Ismail Kadaré - Crónica de la ciudad de piedra

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Era una ciudad sorprendente que, como un ser prehistórico, parecía haber surgido bruscamente en el valle en una noche de invierno para escalar penosamente la falda de la montaña. Todo en ella era viejo y pétreo, desde las calles y las fuentes hasta los tejados de sus soberbias casas seculares, cubiertos de losas de piedra gris semejantes a escamas gigantescas. Resultaba difícil creer que bajo aquella formidable coraza subsistiera y se renovara la carne tierna de la vida. No resultaba fácil ser niño en esta ciudad. Y tampoco en esos tiempos, vísperas de la Segunda guerra mundial. La novela autobiográfica del reconocido autor albanés está contada desde la perspectiva de un niño cuya voz nos desvela un mundo fuera de la historia, en el que supersticiones y acontecimientos se encabalgan y entremezclan hasta darle a estas memorias de infancia un carácter de onírica reflexión.

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– ¡Es la hecatombe! -dijo doña Pino- ¿De qué habremos de guardarnos antes?

El cierre de los postigos por ambas partes fue la muestra de que la conversación había terminado. No tenía nada que hacer y me puse a mirar la calle. Un gato saltó desde un tejado y cruzó velozmente al otro lado. El hijo de Nazo, Maksut, regresaba del mercado. Otra vez llevaba una cabeza cortada bajo el brazo. ¿De quién sería la cabeza? Aparté la vista para no obsesionarme.

Quise recordar a Margarita pero, para mi sorpresa, no conseguía representarme bien su cara. Un día antes lo recordaba todo con claridad. En dos o tres ocasiones me había rondado la idea. ¿Sabría ella acaso que yo traía y llevaba su nombre, sus cabellos, sus manos, por toda la casa, por las paredes, por los techos? ¿No sentiría dolor por ello?

El día anterior había sentido deseos de contar a Ilir algo sobre ella.

– En casa del abuelo vive ahora una mujer muy guapa -le dije.

No le causaron ninguna impresión mis palabras y no respondió. Le volví a mencionar a Margarita poco después. Tampoco esa vez mostró interés alguno. Tan sólo me preguntó.

– ¿Tiene las mejillas rojas?

– Sí -le dije sin turbarme-. Rojas.

En realidad no me acordaba de qué color tenía las mejillas Margarita. En el mismo instante en que Ilir me lo preguntaba, la cara de Margarita se me difuminó de pronto. Pasó un día más y la nitidez de su imagen no regresaba. La estaba olvidando.

– Cuando me acordé de ella por tercera vez, volví a mencionársela a Ilir. Él me miró durante un rato. Ahora dirá algo, pensé con cierta satisfacción.

– ¿Sabes? -dijo-. Anoche le quité las ligas a mi madre para hacer gomas. Las está buscando por todas partes. Guárdalas tú unos días, no vaya a ser que me las encuentre.

Me guardé las ligas en el bolsillo.

Ya no pasaba nadie por la calle. Recordé que Javer me había prometido dejarme un libro. Me levanté y salí.

Javer estaba solo en casa. Fumaba un cigarrillo y silbaba una melodía.

– Me dijiste que ibas a dejarme un libro.

– Sí, signore . Ahí tienes los libros, elige.

De la pared colgaba un estante con libros. Me aproximé y los miré ensimismado. Nunca había visto tantos.

– Esto de aquí es el nombre del autor, es decir, del que ha escrito el libro, y esto el título. Mucho me temo que ninguno de estos libros te guste.

Hurgué entre ellos durante un buen rato. La mayor parte de los títulos no tenía sentido.

– Dame ése que ha escrito uno que se llama Jung -le dije.

Javer soltó una carcajada..

– ¿Tú vas a leer a Jung?

– ¿Y por qué no? Escribe sobre la brujería, ¿no es eso?

Javer se echó a reír de nuevo. Me molestó y quise marcharme, pero no me dejó.

– Anda, coge algún otro -dijo-. A Jung no lo consigo entender ni yo. Además no está en albanés.

Me puse otra vez a hojear los libros, lo que volvió a llevarme un buen rato. Javer fumaba y silbaba. Finalmente encontré uno en cuya primera página leí las palabras «espíritu», «brujas», «asesino primero» e incluso «asesino segundo».

– Mira, me llevo éste -le dije sin mirar siquiera el título.

– ¿Macbeth? Es fuerte para ti.

– Quiero éste.

– Cógelo -dijo-, pero no me lo pierdas.

Me marché casi corriendo y empujé la puerta de la casa. Me admiraba el hecho de tener un libro en las manos. En nuestra enorme casa había toda clase de cosas: ollas de cobre, calderos, fuentes metálicas de todos los tamaños, artesas de madera y de piedra, ganchos de hierro, vigas, bolas de hierro (de una de ellas se decía que era un obús de cañón), dagas con el mango repujado, toneles, baúles antiguos, ruedas de molino, enorme variedad de cubos y de ganchos, recipientes para la cal, cántaros de cobre, cazos de café, cacharros de porcelana, baldes, un fusil de pedernal, infinidad de trastos viejos y asombrosos. Una sola cosa faltaba en nuestra casa: libros. Aparte de un descifrador de sueños todo avejentado y amarillo, no había ningún otro papel impreso.

Cerré la puerta y subí la escalera a toda prisa. En el salón no había nadie. Me senté junto a la ventana, abrí el libro y comencé a leer. Avanzaba muy despacio, sin entender prácticamente nada. Llegué a un cierto punto y volví de nuevo al principio. Algo comenzaba a captar. Tenía una enorme confusión en la cabeza. Oscurecía. Las letras se movían, tratando de salirse de los renglones. Me dolían los ojos.

Después de la cena me arrimé a la lámpara de petróleo y volví a abrir el libro. A la luz amarillenta de la lámpara, las letras resultaban atemorizantes.

– Ya has leído bastante -dijo mamá-. Ahora a dormir.

– Dormid vosotros, yo voy a leer.

– No -insistió ella-, no tenemos petróleo.

No lograba conciliar el sueño. El libro estaba allí cerca. Callado. Sobre el diván. Algo fino, muy fino. Sorprendente. En el interior de dos delgadas tapas de cartón se ocultaban ruidos, puertas, gritos, caballos, personas. Todos muy juntos. Aplastados unos contra otros. Reencarnados en pequeños signos negros. Cabellos, ojos, alaridos, llamadas, voces, uñas, pies, puertas, muros, sangre, barbas, cascos, órdenes. Sometidos, plenamente sometidos a los signos negros. Las letras corren a una velocidad endiablada, unas veces a un lado, otras a otro. Corren las aes, las efes, las equis, las y griegas, las leas. Se agrupan, crean el caballo o el granizo. Vuelven a correr. Es preciso componer el cuchillo, la noche, la muerte. Después el camino, la llamada, el silencio. Corred. Corred. Continuamente. Sin descanso.

Dormí un sueño muy turbio. Como si estuviera febril. A través del sueño percibía confusamente una especie de quejido constante que llegaba del exterior, un movimiento atormentado de las calles y de los edificios, como si la ciudad se rascara lentamente. Era el tormento de la metamorfosis. Las calles se hinchaban, se deformaban. Las paredes de las casas se ensanchaban convirtiéndose en los muros de un castillo escocés. Aquí y allá brotaban almenas tenebrosas.

Por la mañana, la ciudad parecía agotada por el esfuerzo. Había cambiado, aunque no tanto.

Estuve leyendo casi todo el día.

Anochecía. Miraba ensimismado al exterior. Los contornos de los muros y las fachadas de las casas eran más libres que nunca. Se podía esperar cualquier cosa de ellos ahora.

Por la calle de Varosh bajaba arrogante Aqif Kaxahu con sus dos hijos. Torció por nuestra calle. Doña Pino asomó la cabeza por la ventana y volvió a ocultarse. El portón majestuoso de Bido Sherif estaba abierto de par en par. Aqif Kaxahu se dirigía hacia allí. Estaba todo claro. Aquella era su noche. Bido Sherif salió personalmente a recibir al honorable invitado. La mujer de Bido Sherif se asomó a la ventana y volvió a ocultarse. Doña Pino hizo lo mismo. Los signos eran certeros. Aquif Kaxahu y sus herederos penetraron en el interior. El enorme portón se cerró con chirriar de hierros, resonar de trompetas.

– Has estado todo el día encerrado. Sal a jugar con tus amigos.

– Calla, abuela.

Yo esperaba escuchar el grito de muerte de Aqif Kaxahu. Todo se había cumplido ya sin duda. Una llamada. Otra más. Apareció en la ventana la mujer de Bido Sherif. Pretendía lavarse las manos ensangrentadas. Las sacudió. Se desprendió una nube de harina. Estaba ensangrentada.

La abuela me puso la mano en la frente.

De la planta baja llegó de nuevo un sonido de trompetas.

– Vete a ver el alambique que están sacando del sótano -dijo la abuela-. Yo no tengo valor para verlo.

Se había estado hablando varios días de la venta del formidable alambique de cobre. Parecía que habían llegado los mozos de cuerda. Al salir de la casa, el gran alambique lanzaba mensajes de despedida. Sonaban las trompetas.

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