Su prima no para de hablar.
– Poquito después, mataron a Trujillo y vinieron las calamidades. ¿Sabes que los caliés entraron al colegio? Golpearon a las sísters, a sister Helen Claire le llenaron la cara de moretones y arañazos, y mataron a Badulaque, el pastor alemán. Por poco no nos queman la casa también a nosotros por el parentesco con tu papá. Decían que el tío Agustín te mandó a Estados Unidos adivinando lo que iba a ocurrir.
– Bueno, también, él quiso alejarme de aquí -la interrumpe Urania-. Aunque había caído en desgracia, sabía que los antitrujillistas le tomarían cuentas.
– También eso lo entiendo -musita Lucinda-. Pero no, que no quisieras saber más de nosotros.
– Como siempre tuviste buen corazón, apuesto que no me guardas rencor -se ríe Urania-. ¿Cierto, muchacha?
– Claro que no -asiente su prima-. Si supieras cuánto le rogué a mi papá para que me mandara a Estados Unidos. Contigo, a la Siena Heights University. Lo había convencido, creo, cuando la debacle. Todo el mundo empezó a atacarnos, a decir mentiras horribles de la familia, solo por ser mi madre hermana de un trujillista. Nadie se acordaba que al final Trujillo trató a tu papá como a un perro. Tuviste suerte de no estar aquí en esos meses, Uranita. Vivíamos muertos de miedo. No sé cómo se libró el tío Agustín de que le quemaran esta casa. Pero, varias veces la apedrearon.
La interrumpe un toquecito en la puerta.
– No quería interrumpir -la enfermera señala al inválido-. Pero, ya es la hora.
Urania la mira sin entender.
– De hacer sus necesidades -le explica Lucinda, echando un vistazo a la bacinica-. Es puntualito como un reloj. Qué suerte, yo vivo con problemas de estómago, comiendo ciruelas secas. Los nervios, dicen. Bueno, vamos a la sala) entonces.
Mientras bajan la escalera, vuelve a Urania el recuerdo de aquellos meses y años de Adrian, de la severa biblioteca con vitrales, al costado de la capilla y contigua al refectorio, donde pasaba la mayor parte del tiempo, cuando no estaba en clases y seminarios. Estudiando, leyendo, borroneando cuadernos, ensayos, resumiendo libros, de esa manera metódica, intensa, reconcentrada, que tanto apreciaban en ella los maestros y que algunas compañeras admiraban, y a otras enfurecía. No era el deseo de aprender, de triunfar, lo que te confinaba en la biblioteca, sino de marearte, intoxicarte, perderte en esas materias -ciencias o letras, daba igual- para no pensar, para ahuyentar los recuerdos dominicanos.
– Pero, si estás en traje de deporte -advierte Lucinda, cuando ya están en la sala, junto a la ventana que da al jardín-. No me digas que has hecho aeróbics esta mañana.
– Fui a correr por el Malecón. Y, al regresar al hotel, los pies me trajeron hasta aqu’í, así como estoy. Desde que llegué, hace un par de días, dudaba si venir a verlo o no. Si sería una impresión muy grande para él. Pero, ni me ha reconocido.
– Te ha reconocido muy bien -su prima cruza las piernas y saca de su bolso un paquete de cigarrillos y un encendedor-. No puede hablar, pero se da cuenta de quién entra, y entiende todo. Manolita y yo venimos a verlo casi a diario. Mi mamá no puede, desde que se rompió la cadera. Si fallamos un día, al siguiente nos pone mala cara.
Se queda mirando a Urania de tal modo que ésta anticipa: «Otra sarta de reproches». ¿No te da pena que tu padre esté pasando sus últimos años abandonado, en manos de una enfermera, visitado sólo por dos sobrinas? ¿No te corresponde estar a su lado, darle cariño? ¿Crees que con pasarle una pensión has cumplido? Todo eso está en los ojos saltones de Lucinda. Pero, no se atreve a decirlo. Ofrece a Urania un cigarrillo y, al rechazarlo ésta, exclama:
– No fumas, por supuesto. Me lo imaginaba, viviendo en Estados Unidos. Hay una psicosis contra el tabaco allá. -Sí, una verdadera psicosis -reconoce Urania. En el bufete también han prohibido fumar. No me importa, nunca fumé.
– La muchacha perfecta -se ríe Lucindita-. Oye tú, mujer, en confianza ¿tuviste algún vicio, tú? ¿Alguna vez has hecho una de esas locuritas que hace todo el mundo?
– Algunas -se ríe Urania-. Pero, no se pueden contar.
Mientras conversa con su prima, examina la salita. Los muebles son los mismos, lo delata su decrepitud; el sillón tiene una pata rota y una cuña de madera lo sostiene; el forro, deshilachado, con huecos, ha perdido el color, que, recuerda Urania, era rojo pálido, rojo corcho de vino. Peor que los muebles están las paredes: manchas de humedad por doquier y en muchas partes asoman pedazos de muro. Las cortinas han desaparecido, allí están todavía la barra de madera y los anillos de que colgaban.
– Te impresiona lo pobrecita que se ve tu casa echa una bocanada de humo su prima-. La nuestra, igual, Urania. La familia se fue a pique con la muerte de Trujillo, ésa es la verdad. A mi papá lo echaron de La Tabacalera y nunca volvió a encontrar un puesto. Por ser cuñado de tu padre, sólo por eso. En fin, el tío lo pasó peor. Lo investigaron, lo acusaron de todo, le abrieron juicios. A él, que había caído en desgracia con Trujillo. No pudieron probarle nada, pero su vida se fue a pique, también. Menos mal que te va bien y puedes ayudarlo. En la familia, nadie podría. Todos andamos a tres dobles y un repique. ¡Pobre tío Agustín! Él no fue como tantos que se acomodaron. Él, por decente, se arruinó.
Urania la escucha, grave, sus ojos animan a Lucinda a seguir, pero su mente está en Michigan, en la Siena Heights University, reviviendo aquellos cuatro años de obsesivo, salvador estudio. Las únicas cartas que leía y contestaba eran las de sister Mary. Afectuosas, discretas, jamás mencionaban aquello, aunque, si sister Mary lo hubiera hecho -ella, la única persona a la que Urania se había confiado, la que tuvo la luminosa solución de sacarla de allí y mandarla a Adrian, la que conminó al senador Cabral a aceptarla no se hubiera enojado. ¿Hubiera sido un alivio desahogarse de cuando en cuando en una carta a sister Mary de ese fantasma que nunca le dio tregua?
Sister Mary le contaba del colegio, los grandes sucesos, los meses turbulentos que siguieron al asesinato de Trujillo, la partida de Ramfis y de toda la familia, los cambios de gobierno, las violencias callejeras, los desórdenes, se interesaba por sus estudios, la felicitaba por sus logros académicos.
– ¿Cómo es que nunca te casaste, chica? -Lucindita la mira desvistiéndola-. No sería falta de oportunidades. Todavía estás muy bien. Perdona, pero, ya tú sabes, las dominicanas somos curiosas.
– La verdad, no sé por qué -se encoge de hombros Urania-. Tal vez, falta de tiempo, prima. He estado siempre demasiado ocupada; primero estudiando y luego trabajando. Me he acostumbrado a vivir sola y no podría compartir mi vida con un hombre.
Se oye hablar y no se cree lo que dice. Lucinda, en cambio, no pone en duda sus palabras.
– Has hecho bien, muchacha -se entristece-. ¿De que me sirvió a mí casarme, a ver? El sinvergüenza de Pedro me abandonó con dos niñitas. Se mudó un día y más nunca me mandó un chele. He tenido que criar dos niñas haciendo las cosas más aburridas, alquilar casas, vender flores, dar clases a choferes, que son fresquísimos, no te imaginas. Como no estudié, era lo único que encontraba. Quién como tu, prima. Tienes una profesión y te ganas la vida en la capital del mundo con un trabajo interesante. Mejor que no te casaras. Pero, tendrás tus aventuras ¿no?
Urania siente fuego en las mejillas y su sonrojo hace soltar la risa a Lucinda:
– Aja, ajá, cómo te has puesto. ¡Tienes un amante! cuéntame. ¿Es rico? ¿Bien parecido? ¿Gringo o latino?
– Un caballero con las sienes plateadas, muy distinguido -inventa Urania-. Casado y con hijos. Nos vemos los fines de semana, si no estoy de viaje. Una relación agradable y sin compromiso.
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