Simon Scarrow - Roma Vincit!

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En el verano del año 43 d. C., la invasión romana de Britania se encuentra con un obstáculo inesperado: la desconcertante y salvaje manera que tienen los rudos britanos de enfrentarse a las disciplinadas tropas imperiales. La situación es desesperada, y quizá la inminente llegada del emperador Claudio para ponerse al frente de las tropas en la batalla decisiva sea el revulsivo que unos legionarios aterrados y desmoralizados necesitan.

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– Sí, señor. -Será mejor que te ocupes adecuadamente de nuestros invitados tribales.

– Sí, señor. -Encárgate de que estén cómodos y bien atendidos. Pero mantenlos bien vigilados. Nada demasiado molesto, lo suficiente para que sepan que los observamos de cerca. No podemos permitirnos tenerlos rondando por ahí si hay algo de cierto en el rumor sobre un atentado contra la vida del emperador.

– sí, señor. -Vespasiano saludó y se fue. Los invitados a su cargo estaban en la tienda del cuartel general. Cuando entró se dio cuenta inmediatamente de que existía una marcada división entre los representantes tribales: hubo algunos que se pusieron en pie para saludarlo con una cansina aceptación de lo inevitable y otros que permanecieron en cuclillas en el suelo mientras lo fulminaban con una mirada de amarga hostilidad. A un lado, tratando de ser digno sin parecer petulante por haberse puesto de lado de los vencedores, estaba sentado Adminio. Un hombre enorme se volvió hacia el legado y lo examinó con el desagradablemente manifiesto aire de alguien que inspecciona a un inferior. Se acercó a Vespasiano con el brazo en alto y saludó al legado de manera formal. Cuando empezó a hablar, Vespasiano le indicó rápidamente a Adminio que tenía que traducir sus palabras.

– Venutio se permite informarte de que él y los demás aquí congregados tuvieron el privilegio de observar la batalla como invitados de Carataco. Dice que le sigue costando entender la lógica de vuestra táctica en combate, y estaría de lo más agradecido si quisieras discutirla con él.

– En otro momento. Ahora estoy bastante ocupado -respondió Vespasiano con frialdad-. Y dile que cualquiera que hubiera sido la táctica, el resultado era inevitable. Siempre lo es cuando los nativos poco disciplinados intentan vencer a un ejército de soldados profesionales. Lo que importa es que ganamos y que al final esta isla se convertirá en una provincia romana. En este momento es lo único que me preocupa. Dile que tengo ganas de verle, y a los demás también, cuando se inclinen ante el César y le prometan lealtad en el banquete de mañana.

Mientras Adminio lo traducía, Vespasiano echó una mirada a los representantes tribales y le llamó la atención la expresión de desprecio en el rostro del más joven. Los ojos del muchacho ardían de odio y su mirada se mantuvo firme mientras Vespasiano lo observaba. Por un instante el legado pensó en quedárselo mirando fijamente hasta que apartara la vista, pero decidió que sería una pérdida de tiempo y se dio la vuelta para marcharse. Una pequeña sonrisa de satisfacción rondó los labios del joven britano. Vespasiano le hizo una seña con el dedo a Adminio y se agachó bajo los faldones de la entrada de la tienda.

– ¿Quién es el más joven? -Belonio -contestó Adminio-. Hijo del gobernante de una pequeña tribu del norte. Su padre se está muriendo y mandó a su hijo para que lo representara. No fue la elección más acertada, creo.

– ¿Por qué? -Ya lo has visto. No oculta muchas cosas tras esa expresión.

– ¿Es peligroso? Adminio pensó un momento en el joven britano antes de responder.

– No más que cualquier adolescente que haya estado expuesto a la propaganda de Carataco. -¿Y Venutio?

– ¿Él? --Adminio soltó una carcajada--. Hubo una época en la que fue un gran guerrero. Pero ya tiene sus años. Se pasa el día hablando de los viejos tiempos. En realidad es un viejo tonto.

– ¿Eso es lo que piensas? -Vespasiano arqueó una ceja al recordar la astucia reflejada en los ojos grises de aquel hombre cuando, de pie ante él, había evaluado su carácter.

Vespasiano no podía evitar pensar que en Venutio había algo más de lo que Adminio le reconocía.

CAPÍTULO L

Los soldados de las legiones acampadas en el exterior de Camuloduno estaban de muy buen humor. A pesar de estar cubiertos de barro endurecido y extenuados por haber tenido que avanzar tan precipitadamente tras una batalla campal, se respiraba una palpable sensación de celebración en la atmósfera. Se había alcanzado una victoria decisiva y tanto Carataco como los restos del ejército britano se hallaban en plena huida hacia los territorios de aquellas tribus que seguían leales a la confederación que se oponía a Roma. Los representantes tribales que habían estado aguardando el resultado del último combate se habían dirigido a toda prisa a Camuloduno para jurar su lealtad a Roma. El peligro de verse enfrentados a todas las tribus de la isla ya había pasado ahora que los más poderosos clanes nativos habían sido totalmente derrotados por las legiones. Hasta la campaña del año siguiente, el ejército romano tendría las manos libres para consolidar su triunfo sin encontrar resistencia. La capital de Carataco había abierto sus puertas al emperador y las festividades de los próximos días marcarían el fin de la sangrienta campaña de aquel año. Claro que la conquista de la isla estaba muy lejos de haberse completado pero, en el clima de celebración reinante, pocos eran los soldados que hablaban de ello.

Para decepción de algunos veteranos endurecidos, los trinovantes se habían salvado de que saquearan su capital, pero ya había un abundante botín de guerra en forma de los miles de britanos que habían hecho prisioneros y que se venderían como esclavos. Cada legionario podía llegar a ganar una considerable suma de dinero si su parte del botín se sacaba de la venta de prisioneros. Pero todavía iba a haber más cosas.

– ¡Corre el rumor de que el emperador nos va a dar una gratificación! -Macro sonrió al tiempo que se dejaba caer sobre la hierba en el exterior de su tienda, con los ojos brillándole ante la posibilidad de una cuantiosa dádiva procedente del erario imperial.

– ¿Por qué? -preguntó Cato. -Porque es una buena manera de tenernos contentos. ¿Qué te creías? Además, nos lo merecemos. ha logrado convencer a los trinovantes para que nos proporcionen bebida y así podamos celebrarlo por todo lo alto tras las ceremonias de mañana. Sé que no es más que esa mierda de cerveza celta que se empeñan en fabricar, como esa cosa que tuvimos que beber en la Galia, pero sea lo que sea, no es muy difícil agarrar una buena cogorza. ¡Y luego iremos a visitar algunos lugares de interés! -Al centurión se le vidriaron los ojos mientras recordaba las borracheras que había disfrutado con sus compañeros en otros tiempos.

Cato no podía remediar sentirse un poco nervioso ante aquella perspectiva. Su cuerpo no toleraba bien el alcohol y el más mínimo exceso provocaba que la cabeza le diera vueltas y le hacía maldecir el día en que los hombres fermentaron su primera bebida. Siempre acababa vomitando y no paraba de devolver hasta que sentía la boca del estómago como si estuviera en carne viva y los músculos doloridos por el esfuerzo. Luego tenía un sueño agitado y se despertaba con la boca seca y un asqueroso sabor en la lengua, con la cabeza a punto de estallarle. Si lo que había oído decir sobre la bebida local era exacto, los efectos posteriores iban a ser más desagradables todavía. Pero, a menos que se presentara voluntario para los turnos de guardia, no habría forma de eludir la juerga.

– ¿Es prudente ponerse a beber estando Carataco por aquí cerca? -preguntó.

– No te preocupes por él. Pasará mucho tiempo antes de que pueda causarnos más problemas. Además, una de las legiones estará de servicio mientras tanto. Tú reza para que no sea la nuestra.

– Sí, señor -dijo Cato en voz baja. -¡Relájate, muchacho! Lo peor ya ha pasado. El enemigo ha huido, se prepara una fiesta y ha mejorado el tiempo. -Macro se tumbó en la hierba, se puso las manos detrás de la cabeza y cerró los ojos-. La vida es bella, así que disfrútala.

A Cato le hubiese gustado compartir el buen humor del centurión y los demás legionarios, pero no podía sentirse contento. No mientras lo atormentara el fantasma de Vitelio seduciendo a Lavinia. El séquito del emperador se había unido al ejército a mediodía y estaban atareados levantando el campamento en una esquina de las fortificaciones que el general Plautio les había asignado. El hecho de saber que Lavinia estaba cerca hacía que a Cato se le acelerara el pulso, pero, al mismo tiempo, la perspectiva de encontrarse de nuevo con ella lo llenaba de terror. Seguro que en esa ocasión ella le diría lo que él más temía, que ya no quería volver a verlo. Aquella idea lo torturaba de tal forma que al final Cato ya no pudo soportarlo más, y la necesidad de saberlo se impuso al miedo a descubrirlo.

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