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Ismail Kadaré: Crónica de la ciudad de piedra

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Ismail Kadaré Crónica de la ciudad de piedra

Crónica de la ciudad de piedra: краткое содержание, описание и аннотация

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Era una ciudad sorprendente que, como un ser prehistórico, parecía haber surgido bruscamente en el valle en una noche de invierno para escalar penosamente la falda de la montaña. Todo en ella era viejo y pétreo, desde las calles y las fuentes hasta los tejados de sus soberbias casas seculares, cubiertos de losas de piedra gris semejantes a escamas gigantescas. Resultaba difícil creer que bajo aquella formidable coraza subsistiera y se renovara la carne tierna de la vida. No resultaba fácil ser niño en esta ciudad. Y tampoco en esos tiempos, vísperas de la Segunda guerra mundial. La novela autobiográfica del reconocido autor albanés está contada desde la perspectiva de un niño cuya voz nos desvela un mundo fuera de la historia, en el que supersticiones y acontecimientos se encabalgan y entremezclan hasta darle a estas memorias de infancia un carácter de onírica reflexión.

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FRAGMENTO DE CRÓNICA

…nos encontramos nuevamente, esta vez en Nuremberg. Acaban de anunciar la alegre noticia de que pronto visitará nuestro país el gran amigo de Albania, Ettore Mutti [1], secretario del partido fascista, y nuestra ciudad se apresta a recibirlo. Tribunales. Audiencia. Propiedad. El cadáver de un vecino de nuestra ciudad, L. Xuano, ha sido encontrado en el río. Asesinado cuando se disponía a testificar en el pleito de los Angoni contra los Karllashe. Este viejo litigio, que se prolonga desde hace sesenta años, ha ocasionado incontables desgracias a la región. Se ha descubierto que Ahmet Zog, el sátrapa esquilmador del pueblo de Albania, había adquirido en Viena un palacio valorado en ciento ochenta mil leke s para su amante, Misi. El hombre más gordo de la ciudad es actualmente Aqif Kaxahu; pesa ciento cincuenta kilos. Son expulsados del liceo varios elementos perturbadores. Todos aquellos ciudadanos que posean aún armas sin licencia deben presentarse en la comandancia. Último plazo, día 17 del mes corriente. El comandante de la plaza, Bruno Arcivocale. Nuestro conciudadano, Bido Sherif, regresó ayer de Tirana, donde había permanecido por espacio de diez días. Nacimientos. Matrimonios. Defunciones. A. Dhrami y Z. Bashar han tenido un varón. Contrajeron matrimonio N. Fico y E. Karafil, F. Dobiy Dh. Xarba. Defunciones. Z. Babameto.

III

Sucedieron varias cosas en la ciudad que en principio parecían desvinculadas entre sí. Se había visto a una mujer con velo removiendo algo en la encrucijada del camino de la fortaleza. Después, la mujer había salpicado el lugar y se había marchado corriendo, haciendo perder su rastro a quienes la siguieron. Una desconocida había sido vista bajo la ventana de la casa de Nazo, donde su joven nuera se cortaba las uñas. La vieja había recogido del suelo las uñas una por una y se había marchado, riendo. Bido Sherif se había levantado repentinamente durante la noche, había gritado dos o tres veces como un urogallo, tras lo cual había vuelto a dormirse. Por la mañana no recordaba nada. Dos días más tarde, doña Pino había encontrado ceniza húmeda esparcida en su patio. Pero después de lo sucedido a la mujer de Mane Voco todo se esclareció y nadie pudo ya sostener que aquellos hechos estuvieran desvinculados entre sí, tal como parecía al comienzo. Un día, cerca del mediodía, una gitana había llamado a la puerta de Mane Voco y había pedido un vaso de agua. El ama de la casa se lo dio, pero la desconocida sólo lo bebió a medias. Cuando la mujer de Mane Voco extendió la mano para recoger el vaso, la desconocida le reprochó violentamente el haberle servido el agua en un vaso sucio y le arrojó el resto del líquido a la cara. La pobre mujer palideció de terror. La desconocida desapareció en un abrir y cerrar de ojos. La mujer de Mane Voco se apresuró a poner el caldero al fuego, se lavó de pies a cabeza y quemó sus ropas.

Todo estaba ya claro. La brujería había irrumpido en la ciudad. Manos invisibles colocaban objetos maléficos por doquier, en los umbrales de las puertas, tras los muros, bajo los aleros, envueltos en papel o en sórdidos trapos viejos que helaban la sangre. Se decía que habían embrujado la casa de los Cute, sembrando el odio entre hermanos y provocando incesantes disputas. También había sido víctima de un hechizo Dino Chicho, la única persona en nuestra ciudad dedicada a los inventos y a quien ahora, a causa de la brujería, le salían mal todos los cálculos. Además de todo eso, el reciente comportamiento de algunas muchachas sólo podía encontrar explicación en las prácticas mágicas.

En nuestra casa se esperaba la llegada de Xexo. Y llegó como lo hacía siempre, jadeando y dejando oír su voz nasal aún antes de haber abierto la puerta.

– ¿Te has enterado, desdichada? -dijo desde la escalera-. A la nuera de Babaramo se le ha secado la leche.

– ¡Ay, cambia de tema! -dijo mamá palideciendo.

– No os imagináis lo que han llegado a hacer allí, madre mía, lo que han llegado a hacer. Buscando hechizos por todos los rincones. Sacando los cajones y dando vuelta a las esteras. Han puesto la casa patas arriba buscándolos.

– ¿Y los han encontrado?

– Claro que los han encontrado. Justo en la cuna del pequeño, una bola de uñas y pelos de muerto. La que se armó allí, la que se armó. Unos llantos y unos alaridos y una hecatombe imposibles de contar, hasta que llegó el hijo mayor y avisó a la gendarmería.

– ¡Brujas! -dijo mamá-. ¿Cómo no consiguen dar con esas brujas?

– Y en vuestra casa, ¿ha pasado algo? -preguntó Xexo.

– No -dijo la abuela-. Hasta ahora no.

– Menos mal.

– Brujas -repetía mamá constantemente.

– ¿Se ha resuelto lo del hijo de Nazo? -siguió preguntando Xexo.

– No -dijo la abuela-, han llamado dos veces al muecín, pero aún no hay nada. Tampoco dejaron rincón sin mirar en busca del hechizo, pero no consiguieron encontrarlo.

– ¡Qué lástima! -dijo Xexo-. ¡Un gran muchacho!

Yo conocía el caso de Maksut, el hijo de Nazo. Llevaba ya bastante tiempo casado y ahora corría el rumor de que estaba embrujado. Ilir lo había oído en su casa y nos lo había contado a todos. Sentíamos una curiosidad enorme por saber lo que sucedía en aquella casa después del hechizo. A menudo nos pasábamos horas enteras junto a su portón pero, al parecer, allí no ocurría nada extraordinario. Las ventanas estaban tan tranquilas como antes. Nazo y su nuera tendían la ropa en la cuerda del patio y el gato gris se calentaba al sol sobre el antepecho.

– ¿Qué demonios de hechizo es ése? -nos decíamos unos a otros-. No hay discusiones ni peleas.

Un día le pregunté a la abuela.

– Abuela, ¿qué le han hecho al hijo de Nazo para embrujarlo?

– ¿Qué sabes tú de eso? -me respondió.

– Lo sé. Me lo han contado mis amigos.

– Escucha -siguió-, estas cosas son indecentes y no tenéis por qué saberlas los niños, ¿te enteras?

Se lo conté a mis amigos y ellos se sorprendieron aún más.

Al atardecer, cuando el muecín cantaba su plegaria desde la mezquita y los nidos de las cigüeñas parecían turbantes negros abandonados sobre la cúspide de la chimeneas y de los minaretes, nosotros dábamos vueltas en torno a la casa de Nazo, intentando ver a la joven esposa. Salía al umbral y se sentaba en uno de los bancos de piedra que flanqueaban la puerta, junto a su suegra. Sus dedos jugaban con su gruesa trenza y, de vez en cuando, en sus ojos brillaba una luz sorprendente, fascinante. Nunca habíamos visto a una mujer tan hermosa en nuestro barrio. Entre nosotros la llamábamos «la bella esposa» y nos gustaba que ella nos mirara mientras correteábamos frente al gran portón de Nazo, persiguiendo las luciérnagas a la caída del crepúsculo. Nos observaba pensativa con sus grandes y hermosos ojos grises y parecía que sus pensamientos estuvieran en algún otro lugar. Después llegaba Maksut, procedente del mercado o del café, con su pan bajo el brazo, y nuera y suegra se levantaban del banco en silencio y se metían dentro, mientras él cerraba la pesada puerta, que crujía lastimeramente.

Allí, tras el umbral de piedra, debía de comenzar el hechizo. Sentíamos lástima de aquella joven hermosa que todas las tardes se encerraba tras la puerta aborrecible. Entonces el camino nos parecía despoblado y el deseo de jugar se extinguía de pronto. En la ventana, veíamos a Nazo encender la lámpara de petróleo, cuya luz amarillenta y turbia era capaz de entristecer a cualquiera.

– Así es, querida Selfixe -dijo Xexo-. Tenemos nosotros la culpa de todo. Se está excediendo este pueblo, se está excediendo. Dicen que dentro de unos días se van a reunir todos los hombres y las mujeres de la ciudad y van a salir por las calles con banderas y con música, gritando y cantando «¡Viva la mierda!» ¿Se ha visto alguna vez calamidad semejante?

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