Desde 1958, en que decidió promoverlo al cargo que tenía, el Benefactor despachaba a diario con el coronel, en esta oficina, en la Casa de Caoba, o en el lugar en que Trujillo se hallara, siempre a esta hora. Como el Generalísimo, Johnny Abbes jamás tomaba vacaciones. Trujillo oyó hablar de él, por primera vez, al general Espaillat. El anterior jefe del Servicio de Inteligencia lo había sorprendido con una información precisa y pormenorizada sobre los exiliados dominicanos en México: qué hacían, qué tramaban, dónde vivían, dónde se reunían, quiénes los ayudaban, qué diplomáticos visitaban.
– ¿Cuánta gente tiene metida en México, para estar tan informado sobre esos granujas?
– Toda la información viene de una sola persona, Excelencia -Navajita hizo un gesto de satisfacción profesional-. Muy joven. Johnny Abbes García. Tal vez haya conocido a su padre, un gringo medio alemán que vino a trabajar en la compañía eléctrica y se casó con una dominicana. El muchacho era periodista deportivo y medio poeta. Empecé a utilizarlo como informante sobre la gente de radio y prensa, y en la tertulia de la Farmacia Gómez, a la que van muchos intelectuales. Lo hizo tan bien que lo mandé a México, con una falsa beca. Y, ya ve, se ganó la confianza de todo el exilio. Se lleva bien con perros y gatos. No sé cómo lo hace, Excelencia, pero en México hasta terminó metido con Lombardo Toledano, el líder sindical izquierdista. La fea con la que se casó era secretaria de ese comunistón, figúrese.
¡Pobre Navajita! Hablando con ese entusiasmo, empezaba a perder la jefatura de ese Servicio de Inteligencia para el que lo habían preparado en West Point.
– Tráigalo, dele un puesto donde yo pueda observarlo -ordenó Trujillo.
Así había aparecido por los pasillos del Palacio Nacional esa figura desmayada, cariacontecida, de ojitos en perpetua agitación. Ocupó un cargo ínfimo en la oficina de información. Trujillo, a la distancia, lo estudiaba. Desde muy joven, en San Cristóbal, seguía esas intuiciones que, luego de una simple ojeada, una corta charla o una mera referencia, le daban la certeza de que esa persona podía servirle. Así eligió a buen número de colaboradores y no le había ido mal. Johnny Abbes Garc’ía trabajó varias semanas en un oscuro despacho, bajo la dirección del poeta Ramón Emilio jiménez, con Dipp Velarde Font, Querol y Grimaldi, escribiendo supuestas cartas de lectores a El Foro Público del diario El Caribe. Antes de ponerlo a prueba esperó, sin saber qué, alguna indicación del azar. La señal vino de la manera más inesperada, el día que sorprendió en un pasillo de Palacio a Johnny Abbes conversando con uno de sus secretarios de Estado. ¿De qué podía hablar el pulcro, beato y austero Joaquín Balaguer con el informante de Navajita?
– De nada especial, Excelencia -explicó Balaguer, a la hora del despacho ministerial-. No conocía a ese joven. Al verlo tan concentrado en la lectura, pues leía mientras iba andando, me picó la curiosidad. Usted sabe, mi gran afici'ón son los libros. Me llevé una sorpresa. No debe estar en sus cabales. ¿Sabe qué lo divertía tanto? Un libro de torturas chinas, con fotos de decapitados y despellejados.
Esa noche lo mandó llamar. Abbes parecía tan abrumado -de alegría, miedo o ambas cosas- por el inesperado honor que apenas le salían las palabras al saludar al Benefactor.
– Hizo un buen trabajo en México -le dijo éste, con la vocecita aflautada y cortante que, igual que su mirada, ejercía también un efecto paralizante sobre sus interlocutores-. Espaillat me informó. Pienso que puede asumir tareas más serias. ¿Está dispuesto?
– Cualquier cosa que mande Su Excelencia -estaba quieto, con los pies juntos, como un escolar ante el maestro.
– ¿Conoció a José Almoina, allá en México? Un gallego que vino aquí con los españoles republicanos exiliados.
– Si, Excelencia. Bueno, a él sólo de vista. Pero sí a muchos del grupo con el que se reúne, en el Café Comercio. Los «españoles dominicanos», se llaman ellos mismos.
– Ese sujeto publicó un libro contra mí, Una satrapía en el Caribe, pagado por el gobierno guatemalteco. Lo firmó con el seudónimo de Gregorio Bustamante. Después, para despistar, tuvo el desparpajo de publicar otro libro, en Argentina, éste sí con su nombre, Yo fui secretario de Trujillo, poniéndome por las nubes. Como han pasado varios años, se siente a salvo allá en México. Cree que me olvidé que difamó a mi familia y al régimen que le dio de comer. Esas culpas no prescriben. ¿Quiere encargarse?
– Sería un gran honor, Excelencia -respondió Abbes García de inmediato, con una seguridad que no había mostrado hasta ese momento.
Tiempo después, el ex secretario del Generalísimo, preceptor de Ramfis y escribidor de doña María Martínez, la Prestante Dama, moría en la capital mexicana acribillado a balazos. Hubo la chillería de rigor entre los exiliados y la prensa, pero nadie pudo probar, como decían aquéllos, que el asesinato había sido manufacturado por «la larga mano de Trujillo». Una operación rápida, impecable, y que apenas costó mil quinientos dólares, según la factura que Johnny Abbes García pasó, a su regreso de México. El Benefactor lo incorporó al Ejército con el grado de coronel.
La desaparición de José Almoina fue apenas una, en la larga secuencia de brillantísimas operaciones realizadas por el coronel, que mataron o dejaron lisiados o malheridos a docenas de exiliados, entre los más vociferantes, en Cuba, México, Guatemala, New York, Costa Rica y Venezuela. Trabajos relámpago y limpios, que impresionaron al Benefactor. Cada uno de ellos una pequeña obra maestra por la destreza y el sigilo, un trabajo de relojería. La mayor parte de las veces, además de acabar con el enemigo, Abbes García se las arregló para arruinarles la reputación. El sindicalista Roberto Lamada, refugiado en La Habana, murió a consecuencia de una paliza que recibió en un prostíbulo del Barrio Chino, a manos de unos rufianes que lo acusaron ante la policía de haber intentado acuchillar a una prostituta que se negó a someterse a las perversiones sadomasoquistas que el exiliado le exigía; la mujer, una mulata teñida de pelirroja, apareció en Carteles y Bohemia, llorosa, mostrando las heridas que le infligió el degenerado. El abogado Bayardo Cipriota pereció en Caracas en una reyerta de maricas: lo encontraron apuñalado en un hotel de mala muerte, con calzón y sostén de mujer, y la boca con rouge. El dictamen forense determinó que tenía esperma en el recto. ¿Cómo se las ingeniaba el coronel Abbes para trabar contacto, tan rápido, en ciudades que apenas conocía, con esas alimañas de los bajos fondos, pistoleros, matones, traficantes, cuchilleros, prostitutas, cafiches, ladronzuelos, que siempre intervenían en esas operaciones de página roja, que hacían las delicias de la prensa sensacionalista, en las que se veían enredados los enemigos del régimen? ¿Cómo logró montar por casi toda América Latina y Estados Unidos una red tan eficiente de informantes y hombres de mano gastando tan poco dinero? El tiempo de Trujillo era demasiado precioso para perderlo averiguando los pormenores. Pero, a la distancia, admiraba, como un buen conocedor una preciosa joya, la sutileza y originalidad con que Johnny Abbes García libraba al régimen de sus enemigos. Ni los grupos de exiliados, ni los gobiernos adversarios, pudieron establecer vínculo alguno entre estos accidentes y hechos horrendos y el Generalísimo. Una de las más perfectas realizaciones fue la de Ramón Marrero Aristy, el autor de Over, la novela sobre los cañeros de La Romana conocida en toda América Latina. Antiguo director de La Nación, diario frenéticamente trujillista, Marrero fue secretario de Trabajo, en 1956, y en 1959 lo era por segunda vez, cuando empezó a pasar informes al periodista Tad Szulc, para que enlodara al régimen en sus artículos de The New York Times. Al verse descubierto, mandó cartas de rectificación al periódico gringo. Y vino con el rabo entre las piernas al despacho de Trujillo, a arrastrarse, a llorar, a pedir perdón, a jurar que nunca había traicionado ni traicionaría. El Benefactor lo escuchó sin abrir la boca y luego, fríamente, lo abofeteó. Marrero, que sudaba, intentó sacar un pañuelo, y el jefe de los ayudantes militares, coronel Guarionex Estrella Sadhalá, lo mató de un balazo en el mismo despacho. Encargado Abbes García de rematar la operación, menos de una hora después un coche se deslizaba -delante de testigos- por un precipicio en la cordillera Central, cuando viajaba rumbo a Constanza; Marrero Aristy y su chofer quedaron irreconocibles con el impacto. ¿No era obvio que el coronel Johnny Abbes García debía reemplazar a Navajita a la cabeza del Servicio de Inteligencia? Si él hubiera estado al frente de ese organismo cuando el secuestro de Galíndez en New York, que dirigió Espaillat, probablemente no hubiera estallado aquel escándalo que tanto daño hizo a la imagen internacional del régimen.
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