Almudena Grandes - Las Edades De Lulú

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Las Edades De Lulú: краткое содержание, описание и аннотация

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Sumida todavía en los temores de una infancia carente de afecto, Lulú, una niña de quince años, sucumbe a la atracción que ejerce sobre ella un joven, amigo de la familia, a quien hasta entonces ella había deseado vagamente. Después de esta primera experiencia, Lulú, niña eterna, alimenta durante años, en solitario, el fantasma de aquel hombre que acaba por aceptar el desafío de prolongar indefinidamente, en su peculiar relación sexual, el juego amoroso de la niñez. Crea para ella un mundo aparte, un universo privado donde el tiempo pierde valor. Pero el sortilegio arriesgado de vivir fuera de la realidad se rompe bruscamente un día, cuando Lulú, ya con treinta años, se precipita, indefensa pero febrilmente, en el infierno de los deseos peligrosos.

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Me dio un beso en la mejilla pero aparté la cara.

Nunca he sido tan considerada como Pablo y no quería besos de él. Le puse la mano en la entrepierna. Estaba empalmado. No me pareció lógico. Pablo seguía inmóvil, mirándonos por el retrovisor a la luz lechosa de las farolas. Volví a tocarle. Estaba empalmado, desde luego. Entonces le levanté la blusa y me metí una de sus tetas en la boca sin apartar la mano. Era monstruoso. Me colgué de su teta, la besaba, la chupaba, la mordía y movía la mano sobre él, le frotaba a través del plástico azul, tan arremangado sobre sus muslos que rozaba el borde con la muñeca, y le notaba crecer.

Me cogió la mano e intentó llevarla debajo de la falda, pero no le dejé, no tenía ganas.

– Eres una mujer de carácter, ¿eh?

Le pegué un mordisco en el pezón que le hizo chillar. Estaba como loca.

El empezó a sobarme las tetas, mis propias tetas mucho más grandes que las suyas, por encima de la camiseta, y le dijo a Pablo que siguiera, que iríamos a tomar la última a un bar que él conocía, y le dio una dirección.

Pablo arrancó. Ely siguió comportándose de una forma extraña. Me acariciaba los muslos. Yo también llevaba falda, una falda larga, blanca, de verano. El sí me metió la mano por debajo, me la metió hasta el final, y noté sus uñas, primero dos, luego tres dedos, dentro, haciendo fuerza contra el fondo, moviéndose hacia delante y hacia atrás, despacio al principio, luego cada vez más deprisa, más deprisa, me cortaban la respiración, sus dedos, y le escuchaba, hablaba con Pablo -esta tía es una zorra-, él se reía, -te va a costar la salud, seguir con esta tía-, mientras yo permanecía colgada de su teta, ya me dolía el cuello por la postura, tanto tiempo, pero seguía colgada de él, balanceándome contra su mano, y él me clavaba los dedos, las uñas, hablando sin alterarse, como si estuviera en la peluquería -deberías probar con una de nosotras, en serio, nos conformamos con mucho menos, nosotras-, hasta que me corrí.

Debíamos llevar un buen rato parados. Cuando abrí los ojos, vi los de Pablo, vuelto hacia mí, que me miraban. Luego abrió la puerta y salió.

Caminamos en fila india, Pablo delante, Ely detrás y yo en medio. Estábamos en un barrio caro, moderno y elegante, que de noche se poblaba de putas caras, modernas y elegantes. Resultaba difícil imaginar que un travesti callejero se moviera mucho por allí.

Llamó con los nudillos a una puerta de madera, de estilo castellano, con cuarterones. Se abrió una ventanita y asomó la cara de un tío. Empezaron a hablar. No vi lo que pasaba porque Pablo me había abrazado y me besaba en la mitad de la acera.

Ely le preguntó si le quedaba dinero, nos había salido por un pico la cena, con todo lo que había comido. Pablo movió afirmativamente la cabeza, sin sacarme la lengua de la boca, tenía dinero, en momentos como aquél siempre tenía dinero.

Se abrió la puerta y entramos. Aquello no era un bar propiamente dicho, había una especie de vestibulito, un mostrador diminuto, como en algunos restaurantes chinos y una puerta con un cristal que daba a un pasillo, un pasillo largo, forrado de moqueta verde tono relajante, con puertas a los lados, un pasillo que terminaba bruscamente, y no llevaba a ninguna parte.

– ¿Qué vamos a beber? -Ely había recuperado la compostura, aunque llevaba la blusa desabrochada. Hablaba con tono de anfitriona elegante.

– Ginebra.

– ¡Ay, no!, ginebra no, qué horror, champán.

– No me gusta el champán -era verdad, no le gustaba, y a mí tampoco, me había acostumbrado a beber ginebra sola, como él-, pero tú puedes tomar lo si quieres.

– Sí, sí, sí, sí -movía los ojos y los labios a la vez-, entonces dos botellas, una de cada…

Pablo estaba parapetado detrás de mí, me abrazaba así muchas veces, me rodeaba la cintura con su brazo izquierdo, me acariciaba el pecho con la otra mano y me frotaba la nariz contra la nuca, repitiéndome al oído una de las frases favoritas de mi madre, la sentencia fulminante, definitiva, con la que daba por concluidas todas las broncas en tiempos.

– Tú acabarás en el arroyo…

El hombre que había hablado con Ely colocó dos botellas y tres vasos en una bandeja de metal y comenzó a andar por delante de nosotros. Abrió la tercera puerta a la derecha, depositó las bebidas en una mesa pequeña y baja, con superficie de cristal, y desapareció.

Estábamos en un cuarto bastante pequeño y completamente ciego. El respaldo de un banco muy ancho, de aspecto mullido, tapizado de un terciopelo azul eléctrico que se daba patadas con el verde de la moqueta, corría a lo largo de una de las paredes. Alrededor de la mesa, cuatro taburetes tapizados con la misma tela completaban el mobiliario con excepción de un buró, un buró bastante feo, de madera, con puerta de persiana, que estaba adosado a una esquina, un buró completamente vacío -registré a conciencia todos los cajones-, que no pintaba nada en aquel sitio. No había ninguna silla.

Nos sentamos en el banco, los tres, Pablo en medio. Ely se puso serio, dejó de hablar. Un espejo muy grande, situado exactamente enfrente de nosotros, nos devolvía una imagen casi ridícula. Ely miraba hacia abajo, Pablo fumaba, siguiendo el humo con los ojos, y yo miraba al frente, estaba preocupada de repente, no sabía cómo iba a terminar todo aquello, hasta que empecé a reírme, a reírme estruendosamente yo sola, una risa incontenible, Pablo me preguntó qué me pasaba y a duras penas pude articular una respuesta.

– Parece que estamos en la sala de espera de un dentista…

Mi comentario aflojó momentáneamente la tensión, y los dos rieron conmigo. Ely volvió a parlotear y descorchó el champán con muchos ¡oh! y estrépito. Se sirvió una copa, se la bebió y se volvió a callar. Pablo también callaba, me miraba con una expresión divertida, casi sonriente, pero sin despegar los labios.

La verdad es que yo había supuesto desde el principio que él haría algo, él siempre solía dirigir la situación en casos como éste, pero aquella vez no parecía dispuesto a mover un dedo, y al rato volvimos a estar los tres quietos y callados, como en la sala de espera de u dentista, yo cada vez más nerviosa, Ely cortado, y supongo que cabreado, debía estar pensando que le habíamos llevado, que le había llevado yo hasta allí para nada, y Pablo imperturbable, como si la cosa no fuera con él.

Cuando el silencio se me hizo insostenible, me acerqué a su cara y le dije al oído que hiciera algo, cualquier cosa.

Me respondió con una carcajada sonora.

– No querida, la que tiene que hacer algo eres tú, tú te has montado todo esto, tú solita, yo me he limitado a invitar a tu amiga a cenar…

Ely me miró. Estaba perplejo.

Yo no. Yo había comprendido perfectamente.

Le miré un momento. No parecía enfadado con migo, si acaso sorprendido.

Me arrodillé delante de él con las piernas muy juntas, me senté sobre mis talones y le desabroché el cinturón. Le miré. Me sonrió. Me daba permiso.

Seguí adelante y miré a Ely, que se había inclinado hacia mí, pero él no me miraba, tenía los ojos fijos en los movimientos de mis manos.

Mientras, yo trataba torpemente de analizar la repentina impasibilidad de Pablo. Antes, durante la cena, había rechazado a Ely varias veces seguidas, le había rechazado de plano, me había sentido incluso un poco avergonzada de su inflexibilidad, de sus tajantes negativas de machito, estirado en la silla, hacia atrás, moviendo la cabeza solamente, no, sin ninguna broma, ni un comentario jocoso, simplemente no, un no mudo, no quiero.

Ahora, en cambio, se dejaba hacer.

Lo cierto es que era yo quien actuaba, Ely no se había movido de su sitio, pero éramos tres.

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