Simon Scarrow - Roma Vincit!

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En el verano del año 43 d. C., la invasión romana de Britania se encuentra con un obstáculo inesperado: la desconcertante y salvaje manera que tienen los rudos britanos de enfrentarse a las disciplinadas tropas imperiales. La situación es desesperada, y quizá la inminente llegada del emperador Claudio para ponerse al frente de las tropas en la batalla decisiva sea el revulsivo que unos legionarios aterrados y desmoralizados necesitan.

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Vespasiano no se había acabado de creer su buena suerte cuando le dieron la noticia del descubrimiento de un vado a menos de tres kilómetros del campamento de marcha de la legión. Era tan oportuno que resultaba sospechoso, por lo que había interrogado a fondo al optio. Por lo que sabía sobre las habilidades del muchacho gracias a experiencias anteriores, Cato era inteligente y cauto (dos cualidades que el legado admiraba especialmente) y se podía confiar en que informara con exactitud. No obstante, si el optio había descubierto la existencia del vado con tanta facilidad, sin duda los britanos también conocían su existencia. Bien podía tratarse de una trampa. Se dio cuenta de que habría poco tiempo para comprobar esa hipótesis cuando miró atrás, por encima de su hombro, hacia donde la oscuridad se disipaba frente al horizonte. Había que mandar de inmediato un destacamento de exploradores al otro lado. Si, después de todo, los britanos estaban vigilando el vado, la legión se vería obligada a seguir avanzando río arriba en busca de otro. Pero cuanto más tardaran en cruzar, menos oportunidades tendría el general de coordinar los tres ataques contra las fortificaciones britanas.

– ¡Centurión! -¡Sí, señor! -respondió bruscamente Macro desde allí cerca.

Cruza el río con tus hombres y reconoced la zona en unos ochocientos metros en ambas direcciones al otro extremo del vado. Si no os tropezáis con el enemigo y quedáis convencidos de que podemos cruzar sin ser vistos, envíame un mensajero. Mejor que sea Cato.

– Sí, señor. -Si tienes cualquier duda sobre la situación, os volvéis a replegar cruzando el río. ¿Entendido?

– Sí, señor. -Y hacedlo rápidamente. No nos quedan muchas horas de oscuridad para ocultarnos.

Mientras la sexta centuria desfilaba sendero abajo y se adentraba en el río, Vespasiano hizo correr la voz por la columna para que los hombres se sentaran a descansar. Iban a necesitar todas sus fuerzas para el día que tenían por delante. Volviéndose hacia el río, observó aquel desordenado cúmulo negro que lo vadeaba y que parecía causar un barullo inhumano mientras chapoteaba por la suave corriente. La tensión sólo disminuyó cuando Macro y sus hombres llegaron a la otra orilla y el rumor se fue apagando.

Una vez los soldados se hubieron reunido en el margen del río, Macro dio las órdenes en voz queda. Los dividió en secciones y a cada una de ellas se le asignó un eje de avance. Luego, sección a sección, los hombres se adentraron con mucho cuidado entre los árboles.

– Cato, tú vas conmigo -susurró Macro-. Vamos. Con una última mirada hacia la otra orilla del río, oscura y silenciosa contra el horizonte que se volvía gris, Cato se dio la vuelta y entró en el bosque con mucha cautela. Al principio, el paso de las otras secciones era claramente audible: el crujir de las ramitas, el susurro de la maleza y los enganchones del equipo. Pero los sonidos se fueron apagando gradualmente al tiempo que los hombres se iban familiarizando con el desacostumbrado movimiento y las secciones se alejaban unas de otras. Cato hacía cuanto podía para seguirle el ritmo a su centurión sin dar un traspiés o hacer demasiado ruido. Descontaba cada paso de los ochocientos metros que Vespasiano había ordenado. El bosque parecía no terminar nunca y ascendía en una suave pendiente. El traicionero sotobosque dio paso bruscamente a un terreno mucho más firme y los árboles se abrieron formando un claro. Macro se detuvo y se agachó, forzando la vista para distinguir lo que les rodeaba.

Con la débil luz que atravesaba las copas de los árboles, Cato pudo ver tenues detalles de la añosa arboleda en la que se encontraban. El bosquecillo estaba rodeado por arcaicos robles retorcidos sobre los -cuales había clavados cientos de cráneos; se hallaban completamente cercados por cuencas de ojos vacías y las sonrisas de oreja a oreja de las calaveras. En el centro del claro había un burdo altar construido con unas monumentales losas de piedra por cuyos lados corrían unas manchas oscuras. Una atmósfera sombría envolvía la arboleda con sus volutas y ambos hombres se estremecieron, y no sólo por el frescor del aire.

¡Mierda! -susurró Macro-. ¿Qué diablos es este lugar? -No lo sé… -respondió Cato en voz baja. En la arboleda parecía reinar un silencio casi sobrenatural, hasta las primeras notas del amanecer semejaban estar apagadas de algún modo. A pesar de su adhesión a una visión racional del mundo, Cato no pudo evitar tener miedo ante la opresiva atmósfera del bosquecillo. Sintió el impulso de salir de ese espantoso escenario lo antes posible. Aquél no era un lugar para Romanos, ni para ningún hombre civilizado-. Debe de estar relacionado con alguno de sus cultos. Los druidas o algo así.

– ¡Druidas! -El tono de Macro reveló su gran inquietud-. Será mejor que salgamos de aquí, rápido.

– si, señor. Sin apartarse de los márgenes del claro, Macro y Cato pasaron sigilosamente por delante de aquellos árboles con sus espeluznantes trofeos y siguieron adelante a través del bosque. una palpable oleada de alivio los inundó cuando dejaron atrás la arboleda. Desde la primera vez que los romanos se habían topado con los druidas, las oscuras historias sobre su pavorosa magia y rituales sangrientos habían sido transmitidas de generación en generación. Tanto Macro como Cato sentían Una gélida tensión que les erizaba los pelos de la nuca mientras andaban con cuidado entre las sombras. Durante un rato avanzaron en silencio a través de la maleza hasta que, al final, Cato estuvo seguro de percibir unos tonos más claros entre los árboles que tenían delante.

– ¡Señor! -susurró. -Sí, ya lo he visto. Debemos de encontrarnos cerca del otro extremo del bosque.

Con más cautela que nunca, siguieron avanzando con cuidado hasta que la espesura se fue dispersando y tan sólo quedaron unos atrofiados árboles jóvenes. Se encontraban en lo más alto de la cresta que se extendía por detrás del río y tenían una clara vista por encima de la otra ladera y a lo largo de la misma cresta en la dirección de las fortificaciones britanas que vigilaban el vado. El humo de los campamentos de ambos ejércitos embadurnaba la atmósfera. Hacia el este, el cielo estaba teñido de rosa y se distinguía una suave neblina abajo, en dirección al río. El terreno del oeste todavía se encontraba envuelto en lúgubres sombras. No había ninguna señal de movimiento y Macro le hizo señas a su optio para que regresara con él a los árboles.

– Vuelve a donde está el legado y dile que está todo despejado, la legión puede empezar a cruzar. Me quedaré un rato más por aquí para asegurarme.

– Sí, señor. -Será mejor que le expliques cómo se ve el terreno desde aquí arriba. No podremos acercarnos a lo largo de la cima de la cresta, nos verían a más de un kilómetro y medio de distancia. Tendremos que seguir el margen del río hasta estar cerca de los britanos y entonces dirigirnos a la cresta.

¿Lo has entendido todo? ¡Ahora vete.

Cato volvió a bajar por la cuesta más rápidamente de lo que la había subido ahora que la luz se intensificaba y revelaba todas las raíces y zarzas traicioneras. Aunque se mantuvo a bastante distancia de la arboleda, llegó a la orilla del río mucho antes de lo que había previsto. Por un momento se dejó llevar por el pánico cuando no vio señales del resto de la legión en la otra orilla. Entonces le llamó la atención un leve movimiento río arriba y allí estaba el legado agitando un brazo entre los árboles. Instantes después Cato exponía su informe.

– ¿Marchar siguiendo el margen del río? -Vespasiano lo reflexionó con recelo al tiempo que examinaba la otra orilla-.

Eso nos va a retrasar.

– No puede evitarse, señor. La cresta está demasiado expuesta y el bosque es demasiado espeso.

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