Christine Feehan - La Guarida Del León

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La aristócrata empobrecida Isabella Vernaducci provocaría a la mismísima muerte para rescatar a su hermano encarcelado. Aunque el miedo oprimiera su corazón, desafiaría la embrujada y maldita guarida del león: el amenazante palazzo del legendario y letal Nicolai DeMarco.
LA BESTIA
Los rumores decían que el poderoso Nicolai podía dominar los cielos, que la bestia de abajo cumplía su orden… y que fue condenado a destruir a la mujer que tomó como esposa. Se murmuraba que no era totalmente humano… tan indomable como su melena morena y sus afilados ojos ambarinos.
EL TRATO
Pero Isabella encontró a un hombre cuyo gruñido era aterciopelado, que ronroneaba cálidamente y cuyos ojos guardaban un oscuro y arrollador deseo. Y cuando Nicolai le ordenó que a cambio de su ayuda fuera su novia, ella entró de buena gana en sus musculosos brazos, rezando para que pudiera salvar el alma torturada de él… sin sacrificar su propia vida…

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Empezó a temblar, su cuerpo reaccionaba a la intensidad de esa animosidad. Era personal… lo sentía. Y algo terrible iba a ocurrir. Estaba indefensa para impedirlo, pero sabía que se acercaba.

Casi al momento los leones empezaron a rugir de nuevo. Las bestias estaban muy cerca, y el sonido fue ensordecedor. Los caballos se espantaron, corcoveando y removiéndose, encabritándose y girando, y el caos reinó. La pendiente estaba helada, y los animales se deslizaron y tropezaron unos con otros, trompeteando de miedo. Los hombres cayeron a la nieve y se cubrieron las cabezas protegiéndose de las pezuñas mordaces. La montura de Isabella dio vueltas y se deslizó por la pronunciada cuesta, deslizándose peligrosamente y finalmente perdiendo el equilibrio. Ella intentó liberarse, pero fue imposible con los pliegues de su falta, y golpeó el suelo con fuerza, el caballo apaleado y caído le sujetaba la pierna bajo él.

El dolor de su espalda era excecrable, sacando el aliento de su cuerpo y sobrepasando a cualquier daño que pudiera haberse hecho en la pierna. Por un momento no pudo pensar o respirar; solo pudo yacer indefensa mientras el caballo se agitaba desesperadamente, intentando recuperar su asidero.

El capitán saltó de la grupa de su montura y cogió las riendas del caballo de Isabella, tirando del animal hacia arriba. El caballo se puso en pie temblando, cabizbajo. El capitán tiró de Isabella sacándola de la nieve, ignorando su inadvertido grito de dolor, empujándola tras él, con la espada desenvainada. El pandemonium los rodeaba, pero el capitán emitió órdenes, y sus hombres atraparon a los caballos que no había huído en la tormenta, y permanecieron hombro con hombro, una sólida pared de protección alrededor de Isabella.

– ¿Qué pasa, Rolando? -preguntó Sergio, sus ojos se esforzaban por ver a través de la nieve cegadora-. ¿Por qué nos atacan? No lo entiendo. ¿Por que la envía lejos, su única oportunidad de salvación? Si ella no fuera la elegida, nunca la habrían dejado atravesar viva el paso.

– No sé, Sergio -dijo el capitán-. Le permitieron pasar, después evitan que se marche. Estamos haciendo lo que desean, llevándola al castello , pero nos están dando caza.

Isabella sacudió la cabeza.

– No os están cazando a vosotros . Eso me está cazando a mí, y está utilizando a los animales para hacer su voluntad. - Al igual que dirigió el halcón hacia Sarina. Isabella sabía que tenía razón. Algo la quería fuera del valle. Ya fuera el don o alguna otra cosa, el odio estaba dirigido hacia ella.

El capitán giró la cabeza para mirarla, sus rasgos muy inmóviles, sus ojos vivos de curiosidad. Se quedó en silencio largo rato, Isabella temió que pensara que estaba loca. Se presionó una mano sobre el estómago indispuesta pero se acercó a él, con la barbilla alta.

– ¿De qué está hablando? -exigió él, un hombre al mando, un hombre decidido a cumplir con su deber y necesitado de toda la información disponible-. ¿Qué la está cazando? No entiendo.

No había forma de explicar lo que era, porque no lo sabía. Solo sabía que era real y maligno.

– Lo sentí antes cuando el halcón del don atacó a Sarina. Algo está dirigiendo los ataques. Por eso pregunté por la muerte de esa noche. Pensaba que era posible que hubiera ocurrido algo similar.

– Yo no sé nada de eso. -negó el capitán, pero miraba a su alrededor cautelosamente. Sus dedos mordieron bruscamente el brazo de Isabella, empujándola más allá de él. Su única advertencia. Él se colocó directamente delante de ella haciendo que se viera forzada a espiar alrededor de su sólida mesa. El aliento abandonó sus pulmones en una ráfaga continua.

Vio al enorme león a través de la nieve. Todo sigilo y poder, con la cabeza gacha, los hombros proyectados, sus ojos llameantes directamente enfocados en ella. El león parecía fluir sobre el suelo, acechándola en un lento movimiento. Aunque hombres y caballos la rodeaban, la miraba sola a ella, estudiándola con intención mortal.

Los caballos se encabritában y retrocedían, arrastrando a sus jinetes con ellos en todas direcciones mientras intentaban escapar. Los hombres se vieron obligados a abandonar sus monturas para protegerse a sí mismos y a Isabella. El olor a miedo era pungente. El sudor se desató en sus cuerpos, pero los hombres aguantaron inmóviles en el lugar mientras la tormenta rabiaba a su alrededor.

De repente el león explotó a una carrera mortal, su velocidad era increíble, embistiendo contra el círculo de hombres, golpeando con garras como hojas de afeitar, haciendo que corrieran por sus vidas, dejando un camino despejado hasta el Capitán Bartolmei y Sergio Drannacia, que permanecían hombro con hombro ante Isabella. La bestia saltó, cién libras de sólido músculo, yendo directamente hacia Isabella. Puro terror encontró una casa en su corazón, en su alma. Se quedó congelada, observando a la muerte ir a por ella.

Un segundo león emergió de la tormenta, una gran bestia peluda con una espesa melena dorada y negra. Más grande e incluso más musculosa, rugió un desafío mientras interceptaba al primer león, distrayéndolo de alcanzar su presa. Los dos leones se estrellaron en medio del aire, chocando con tanta fuerza que el suelo se sacudió. Al momento la lucha se convirtió en una frenética batalla de dientes y garras. Feroz e hipnotizadora, los rugidos reververaban a través del aire, atrayendo a otros leones. Ojos llameantes ardieron brillantemente a través de los copos de nieve.

Isabella estudió al segundo león atentamente. Estaba bien musculado, vigoroso, y obviamente inteligente. Podía verlo atacar una y otra vez en busca de puntos débiles donde la sangre ya marcaba al otro macho. El sonido de huesos aplastados la hizo estremecer, la horrorizó. Al final, el gran depredador retuvo al león más pequeño en sus manos, con los dientes enterrados en su garganta hasta que el animal caído quedó estrangulado.

El Capitán Bartolmei hizo una señal a Sergio.

– ¡Ahora! -Ambos saltaron hacia el león victorioso, con las espadas prestas.

– ¡No! -gritó Isabella, pasando a los dos hombres para colocar su cuerpo entre ellos y el león-. Alejáos de él.

Los hombres se detuvieron bruscamente. Cayó el silencio, dejando el mundo blanco, deslumbrante y la naturaleza contuvo el aliento. El león balanceó su gran cabeza en el morro todavía ensangrentado. Los ojos estaban fijos en ella, llameando hacia ella, de un ámbar peculiar que parecía brillar con conocimiento e inteligencia. Con pesar-. No -dijo de nuevo muy suavemente con su mirada atrapada en la del león-. Nos ha salvado.

Mientras miraba al gran felino, el viento sopló nieve alrededor de ellos, cegándola momentáneamente. Parpadeó rápidamente, intentando aclarar su visión. El viendo sopló la nieve a un lado, y se encontró mirando a unos salvajes ojos ámbar. Pero el león victorioso había desaparecido. Los ojos ámbar pertenecían a un depredador humano. Ya no estaba viendo a un leon irguiéndose sobre la bestia caída, sino a Don Nicolai DeMarco. Permanecía alto y erguido, su largo pelo soplado al viento, la nieve cayendo sobre sus amplios hombros y ropas elegantes.

El estómago de Isabella se sobresaltó, y su corazón se derritió. Parpadeó para eliminar los copos de nieve de sus pestañas. La forma alta del don se nubló y fluctuó haciendo que su largo pelo pareciera una melena dorada y flotante alrededor de su cabeza y hombros, profundizando el color del leonado al negro en la cascada que bajaba por su espalda. Las manos de él se movieron, atrayendo su atención, y tuvo la ilusión de estar viendo dos enormes zarpas. Entonces el don se movió, y el extraño y vacilante espejismo desapareció, y una vez más quedó mirando a un hombre.

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