Ismail Kadaré - Crónica de la ciudad de piedra

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Era una ciudad sorprendente que, como un ser prehistórico, parecía haber surgido bruscamente en el valle en una noche de invierno para escalar penosamente la falda de la montaña. Todo en ella era viejo y pétreo, desde las calles y las fuentes hasta los tejados de sus soberbias casas seculares, cubiertos de losas de piedra gris semejantes a escamas gigantescas. Resultaba difícil creer que bajo aquella formidable coraza subsistiera y se renovara la carne tierna de la vida. No resultaba fácil ser niño en esta ciudad. Y tampoco en esos tiempos, vísperas de la Segunda guerra mundial. La novela autobiográfica del reconocido autor albanés está contada desde la perspectiva de un niño cuya voz nos desvela un mundo fuera de la historia, en el que supersticiones y acontecimientos se encabalgan y entremezclan hasta darle a estas memorias de infancia un carácter de onírica reflexión.

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Estaba un día en casa de Ilir. Jugábamos con el globo terráqueo, haciéndolo girar con el dedo en una u otra dirección, cuando llegaron Javer e Isa. Estaban enfadados y lo maldecían todo: a los italianos, al aeropuerto, a Mussolini, de quien se decía que vendría pronto a nuestra ciudad. Esto era normal. A los italianos los maldecía todo el mundo. Hacía tiempo que sabíamos que los italianos eran malos, aunque llevaban ropas bonitas y toda suerte de adornos y botones relucientes. Pero aún no sabíamos bien qué sucedía con los aeroplanos italianos.

– ¿Y sus aeroplanos cómo son? -pregunté.

– Tan canallas como ellos -dijo Javer.

– ¿Y los aeroplanos ingleses?

– Vosotros no entendéis de estas cosas; sois pequeños aún -respondió Isa-. Mejor será que no preguntéis.

Se dijeron algo entre ellos en lengua extranjera. Siempre lo hacían para evitar que pudiéramos entender de qué hablaban.

Javer me miró durante un rato, apenas con una sonrisa.

– Me ha dicho tu abuela que te gusta mucho el aeropuerto.

Enrojecí.

– ¿Te gustan los aeroplanos? -me preguntó poco después.

– Me gustan -le respondí al borde del enojo.

– También a mí me gustan -añadió él.

Volvieron a hablar entre ellos en lengua extranjera. Ya no estaban enfadados. Javer suspiró.

– Pobres niños -dijo entre dientes-. Se están enamorando de la guerra. Es terrible.

– Son los tiempos -sentenció Isa-. Es tiempo de aviones.

Cogieron algo y se fueron.

– ¿Has oído? -dijo Ilir-. Somos temibles.

Extraordinariamente temibles -dije yo; saqué la lente y me la puse en el ojo.

– ¿Por qué no me buscas un cristal de ésos? -me pidió Ilir.

Me pasé toda la tarde pensando en las palabras de Javer. Aunque Ilir y yo, una vez solos, calificamos de «calumnias temibles y extraordinarias» las cosas que dijeron de los aeroplanos, una sombra de duda cayó de todos modos sobre el aeropuerto. Tan sólo el gran aeroplano se libró de ella. Aunque los demás fueran malos, mi aeroplano no lo era. Yo lo quería igual que antes. Y efectivamente continuaba queriéndolo casi igual que antes. Se me llenaba el corazón de orgullo cuando se elevaba sobre la pista, inundando el valle con su sonido majestuoso. Lo adoraba sobre todo cuando, cansado y maltrecho, regresaba de allá, del sur, donde decían que se hacía la guerra.

Las noches se habían vuelto a llenar de oscuridad temerosa. Volvimos al salón de la segunda planta y papá contaba con voz monótona las luces de los vehículos militares, que esta vez se movían en dirección contraria, desde el sur hacia el norte. Yo, igual que antes, hurgaba con los ojos la lejanía, pero ahora sabía que allí, en algún lugar del campo, cubierto por la noche, el gran aeroplano dormía bajo la lluvia con las alas desplegadas. Me esforzaba por adivinar en qué dirección se encontraba el aeropuerto, pero la oscuridad era tan impenetrable que me desorientaba y no lograba ver nada, ni siquiera a mí mismo.

Los camiones militares avanzaban siempre hacia el norte. El estruendo de los cañones se oía más cerca cada noche. Las calles y las ventanas de las casas rebosaban de noticias.

Una mañana vimos cómo las largas columnas del ejército italiano se replegaban. Los soldados caminaban despacio por la carretera, hacia el norte, en la dirección en que no se habían movido nunca ni los cruzados ni el hombre cojo. Llevaban las armas a cuestas y las mantas cubriéndolos a modo de capote. Entre los soldados se veían a veces largas recuas de mulas cargadas con pertrechos y municiones.

Hacia el norte. Todo se movía hacia el norte, como si el mundo hubiera cambiado de dirección (cuando yo hacía girar con el dedo el globo de Isa en una dirección, Ilir lo empujaba en la contraria para fastidiarme). Había sucedido poco más o menos lo mismo. Los italianos retrocedían derrotados. Se esperaba la llegada de los griegos.

Aplastando la nariz contra el cristal de la ventana, observaba con profunda atención lo que sucedía en la carretera. Las finas gotas de lluvia, que el viento arrojaba contra el cristal, hacían la escena aún más triste. Esto duró toda la mañana. A mediodía, las columnas seguían avanzando. Por la tarde, cuando la última de ellas desapareció tras la cuesta de Zalli y la carretera quedó solitaria (el hombre cojo se disponía a salir en aquel instante), el espacio se llenó de pronto de un ruido sordo de motores. Me estremecí como si despertara de una pesadilla. ¿Qué sucedía? ¿Por qué? Mi adormecimiento se esfumó en un instante. Sucedía algo inadmisible: estaban despegando. De dos en dos, de tres en tres, acompañados por los cazas, los aviones abandonaban el aeropuerto y se alejaban en aquella dirección odiosa: hacia el norte. En cuanto se alejaba un grupo de tres, despegaba otro y así sucesivamente, sucesivamente. Las nubes los devoraban uno tras otro. El aeropuerto se vaciaba. Después escuché el sonido poderoso del gran aeroplano y mi corazón disminuyó el ritmo de sus latidos. Ya era tarde. Ya nada tenía remedio. Se elevó pesadamente, volvió las alas hacia el norte y se fue. Se fue para siempre. Desde más allá del horizonte, cubierto por la niebla asfixiante que se lo había tragado, llegó una vez más su jadeo hasta entonces familiar, ahora lejano y extraño, y después todo acabó. El mundo enmudeció de repente.

Cuando levanté los ojos de nuevo y miré más allá del río, vi que no había quedado nada. Era un campo común y corriente bajo la lluvia de otoño. Ya no había aeropuerto. El sueño había terminado.

– ¿Qué te ha pasado, hijo? -preguntó la abuela al encontrarme con la cabeza caída sobre el alféizar. No contesté.

Papá y mamá acudieron inquietos a la habitación y me hicieron la misma pregunta. Quise decirles algo, pero la boca y los labios no me obedecieron y, en vez de hablar, emitieron un llanto acongojado, inhumano. Sus caras se descompusieron de terror.

– Llora por el aerp…, por esa maldición de la que no consigo decir ni el nombre -dijo la abuela señalando con la mano hacia el llano que ahora se llenaba seguramente de charcos semejantes a heridas.

– ¿Lloras por el aeropuerto? -me preguntó papá enfurecido.

Yo dije que sí con la cabeza. Su cara se desencajó. -¡Desgracia de niño! -dijo mamá-. Creí que estabas enfermo.

Se quedaron un rato en el salón torturándome con su silencio. Papá estaba ceñudo y mamá desconcertada. Únicamente la abuela se movía a mis espaldas, murmurando continuamente.

– ¡Dios mío!; ¡qué tiempos tan horribles! ¡Los niños llorando por los aeroplanos! ¡Dios mío! ¡qué presagios tan funestos!

¿Qué era aquella nostalgia dispersa de un extremo a otro del espacio repleto de lluvia? El campo desértico estaba allí lleno de pequeños charcos. A veces creía oír su ruido. Corría hacia la ventana, pero en el horizonte no había más que nubes inútiles.

¿No lo habrán derribado y agoniza ahora en alguna ladera con el esqueleto de las alas encogido bajo la panza? Había visto una vez en el campo las largas extremidades de un pájaro muerto. Los huesos eran finos, lavados por la lluvia. Una parte estaba cubierta de barro.

¿Dónde estaría?

Sobre el campo, que antes mantenía vínculos con el cielo, erraba ahora algún girón de niebla.

Un día volvieron a soltar las vacas. Se movían lentamente, como manchas calladas de color café, rebuscando las últimas briznas de hierba en los márgenes de la pista de asfalto. Por primera vez sentí odio contra las vacas.

La ciudad cansada y sombría había pasado varias veces de las manos de los italianos a las de los griegos, y viceversa. Bajo la indiferencia general se cambiaban las banderas y el dinero. Nada más.

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