Ismail Kadaré - Crónica de la ciudad de piedra

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Era una ciudad sorprendente que, como un ser prehistórico, parecía haber surgido bruscamente en el valle en una noche de invierno para escalar penosamente la falda de la montaña. Todo en ella era viejo y pétreo, desde las calles y las fuentes hasta los tejados de sus soberbias casas seculares, cubiertos de losas de piedra gris semejantes a escamas gigantescas. Resultaba difícil creer que bajo aquella formidable coraza subsistiera y se renovara la carne tierna de la vida. No resultaba fácil ser niño en esta ciudad. Y tampoco en esos tiempos, vísperas de la Segunda guerra mundial. La novela autobiográfica del reconocido autor albanés está contada desde la perspectiva de un niño cuya voz nos desvela un mundo fuera de la historia, en el que supersticiones y acontecimientos se encabalgan y entremezclan hasta darle a estas memorias de infancia un carácter de onírica reflexión.

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Era uno de aquellos días en que el poder de las palabras llegaba a su apogeo. Observaba los tejados inclinados, esforzándome por comprender cómo podía traspasarle a uno el amor. ¿Dónde estaba? ¿De dónde salía antes de lanzarse para atravesar los corazones de los hombres? ¿Por qué no les hacía sangrar ni les producía heridas, cosa que con toda facilidad les habría causado el punzón más común? ¿Por qué sin embargo la gente se quejaba tanto de él, sobre todo cuando elegía sus víctimas entre las muchachas?

Unos golpes salvadores sobre la puerta resonaron en toda la casa. Era la llamada familiar de Xexo. El modo en que golpeaba y los intervalos muy cortos entre cada golpe daban a entender que había sucedido algo extraordinario. Con el susto en el rostro, mamá corrió a abrir la puerta, mientras la abuela esperaba en pie en lo alto de la escalera. Poco después descendió también ella. Los pisos superiores de la casa quedaron en silencio. Allá abajo estaba sucediendo algo. La puerta se abrió de nuevo. Entró alguien. Alguien salió. Después volvió a entrar alguien más. Las voces de las mujeres llegaban amortiguadas. Comencé a bajar los peldaños con cautela para no llamar la atención. Allá abajo sucedía algo verdaderamente serio. La puerta volvió a sonar. Las palabras llegaban de abajo mezcladas en un murmullo común. Se fundían como la niebla. Bajé. Mamá notó mi presencia. Estaban en pie, apoyadas en la barandilla, junto a la boca del aljibe, al fondo de la escalera. Además de Xexo, habían venido Nazo y su nuera, doña Pino, la mujer de Bido Sherif y otra vecina más. La turbación de sus ojos, el modo en que se había ladeado el gorro en la cabeza de Xexo, descubriendo un mechón de pelo descolorido, y las marcas de los pellizcos en sus mejillas producidos por la indignación evidenciaban que había ocurrido algo irreparable. Hablaban prácticamente todas a la vez. Desde luego, había sucedido algo monstruoso, pero resultaba absolutamente imposible saber qué. No se trataba de muerte ni de locura. Era aún peor. Xexo permanecía en medio de todas y su resuello áspero, como un fuelle de curtidor, sembraba en torno el terror.

Estuve largo rato escuchando, pero no logré entender nada. Hablaban de cierta casa. Los italianos habían abierto un establecimiento. Dicha casa tenía un nombre sencillo, algo parecido a la biblioteca pública de la ciudad. Y sin embargo a ellas las aterraba. La maldecían. Había oído hablar de casas de caramelo, en las que vivían hermosas jóvenes. Esa casa debía de ser de veneno, pues poseía el poder de envenenar a toda una ciudad.

– Un hombre de cada familia -dijo Xexo con voz alterada-. Eso han dicho. Si no va cada uno por las buenas, lo llevarán a la fuerza. Un varón de cada familia.

Las mujeres se pellizcaron de nuevo las mejillas. Tan sólo la nuera de Nazo permaneció indiferente. En su agitación continua, los ojos turbios de Xexo toparon conmigo.

– Pobre, ¿no pensarás ir tú por casualidad, verdad? -dijo gritando.

– ¡No seas tonta! -le dijo la abuela-. Deja en paz al chico.

– Es la hecatombe -dijo doña Pino, sin duda por milésima vez.

– ¿Va a entrar en razón alguna vez esa gente o no? -gritó Xexo dirigiéndose a la abuela, como si fuera la representante de la ciudad.

En ese momento, alguien volvió a llamar a la puerta. Era la tía Xemo.

– ¿Qué os pasa, queridas, qué os pasa? -dijo nada más entrar en el corredor.

La tía Xemo venía raramente a casa de visita: dos o tres veces al año a lo sumo. Era alta, esbelta y parecía toda huesos. Era famosa en nuestra familia a causa de su manía por la limpieza. La tía Xemo no comía nada que hubiera tocado mano ajena. El pan, los guisos, el café, el té: todo lo hacía con sus propias manos. La cuchara, el plato, la taza, el cacillo del café, los guardaba aparte en su casa. Cuando iba de visita, envolvía el pan en un pañuelo limpio y en otro el cacillo, la taza, la cuchara y el vaso y se los llevaba consigo. Todos conocían la manía de la tía Xemo y nadie se ofendía cuando colocaba en la mesa común su propio y sencillo alimento.

La tía Xemo escuchó en silencio las explicaciones de las mujeres sobre aquel extraño establecimiento.

– ¡Maldita sea su estampa! -dijo por fin-; ya dije yo que sucedería. Dije que terminarían abriéndolo, ese… como lo llaman, el comedor colectivo.

Hacía tiempo que a la tía Xemo la inquietaba la creación de comedores colectivos. Para ella no existía una desgracia mayor.

– ¿Y por qué os preocupáis? -gritó-. Que se inquiete ésa, que su marido es joven -la tía Xemo señaló a la nuera de Nazo-, pase, ¿pero vosotras? ¡Sois tontas!

La nuera de Nazo comenzó a sonreír y después, ante la sorpresa de todas, se tapó la boca con la mano y rompió a reír. Nazo le dio un codazo en la cadera.

Las mujeres se dispersaron. La abuela y la tía Xemo ascendieron con parsimonia la escalera de madera, hasta la segunda planta.

– ¡Qué han de escuchar nuestros oídos, querida Selfixe! -dijo la tía Xemo.

– Ahí tienes, en cuanto te ponen el pie encima, eso es lo que hacen siempre los extranjeros. ¿No lo ves? Las mujeres no se atreven a asomarse a las ventanas porque los italianos sacan espejos del bolsillo y les hacen señas con el sol.

– Desde el día en que llegaron, se vio que eran unos golfos -dijo la tía Xemo-. He visto muchos ejércitos, pero nunca hubiera creído que los soldados pudieran oler a lavanda.

– Si sólo fuera eso, pase, pero lo que están haciendo allí -la abuela dirigió los ojos al campo del aeropuerto- no me gusta nada.

La otra suspiró.

– La guerra se nos viene encima, querida Selfixe.

Entretanto, desde las ventanas, las mujeres continuaban su charla sobre aquella nueva casa que tenía el epíteto extraño de «casa pública». Sobre su tejado caían todos los rayos del cielo; el fuego la abrasaba cientos de veces al día; cientos de veces quedaba reducida a ruinas y, al parecer, otras tantas se alzaba sobre sus propias cenizas, pues las maldiciones no cesaban. Una nueva ofensiva de las viejas comadres volvió a ocupar las calles y callejas. El viento del norte soplaba constantemente. Agitaba los gorros negros de las comadres y les arrancaba una pequeña lágrima que se mecía en la comisura de sus ojos, como un adorno cristalino. Las viejas caminaban sin descanso.

La ciudad se encontraba en un estado verdaderamente febril. No era difícil percibir sus sudores. Los cristales vibraban continuamente. Los hogares gemían. El proyector encendía por las noches su único ojo. Era el cíclope Polifemo. Soñé que caminaba hacia él con una tea encendida en la mano. Iba a abrasarle aquel ojo terrible. Imaginé que los alaridos del proyector cegado inundaban la noche.

El tiempo estaba revuelto y todo era inestable. Me acordaba del terreno cambiante que rodeaba la casa del abuelo. Al parecer, la tierra comenzaría pronto a moverse también en torno a nuestra casa. Todo el mundo predecía poco más o menos eso.

Ilir bajaba corriendo por el Callejón de los Locos.

– ¿Sabes? -me dijo al entrar-. El mundo es redondo, como una sandía. Lo he visto en casa. Lo ha traído Isa. Es redondo, completamente redondo, y se mueve constantemente.

Necesitó un buen rato para explicarme lo que había visto.

– ¿Y por qué no se caen? -le pregunté cuando me dijo que debajo de nosotros había otras ciudades llenas de casas y de gente.

– No lo sé -dijo-. Olvidé preguntárselo a Isa. El y Javer estaban en casa mirando el mundo redondo. Javer lo empujó una vez con el dedo y dijo: «Pronto se convertirá en un matadero».

– ¿En un matadero?

– Sí. Eso dijo. El mundo se inundará de sangre. Eso dijo.

– ¿Y de dónde va a salir la sangre? Los campos y las montañas no tienen sangre.

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