Era la primera vez que lo veía.
– Se necesitan cojones para escribir esta carta -el jefe del Estado la hacía bailotear en su mano-. Has demostrado que los tienes, haciéndome la guerra casi tres años. Por eso, quería verte la cara. ¿Es verdad lo de tu buena puntería? Tendríamos que medirnos alguna vez, a ver si es mejor que la mía.
Veintiocho años después, Antonio recordaba aquella vocecita chillona, esa inesperada cordialidad, atenuada por un matiz de ironía. Y la penetración de aquellos ojos cuya mirada -él, tan soberbio- no pudo resistir.
– La guerra ha terminado. He acabado con todos los caudillismos regionales, incluido el de los De la Maza. Basta de balas. Hay que reconstruir el país, que se cae a pedazos. Necesito a mi lado a los mejores. Eres impulsivo y sabes pelear ¿no? Bien. Ven a trabajar a mi lado. Tendrás ocasión de pegar tiros. Te ofrezco un puesto de confianza, entre los ayudantes militares encargados de mi custodia. Así, si un día te decepciono, podrás pegarme un tiro.
– Pero, yo no soy militar -balbuceó el joven De la Maza.
– LO eres, desde este instante -dijo Trujillo-. Teniente Antonio de la Maza.
Fue su primera concesión, su primera derrota, en manos de ese maestro manipulador de ingenuos, bobos y pendejos, de ese astuto aprovechador de la vanidad, la codicia y la estupidez de los hombres. ¿Cuántos años tuvo a Trujillo a menos de un metro de distancia? Como lo había tenido Amadito también, estos últimos dos años. De cuánta tragedia hubieras librado a este país, a la familia De la Maza, si hubieras hecho entonces lo que ibas a hacer ahora. Tavito estaría vivo, seguramente.
Oía, a sus espaldas, a Amadito y al Turco, en pleno diálogo; de tanto en tanto, Imbert se metía en la conversación. No debía sorprenderles que Antonio permaneciera callado; siempre fue de pocas palabras, aunque su laconismo se había acentuado hasta llegar a la mudez desde la muerte de Tavito, cataclismo que lo afectó de manera que él sabía irreversible, convirtiéndolo en el hombre de una idea fija: matar al Chivo.
– Juan Tomás debe estar con los nervios peor que nosotros -oyó decir al Turco-. Nada más espantoso que esperar. Pero ¿viene o no viene?
– En cualquier momento -imploró el teniente García Guerrero-. Créeme, coño.
Sí, el general Juan Tomás Díaz debía de estar en estos momentos en su casa de Gazcue comiéndose las uñas, preguntándose si por fin había ocurrido aquello que Antonio y él habían soñado, acariciado, fraguado, mantenido vivo y en se creto desde hacía, precisamente, cuatro años y cuatro meses. Es decir, desde el día en que, luego de esa maldita entrevista con Trujillo, con el cadáver recién enterrado de Tavito, Antonio saltó a su automóvil y, a 120 kilómetros por hora, fue a buscar a Juan Tomás a su finca de La Vega.
– Por los veinte años de amistad que nos unen, ayúdame. ¡Tengo que matarlo! ¡Tengo que vengar a Tavito, Juan Tomás!
El general le tapó la boca con la mano. Echó una mirada alrededor, indicándole con un gesto que podía oírlos la servidumbre. Lo llevó detrás de los establos, donde solían hacer tiro al blanco.
– Lo haremos juntos, Antonio. Para vengar a Tavito y a tantos dominicanos de la vergüenza que llevamos dentro.
Antonio y Juan Tomás eran íntimos desde la época en que De la Maza era ayudante militar del Benefactor. Lo único bueno que recordaba de esos dos años en que, como teniente, como capitán, convivió con el Generalísimo, acompañándolo en sus giras por el interior, en sus salidas de la Casa de Gobierno, al Congreso, al Hipódromo, a recepciones y espectáculos, a mítines políticos y aventuras galantes, a visitas y conciliábulos con socios, aliados y compinches, a reuniones públicas, privadas o ultrasecretas. Sin llegar a volverse un trujillista acérrimo, como lo era entonces Juan Tomás Díaz, Antonio, aquellos años, pese a guardar secretamente algo del rencor de todos los horacistas hacia quien había acabado con la carrera política del Presidente Horacio Vázquez, no pudo sustraerse al magnetismo que irradiaba ese hombre incansable, que podía trabajar veinte horas seguidas, y, luego de dos o tres horas de sueño, comenzar el nuevo día al amanecer, fresco como un adolescente. Ese hombre que, según la mitología popular, no sudaba, no dormía, nunca tenía una arruga en el uniforme, el chaqué o el traje de calle, y que, en esos años en que Antonio formaba parte de su guardia de hierro, había, en efecto, transformado este país. Por las carreteras, puentes e industrias que construyó, sí, pero, también, porque fue acumulando en todos los dominios -político, militar, institucional, social, económico- un poder tan desmedido que todos los dictadores que la República Dominicana había padecido en su historia republicana, incluido Ulises Heureaux, Lilis, que antes parecía tan despiadado, resultaban unos pigmeos comparados con él.
Ese respeto y hechizo, en el caso de Antonio, no se trocó nunca en admiración, ni en el amor servil, abyecto, que profesaban a su líder otros trujillistas. Incluso Juan Tomás, quien desde 1957 había explorado con él todas las formas posibles de librar a la República Dominicana de esa figura que la succionaba y aplastaba, fue en los años cuarenta seguidor fanático del Benefactor, capaz de cometer cualquier crimen por el hombre al que creía el salvador de la Patria, el estadista que devolvió a manos dominicanas las aduanas antes administradas por los yanquis, que resolvió el problema de la deuda externa con Estados Unidos, ganándose el nombramiento, por el Congreso, de Restaurador de la Independencia Financiera, que creó unas Fuerzas Armadas modernas y profesionales, las mejor equipadas en todo el Caribe. En esos años, Antonio no se hubiera atrevido a hablar mal de Trujillo a Juan Tomás Díaz. Éste escaló posiciones en el Ejército hasta convertirse en un general de tres estrellas y obtener la comandancia de la Región Militar de La Vega, donde lo sorprendió la invasión del 14 de junio de 1959, el principio de su caída en desgracia. Cuando esto ocurrió, Juan Tomás ya no se hacía ilusiones sobre el régimen. En la intimidad, cuando estaba seguro de que nadie lo oía, durante las cacerías por los cerros, en Moca o La Vega, en los almuerzos familiares de los domingos, confesaba a Antonio que todo lo avergonzaba, los asesinatos, las desapariciones, las torturas, la precariedad de la vida, la corrupción y la entrega de cuerpos, almas y conciencias de millones de dominicanos a un solo hombre.
Antonio de la Maza no había sido nunca un trujillista de corazón. Ni cuando era ayudante militar, ni desPues, cuando, luego de pedir a éste autorización para dejar la carrera, trabajó para él en lo civil, administrando los aserraderos de la familia Trujillo en Restauración. Apretó los dientes, asqueado: nunca había podido dejar de trabajar para el Jefe. Como militar o como civil, hacía veintitantos años que contribuía a la fortuna y el poderío del Benefactor y Padre de la Patria Nueva. Era el gran fracaso de su vida. Nunca supo librarse de las trampas que Trujillo le tendió. Odiándolo con todas sus fuerzas, había seguido sirviéndolo, aun después de la muerte de Tavito. Por eso, el insulto del Turco: «Yo no vendería a mi hermano por cuatro cheles». Él no había vendido a Tavito. Disimuló, tragándose la bilis. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Dejarse matar por los caliés de Johnny Abbes, para morir con la conciencia tranquila? No era una conciencia tranquila lo que Antonio quería. Sino vengarse y vengar a Tavito. Para conseguirlo, tragó toda la mierda del mundo estos cuatro años, hasta el extremo de oírle decir a uno de sus amigos más queridos esa frase que, estaba seguro, muchísimas personas repetían a sus espaldas.
Él no había vendido a Tavito. Ese hermano menor era un entrañable amigo. Con su ingenuidad, con su inocencia de muchachón, Tavito, a diferencia de Antonio, sí fue un trujillista convencido, uno de ésos que pensaba en el jefe como en un ser superior. Discutieron muchas veces, porque a Antonio le irritaba que su hermano menor repitiera, como un estribillo, que Trujillo era un don del cielo para la República. Bueno, verdad, a Tavito el Generalísimo le hizo favores. Gracias a una orden suya fue admitido en la Aviación y aprendió a volar -su sueño desde niño-, y, luego, lo contrataron como piloto de Dominicana de Aviación, lo que le permitía viajar con frecuencia a Miami, algo que a su hermano menor le encantaba, pues allí se tiraba rubias. Antes, Tavito estuvo en Londres, de agregado militar. Allí, en una pelea de tragos, mató de un balazo al cónsul dominicano, Luis Bernardino. Trujillo lo salvó de la cárcel, reclamando para él la inmunidad diplomática y ordenando al tribunal de Ciudad Trujillo que lo juzgó que lo absolviera. Sí, Tavito tenía sus razones para sentirse agradecido a Trujillo y, como se lo dijo a Antonio, estar «dispuesto a dar mi vida por el jefe y a hacer cualquier cosa que me ordene». Frase profética, coño.
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