriñaba la celosía intentando atisbar mi cara tras ella.
Mi madre la acompañó al piso de arriba. Apenas mi alma gemela puso los pies en la habitación de las mujeres, empezó a hablar y ya no paró. Parloteaba, susurraba, bromeaba, hacía confidencias, consolaba, admiraba. No era la niña que me turbaba con sus ansias de echar a volar. Sólo quería jugar, divertirse, reír y hablar, hablar, hablar. Hablar de cosas de crías pequeñas.
Como yo le había dicho que quería ser su pupila, Flor de Nieve empezó ese mismo día a instruirme en los preceptos de las Enseñanzas para mujeres; me dijo, por ejemplo, que no debía enseñar los dientes al sonreír ni alzar la voz cuando hablaba con un hombre. Pero ella también había manifestado en sus mensajes que quería aprender de mí, y me pidió que le enseñara a preparar aquellos pegajosos pastelillos de arroz. Además, me hizo preguntas extrañas: cómo se sacaba agua del pozo y cómo se daba de comer a los cerdos. Yo me reí, porque todas las niñas saben hacer esas cosas, y Flor de Nieve me juró que ella nunca las hacía. Deduje que se burlaba de mí, pero insistió en que nadie le había enseñado a hacer esas cosas. Entonces las otras mujeres empezaron a aguijonearme.
– ¡Tal vez eres tú la que no sabe sacar agua del pozo! -dijo Hermana Mayor.
– Tal vez no te acuerdas de cómo se da de comer a un cerdo -añadió mi tía-. Todo eso se te olvidó cuando te deshiciste de tus viejos zapatos.
Súbitamente enfadada, me levanté de un brinco, puse los brazos en jarras y las fulminé con la mirada, pero cuando vi su expresión risueña mi rabia desapareció y me entraron ganas de hacerlas reír aún más.
Empecé a ir de un lado para otro con paso inseguro, porque mis pies aún no estaban del todo curados, explicando lo que había que hacer para sacar agua del pozo y llevarla hasta la casa, y luego me agaché como si recogiera hierbas y las mezclara con las sobras de la cocina. Luna Hermosa reía a carcajadas y estuvo a punto de orinarse encima. Hasta Hermana Mayor, tan seria y enfrascada en la preparación de su ajuar, reía con disimulo. Flor de Nieve estaba exultante y daba palmas con verdadero regocijo. Veréis, ella tenía esa habilidad: entraba en la habitación de las mujeres y, con unas sencillas palabras, me movía a hacer cosas que a mí jamás se me habría ocurrido hacer. Y esa habitación, que para mí era un lugar de secretos, sufrimiento y duelo, se convertía gracias a ella en un oasis de alegría y diversión.
Pese a que Flor de Nieve me había indicado que debía hablar en voz baja cuando me dirigiera a un hombre, ella se dedicó a charlar con mi padre y mi tío durante la cena, y también a ellos los hizo reír. Hermano Menor subía y bajaba de sus rodillas como si fuera un mono y el regazo de ella, un nido construido en un árbol. Flor de Nieve rebosaba de vida. Donde quiera que fuese, siempre cautivaba a todos y los hacía felices. Era mejor que nosotros -de eso nos dábamos cuenta-, pero convertía esa diferencia en una aventura para nuestra familia. Para nosotros era como un pájaro exótico que había escapado de su jaula y correteaba por un patio lleno de vulgares gallinas. Nosotros nos divertíamos, pero ella también.
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