Lisa Scottoline - Gente Legal

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A Mark lo asesinaron alrededor de las doce de la noche, mientras trabajaba en un acuerdo, un contrato para la liquidación del bufete que había fundado con Bennie Rosato, horas después de anunciar a su socia y ex amante su determinación de constituir su propia empresa. A medianoche Bennie remaba sola en la oscuridad, en la quietud del río, tratando de recobrar la calma, ajena a cuanto sucedía en el despacho y a la sórdida trampa que le habían tendido.
«Una novela trepidante que dejará sin aliento al lector más valiente.»

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– -Ella quiere que formemos un frente unido.

– -Pero no lo sois. Sois dos personas distintas y vuestras situaciones son diferentes. Por esa razón, os han asignado distintos abogados. Eileen tiene un problema más grave que el tuyo. Ella tenía el arma homicida.

– -¿El electrodo?

– ¿Cien voltios de electricidad aplicados al pecho de un agente de policía? ¿Piensas que no tiene importancia?

Se mordió el labio hinchado.

– Se pondrá hecha una fiera. Esta Eileen tiene muy mala leche.

– ¿Y qué? ¿Quién lleva los pantalones en la familia?

Parpadeó mientras inhalaba su Salem. El aire en la sala de interrogatorios estaba viciado por el humo de tabaco y por el desinfectante barato. La parrilla que había sobre la ventana de la puerta estaba llena de polvo; en el suelo yacía un arrugado vaso de plástico. He visto el mismo vaso de plástico en todas las comisarías de Filadelfia. Creo que lo pasean de una a otra.

– -Entonces, ¿qué opinas, Bill? No puedes conseguir la fianza; por tanto, si te declaras culpable, te vas. Si te declaras inocente, te meten directamente en la cárcel. Es una de las estupendas ironías de nuestro sistema penal.

No quería mirarme a los ojos.

– -Pues bien, dejemos este asunto por un momento. Dame más datos. Os estabais manifestando a favor de los derechos de los animales cuando os arrestaron. Creéis que Furstmann Dunn no debe probar sus vacunas con los monos. ¿Es esa la historia?

– -No tienen derecho. No tienen derecho. No nos pertenecen. Únicamente somos más evolucionados.

– Lo entiendo. -Bueno, algunos lo entenderían. No pude dejar de ver que mi último revolucionario no era más que un renacuajo de segunda categoría-. ¿Eres miembro de PETA o de algún otro grupo en pro de los derechos de los animales?

– -No necesito ninguna autoridad por encima de mí. --Dio otra calada a su Salem, que cogía como si fuera un Chupa-Chups.

– -Lo tomo como un no. --Escribí NO--. De modo que se trata de ti y de Eileen. ¿Estáis casados?

– No necesitamos ninguna autoridad…

– Otro no -dije, y volví a tomar nota: NO 2-. Así que sois tú y Eileen contra el mundo. Muy romántico. -Me había sentido así con Mark cuando era más joven y estaba pletórica de ilusiones.

– Supongo -dijo perezosamente. No pude identificar su acento aunque me conocía todos los acentos habidos y por haber en Filadelfia.

– -¿De dónde eres, Bill? De aquí no, ¿verdad?

– Del oeste de Pennsylvania, pasado Altoona. Me crié en una granja; por eso conozco a los animales. -Se rió y emitió un resto de bocanada de humo.

– -¿Has terminado la escuela secundaria?

– -Sí, y entonces me fui a Nueva York y trabajé un tiempo en la fábrica Harley Davidson. Allí conocí a Eileen. Ella trabajaba para el laboratorio Furstmann Dunn. Allí probaban la vacuna. Sacó fotos de cuando torturaban a los monos; son las que pusimos en las pancartas. Ella vio cómo los trataban. Abusaban de ellos.

¿Abusar? No parecía una palabra que él dijera con naturalidad.

– ¿Eileen te lo contó?

– -Usaban electrodos.

– -¿Con los monos?

– -Con visones. Para abrigos de visones. Estolas y todo eso.

– ¿Visones? Esta mañana no protestabas por los visones. ¿Por qué hablas ahora de visones?

– No sé. Usted ha sacado el tema.

Escribí: VISONES NO. ¿Era tonto del culo o cualquier conversación con un anarquista era necesariamente confusa?

– Todo es parte de lo mismo -añadió-. Es la misma basura.

– Bill, ¿te puedo dar un consejo? -Yo intento dirigir las vidas de todos mis clientes para redimir el pésimo trabajo que hago con la mía-. Si yo protestara contra los experimentos con animales, no elegiría Furstmann Dunn porque está elaborando una vacuna contra el sida. La gente quiere que el sida se pueda curar incluso si hay que dejar unos cuantos monos en el camino. ¿Por qué no protestas contra los peleteros? Entonces la gente podría estar de acuerdo y respaldarte.

Meneó la cabeza.

– A Eileen no le importa si la gente está o no de acuerdo con nosotros. Quiere detener el asunto. Llamar a la radio y a la televisión fue idea suya.

– Lograsteis armar un alboroto considerable, ¿verdad?

– dije sintiendo una pizca inexplicable de orgullo. Consiguieron convocar allí a todo el mundo, incluyendo los informativos nacionales. Parte del alboroto se debió a una contra manifestación espontánea de un grupo de homosexuales. Un asunto polémico, pero nadie me ganaba en no juzgar las creencias políticas de mis clientes. Yo no defendía lo que ellos pensaban, sino su derecho a decirlo sin recibir un porrazo en la crisma.

– Tuvimos un montón de publicidad. A Eileen también le gustó. -Bill apagó su colilla.

– No tendríais que haberos resistido al arresto. Tenían todo un escuadrón y sólo erais vosotros dos. Tú no tienes pinta de boxeador. -Eché una mirada a sus brazos. Eran blancos, delgados, fofos.

– No, yo soy un amante, no un luchador.

Sonreí. Apuesto a que tampoco era un gran amante, pero me di cuenta de que me caía bien. Pasé las páginas de su expediente, que estaba casi vacío. Bill no tenía antecedentes; por eso, el fiscal me había ofrecido un acuerdo ventajoso. El pobre chico había lanzado un solo puñetazo en su vida y había terminado aquí.

– No lo entiendo -dije cerrando la carpeta-. ¿Por qué golpeaste al policía?

Echó chispas por los ojos.

– Porque estaba golpeando a Eileen. Yo traté de quitárselo de encima. Le dobló un brazo y ella se cayó al suelo. vi Lo único que ella hizo fue gritarle.

– Salvo por el electrodo, ¿recuerdas? Amenazó al agente y al presidente de la compañía. No lo dejó salir de su Mercedes.

– Muy bien. Trataba de darle una dosis de su propia medicina. Podría haber sido peor. Quería ponerle una bomba debajo del coche.

– ¿Ponerle una bomba a quién? ¿Al directivo del laboratorio? -Sentí un escalofrío. Nunca me había acostumbrado a los casos de homicidio, incluso cuando tenía un caso favorable en las manos, así que hacía mucho tiempo que había renunciado a esa clase de trabajo--. Bill, ¿dijo Eileen que quería matar al consejero delegado de Furstmann? ¿Lo dijo en serio?

– -Es dura; Eileen lo es. --Bajó la mirada a su cigarrillo y apretó el filtro--. Por eso no quiere declararse culpable de los cargos. Probarían que hemos tenido la culpa. Es mejor ir a la cárcel. Tal vez hacer una huelga de hambre.

Puse a un lado el bolígrafo.

– Bill, contéstame. ¿Hablaste con Eileen de matar al consejero delegado?

Ladeó la cabeza evitando aún mi mirada.

– Dijo que lo quería hacer y yo le dije que no. Dijo que no lo haría a menos que primero lo habláramos.

– -¿Le habrá dicho a su abogado que quería matar a esa persona?

– -No lo sé.

Eché el cuerpo hacia adelante sobre la sucia mesa.

– -Eso no está bien, Bill. El asesinato de un consejero delegado contigo como cómplice podría acarrearte la pena de muerte. Aquí la fiscal la pide en todos los casos de homicidio. Tal vez quiere probar su masculinidad. ¿Entiendes lo que te digo?

Apagó el cigarrillo en el montón de colillas que colmaban el cenicero de latón.

– -Matar a ese consejero delegado no resolvería nada, diga lo que diga tu novia. Hay otros veinte candidatos para ocupar su cargo. Tienen los mismos coches, los mismos títulos universitarios; se hacen llamar directores generales. Eres lo bastante inteligente para saberlo, ¿verdad, Bill?

Asintió metiendo una uña mordisqueada entre las cenizas calientes.

– -Quiero que me prometas no hacer algo tan estúpido cuando yo te estoy representando. Mírame, Bill. Dime que no eres tan idiota.

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