Mario Llosa - Los jefes, Y Otros Cuentos

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– De modo que has aprendido de éste.

Su dedo apuntaba a mi frente. Me mordí el labio: pronto sentí que recorría mi lengua un hilito caliente y eso me calmó.

– ¡Fuera! -gritó de nuevo-. ¡Fuera de aquí! Les pesará.

Salimos. Hasta el borde de los escalones que vinculaban el colegio San Miguel con la Plaza Merino se extendía una multitud inmóvil y anhelante. Nuestros compañeros habían invadido los pequeños jardínes y la fuente; estaban silenciosos y angustiados. Extrañamente, entre la mancha clara y estática aparecían blancos, diminutos rectángulos que nadie pisaba. Las cabezas parecían iguales, uniformes, como en la formación para el desfile. Atravesamos la plaza. Nadie nos interrogó; se hacían a un lado, dejándonos paso y apretaban los labios. Hasta que pisamos la avenida, se mantuvieron en su lugar. Luego, siguiendo una consigna que nadie había impartido, caminaron tras de nosotros, al paso sin compás, como para ir a clases.

El pavimento hervía, parecía un espejo que el sol iba disolviendo. "¿Será verdad? ", pensé. Una noche calurosa y desierta me lo habían contado, en esta misma avenida, y no lo creí. Pero los periódicos decían que el sol, en algunos apartados lugares, volvía locos a los hombres y a veces los mataba.

– Javier -pregunté-. ¿Tú viste que el huevo se freía solo, en la pista?

Sorprendido, movió la cabeza.

– No. Me lo contaron.

– ¿Será verdad?

– Quizás. Ahora podríamos hacer la prueba. El suelo arde, parece un brasero.

En la puerta de La Reina apareció Alberto. Su pelo rubio brillaba hermosamente: parecía de oro. Agitó su mano derecha, cordial. Tenía muy abiertos sus enormes ojos verdes y sonreía, Tendría curiosidad por saber a dónde marchaba esa multitud uniformada y silenciosa, bajo el rudo calor.

– ¿Vienes después? -me gritó.

– No puedo. Nos veremos a la noche.

– Es un imbécil -dijo Javier-. Es un borracho.

– No -afirmé-. Es mi amigo. Es un buen muchacho.

4

– Déjame hablar, Lu -le pedí, procurando ser suave. Pero ya nadie podía contenerlo. Estaba parado en la baranda, bajo las ramas del seco algarrobo: mantenía admirablemente el equilibrio y su piel y su rostro recordaban un lagarto.

¡No! -dijo agresivamente-. Voy a hablar yo.

Hice una seña a Javier. Nos acercamos a Lu y apresamos sus piernas. Pero logró tomarse a tiempo del árbol y zafar su pierna derecha de mis brazos; rechazado por un fuerte puntapié en el hombro tres pasos atrás, vi a Javier enlazar velozmente a Lu de las rodillas, y alzar su rostro y desafiarlo con sus ojos que hería el sol salvajemente.

– ¡No le pegues! -grité. Se contuvo, temblando, mientras Lu comenzaba a chillar:

– ¿Saben ustedes lo que nos dijo el director? Nos insultó, nos trató como a bestias. No le da su gana de poner los horarios porque quiere fregarnos. Jalar a todo el colegio y no le importa. Es un…

Ocupábamos el mismo lugar que antes y las torcidas filas de muchachos comenzaban a cimbrearse. Casí toda la Media continuaba presente. Con el calor y cada palabra de Lu crecía la indignación de los alumnos. Se enardecían.

– Sabemos que nos odia. No nos entendemos con él. Desde que llegó, el colegio no es un colegio. Insulta, pega. Encima quiere jalarnos en los exámenes.

Una voz aguda y anónima lo interrumpió:

– ¿A quién le ha pegado?

Lu dudó un instante. Estalló de nuevo:

– ¿A quién? -desafió ¡Arévalo, que te vean todos la espalda!

Entre murmullos, surgió Arévalo del centro de la masa. Estaba pálido. Era un coyote. Llegó hasta Lu y descubrió su pecho y espalda. Sobre sus costillas, aparecía una gruesa franja roja.

– ¡Esto es Ferrufino! -La mano de Lu mostraba la marca mientras sus ojos escrutaban los rostros atónitos de los más inmediatos. Tumultuosamente, el mar humano se estrechó en torno a nosotros; todos pugnaban por acercarse a Arévalo y nadie oía a Lu, ni a Javier y Raygada que pedían calma, ni a mí, que gritaba: "¡es mentira! no le hagan caso ¡es mentira!". La marea me alejo de la baranda y de Lu. Estaba ahogado. Logré abrirme camino hasta salir del tumulto. Desanudé mi corbata y tomé aire con la boca abierta y los brazos en alto, lentamente, hasta sentir que mi corazón recuperaba su ritmo.

Raygada estaba junto a mí. Indignado, me preguntó:

– ¿Cuándo fue lo de Ar‚valo?

– Nunca.

– ¿Cómo?

Hasta él, siempre sereno, había sido conquistado. Las aletas de su nariz palpitaban vivamente y tenía apretados los puños.

– Nada -dije-, no sé cuándo fue.

Lu esperó que decayera un poco la excitación. Luego, levantando su voz sobre las protestas dispersas:

– ¿Ferrufino nos va a ganar? -preguntó a gritos; su puño colérico amenazaba a los alumnos-. ¿Nos va a ganar? ¡Respóndanme!

– ¡No! -prorrumpieron quinientos o más-. ¡No! ¡No!

Estremecido por el esfuerzo que le imponían sus chillidos, Lu se balanceaba victorioso sobre la baranda.

– Que nadie entre al colegio hasta que aparezcan los horarios de exámenes. Es justo. Tenemos derecho. Y tampoco dejaremos entrar a la Primaria.

Su voz agresiva se perdió entre los gritos. Frente a mí, en la masa erizada de brazos que agitaban jubilosamente centenares de boinas a lo alto, no distinguí uno solo que permaneciera indiferente o adverso.

– ¿Qué hacemos?

Javier quería demostrar tranquilidad. Pero sus pupilas brillaban.

– Está bien -dije-. Lu tiene razón. Vamos a ayudarlo.

Corrí hacía la baranda y trepé.

– Adviertan a los de Primaria que no hay clases a la tarde -dije-. Pueden irse ahora. Quédense los de quinto y los de cuarto para rodear el colegio.

– Y también los coyotes -concluyó Lu, feliz.

5

– Tengo hambre -dijo Javier.

El calor había atenuado. En el único banco útil de la Plaza Merino recibíamos los rayos de sol, filtrados fácilmente a través de unas cuantas gasas que habían aparecido en el cielo, pero casí ninguno transpiraba.

León se frotaba las manos y sonreía: estaba inquieto.

– No tiembles -dijo Amaya-. Estás grandazo para tenerle miedo a Ferrufino.

– ¡Cuidado! -La cara de mono de León había enrojecido y su mentón sobresalía-. ¡Cuidado, Amaya! -Estaba de pie.

– No peleen -dijo Raygada tranquilamente-. Nadie tiene miedo. Sería un imbécil.

– Demos una vuelta por atrás -propuse a Javier.

Contorneamos el colegio, caminando por el centro de la calle. Las altas ventanas estaban entreabiertas y no se veía a nadie tras ellas, ni se escuchaba ruido alguno.

– Están almorzando -dijo Javier.

– Sí. Claro.

En la vereda opuesta, se alzaba la puerta principal del Salesiano. Los medios internos estaban apostados en el techo, observándonos. Sin duda, habían sido informados.

– ¡Qué muchachos valientes! -se burló alguien.

Javier los insultó. Respondió una lluvia de amenazas. Algunos escupieron, pero sin acertar. Hubo risas. "Se mueren de envidia", murmuró Javier.

En la esquina vimos a Lu. Estaba sentado en la vereda, solo, y miraba distraídamente la pista. Nos vio y caminó hacía nosotros. Parecía contento.

– Vinieron dos churres de primero -dijo-. Los mandamos a jugar al río.

– ¿Sí? -dijo Javier-. Espera media hora y verás. Se va a armar el gran escándalo.

Lu y los coyotes custodiaban la puerta trasera del colegio. Estaban repartidos entre las esquinas de las calles Lima y Arequipa. Cuando llegamos al umbral del callejón, conversaban en grupo y reían. Todos llevaban palos y piedras.

– Así no -dije-. Si les pegan, los churres van a querer entrar de todos modos.

Lu rió.

– Ya verán. Por esta puerta no entra nadie.

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