Ismail Kadaré - Crónica de la ciudad de piedra

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Era una ciudad sorprendente que, como un ser prehistórico, parecía haber surgido bruscamente en el valle en una noche de invierno para escalar penosamente la falda de la montaña. Todo en ella era viejo y pétreo, desde las calles y las fuentes hasta los tejados de sus soberbias casas seculares, cubiertos de losas de piedra gris semejantes a escamas gigantescas. Resultaba difícil creer que bajo aquella formidable coraza subsistiera y se renovara la carne tierna de la vida. No resultaba fácil ser niño en esta ciudad. Y tampoco en esos tiempos, vísperas de la Segunda guerra mundial. La novela autobiográfica del reconocido autor albanés está contada desde la perspectiva de un niño cuya voz nos desvela un mundo fuera de la historia, en el que supersticiones y acontecimientos se encabalgan y entremezclan hasta darle a estas memorias de infancia un carácter de onírica reflexión.

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Durante la noche, alguien echó una manta sobre los hombros del hombre de bronce. A partir de entonces la ciudad se enamoró de su estatua.

Ésta era la estatua sobre la que había disparado el sargento griego. La gente corría al centro para ver el orificio abierto por la bala. Algunos, con la mirada perdida, parecían cojear.

Y en verdad algunos cojeaban, como si la bala hubiese dañado sus propios muslos. La plaza estaba alarmada. Katantzakis la atravesó secundado por sus guardias. Entró en el edificio del ayuntamiento, donde estaba alojado el mando griego.

Una hora después, en el lugar habitual de los carteles apareció un enorme papel donde se leía, en albanés y en griego, la orden de arresto y encarcelamiento del sargento que había disparado contra la estatua, firmada por Katantzakis.

Por la tarde vino Xexo.

– ¡Pobres de nosotras, qué cosas hemos de pasar! -dijo nada más entrar-. Dicen que ha llegado Vasiliki.

– ¿Vasiliki? -dijo mamá con terror.

Papá vino de la otra habitación.

– ¿Qué has dicho, Xexo, que ha venido Vasiliki?

– Así es, ha venido.

– Ahora sí que estamos perdidos -suspiró mamá.

Se hizo el silencio. Se escuchaba la respiración ronca de Xexo.

– ¿Por qué no me habré muerto el invierno pasado? -dijo la abuela-. Ahora estaría bajo tierra…

– ¡Qué castigos nos manda el destino! -dijo Xexo.

– Cualquier cosa podía yo esperar en esta vida, pero volver a ver a Vasiliki, ni siquiera podía imaginármelo -continuó diciendo la abuela. Su voz tenía ahora un acento de terrible resignación.

Papá chasqueaba nerviosamente sus largos dedos.

– Dicen que se ha vuelto aún más brutal -dijo Xexo-. Va a hacer barbaridades.

– ¡Pobres de nosotros! -exclamó mamá.

– ¿Y dónde está? ¿Cuándo va a salir? -preguntó papá.

– La han encerrado en casa de Paxá Kaur y esperan a que llegue el día de sacarla.

Llamaron a la puerta y llegaron por turno la mujer de Bido Sherif, doña Pino, la nuera de Nazo (¡qué hermosa estaba entre aquel espanto!) y la mujer de Mane Voco, con Ilir de la mano.

– ¿Vasiliki?

– ¿De verdad, Vasiliki?

– Es la hecatombe.

Sus caras estaban más desencajadas que nunca. Sus arrugas se agitaban tanto que parecía que se fueran a caer al suelo. Ya sentía cómo tropezaba con ellas.

– Así es, querida Selfixe -siguió diciendo Xexo y cruzó los brazos sobre el pecho.

– ¡Qué augurios nos traes, querida Xexo!

– Es la hecatombe.

Algo sabía yo sobre Vasiliki. El nombre de esta mujer, que hacía más de veinte años había aterrorizado nuestra ciudad, había sido para mí como las palabras «peste», «cólera», «catástrofe», que estaban presentes en la mayoría de las maldiciones que los mayores se lanzaban unos a otros. Durante muchos años el nombre de Vasiliki había pemanecido junto a todos, pendiente de esferas desconocidas, como una amenaza permanente sobre nuestras cabezas. Y de pronto se había puesto en movimiento y venía hasta nosotros, abandonando el mundo de las palabras y adquiriendo en el transcurso de su marcha el cuerpo, los ojos, el pelo y la boca de una mujer vestida de negro.

Hacía más de veinte años que aquella mujer había llegado a nuestra ciudad junto con las tropas griegas de ocupación. Deambuló por las calles seguida por un grupo de gendarmes griegos con las pistolas y los cuchillos dispuestos. «Aquel hombre de allí tiene mala mirada, cogedlo», decía Vasiliki. Los gendarmes se abalanzaban sobre él al momento. «Ese muchacho de ahí no me gusta. No ama a Cristo, matadlo.» «Ese de allá que baja los ojos cavila algo en su cabeza. Cogedlo, hacedlo trizas. Tiradlo al río.»

Recorría las calles, entraba en los cafés, se paraba en medio de la plaza del centro. Los griegos la llamaban doncella santa. Las calles y los cafés se quedaron vacíos. Dos veces le dispararon con intención de matarla, pero las balas no la alcanzaron. Más de cien hombres y muchachos fueron masacrados por orden suya. Después se fue, junto con las columnas de soldados, allá, hacia el sur, de donde había venido.

La ciudad no había olvidado a aquella mujer. La palabra «Vasiliki», tras abandonar la realidad, penetró en el reino abstracto del idioma. «Que la mirada de Vasiliki te parta», maldecían las viejas. Vasiliki se alejaba y se alejaba. Iba alcanzando la lejanía de la peste (también la peste estuvo muy cerca un tiempo) y quizá la lejanía de la muerte. Pero de pronto había vuelto. Procedente del mundo de las palabras, regresaba veloz al mundo concreto, exasperada por la prolongada separación.

Cayó la tarde. Vasiliki estaba en la ciudad. Las ventanas de la casa de Paxá Kaur estaban tapadas con mantas. ¿Cuándo saldrá? ¿Por qué no la sacan? ¿A qué esperan?

La ciudad se despertó con Vasiliki.

A mediodía volvió Xexo.

– Las calles están vacías -dijo-. Sólo he visto a Gerg Pula que subía al mercado. ¿Os habéis enterado? Se ha vuelto a cambiar el nombre.

– ¿Cuál se ha puesto ahora? -preguntó la abuela.

– Jorgo Pulos.

– ¡Farsante!

Gerg Pula era del barrio vecino. Cuando entraron los italianos por primera vez se había hecho llamar Giorgio Pulo.

Llamaron a la puerta. Entró la mujer de Bido Sherif. Después la nuera de Nazo.

– Hemos visto entrar a Xexo. ¿Hay alguna novedad? -preguntaron.

– ¡Qué va a haber! Y que continúe así -dijo Xexo-. ¿Habéis oído lo de Bufe Hasan?

La abuela volvió la cabeza hacia mí. Yo hice como si no atendiera. Siempre que se mencionaba el nombre de Bufe Hasan, la abuela cuidaba de que yo no escuchase.

– Se ha liado con… un soldado griego.

– ¡Ah, que vergüenza!

– Su mujer está como loca. Pensó que se había librado de él cuando se fueron los italianos. Pensó que se había librado cuando se fue aquel maldito Pepe, que apestaba a brillantina a un kilómetro, y ahora va y se lía con un tal Espirópulo. ¡Un griego, queridas, un griego!

Los ojos pintados de la nuera de Nazo estaban ensimismados. La mujer de Bido Sherif se golpeaba el rostro, dejando en él señales de harina.

– Bufe Hasan ha dicho: «Lo tengo decidido; de cada ejército que entre aquí me echaré uno de sus soldados como amante. Que vienen los alemanes, elegiré un alemán; que vienen los japoneses, tendré un amante japonés».

– ¿Y Vasiliki?

Xexo resopló.

– La tienen encerrada. No se sabe a qué esperan.

Por la tarde vino Ilir.

– Isa y Javer tienen revólveres -dijo-. Los he visto con mis propios ojos.

– ¿Revólveres?

– Lo que oyes. Pero no se lo digas a nadie.

– ¿Y qué van a hacer con ellos?

– Matar a gente. Los he oído hablar por el ojo de la cerradura mientras discutían sobre a quién matar primero. Están haciendo la lista. Todavía están allí, en el cuarto de Isa. No paran de discutir.

– ¿A quién van a matar?

– Han puesto a Vasiliki la primera de la lista, si es que sale. Javer dice que el siguiente sea Gerg Pula, pero Isa está en contra.

– ¡Qué raro!

– ¿Vamos a escuchar lo que dicen?

– ¡Vamos!

– ¿Dónde vais? -dijo mamá-. No os alejéis mucho. Puede salir Vasiliki.

Isa y Javer tenían la puerta entreabierta, así que nos metimos dentro. Ya no discutían. Javer silbaba entre dientes. Parecían haberse puesto de acuerdo. Las gafas de Isa aparentaban ser mayores de lo habitual. Se volvieron los dos hacia nosotros. El reflejo de la luz sobre los cristales deslumhraba. Tenían consigo la lista de la muerte; esto se sabía en seguida.

– ¿Damos un paseo? -preguntó Ilir-. Puede salir Vasiliki.

Isa lo miraba inmóvil. Javer frunció el ceño.

– No creo que la saquen -dijo-. Su tiempo ya pasó.

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