Khaled Hosseini - Mil Soles Espléndidos

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Hija ilegítima de un rico hombre de negocios, Mariam se cría con su madre en una modesta vivienda a las afueras de Herat. A los quince años, su vida cambia drásticamente cuando su padre la envía a Kabul a casarse con Rashid, un hosco zapatero treinta años mayor que ella. Casi dos décadas más tarde, Rashid encuentra en las calles de Kabul a Laila, una joven de quince años sin hogar. Cuando el zapatero le ofrece cobijo en su casa, que deberá compartir con Mariam, entre las dos mujeres se inicia una relación que acabará siendo tan profunda como la de dos hermanas, tan fuerte como la de madre e hija. Pese a la diferencia de edad y las distintas experiencias que la vida les ha deparado, la necesidad de afrontar las terribles circunstancias que las rodean -tanto de puertas adentro como en la calle, donde la violencia política asola el país-, hará que Mariam y Laila vayan forjando un vínculo indestructible que les otorgará la fuerza necesaria para superar el miedo y dar cabida a la esperanza.

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Él asintió.

– Rashid trabaja desde mediodía hasta las ocho. Ven mañana por la tarde. Te llevaré a ver a Aziza.

– No le temo, ya lo sabes.

– Lo sé. Vuelve mañana por la tarde.

– ¿Y después?

– Después… No lo sé. Tengo que pensar. Esto es…

– Lo sé -intervino él-. Lo entiendo. Lo siento. Lamento muchas cosas.

– No lo sientas. Prometiste que volverías y lo has hecho.

Los ojos de Tariq se llenaron de lágrimas.

– Es agradable volver a verte, Laila.

Laila temblaba mientras él se alejaba caminando. Pensó: «Tomos enteros», y un nuevo escalofrío le recorrió el cuerpo, una sensación de tristeza y desamparo, pero también de expectación y de una esperanza temeraria.

45

Mariam

– Yo estaba arriba, jugando con Mariam -dijo Zalmai.

– ¿Y tu madre?

– Ella… Ella estaba abajo, hablando con ese hombre.

– Ya veo -asintió Rashid-. Trabajo en equipo.

Mariam vio que el rostro de su marido se relajaba. Vio que se borraban los surcos de su frente. Sus ojos lanzaban destellos de recelo y suspicacia. Rashid se irguió, y durante unos breves instantes, pareció meramente pensativo, como un capitán de barco al que acabaran de informar de un motín inminente y se tomara su tiempo para sopesar su siguiente movimiento.

El hombre alzó la vista.

Mariam quiso decir algo, pero él levantó una mano.

– Demasiado tarde, Mariam -espetó, sin mirarla-. Vete arriba, hijo -ordenó a Zalmai con frialdad.

Mariam vio la alarma pintada en el rostro del niño, que los miró a los tres con nerviosismo. Sin duda presentía que, jugando al acusica, había provocado una situación muy grave, de adultos. Lanzó una mirada abatida y contrita a Mariam y luego a su madre.

– ¡Vete! -exigió el padre con voz desafiante.

Rashid cogió a Zalmai por el codo y el niño se dejó conducir dócilmente.

Las dos mujeres se quedaron abajo petrificadas, con la vista clavada en el suelo, como si temieran que sólo con mirarse fueran a corroborar la certidumbre de Rashid: la convicción de que, mientras él abría puertas y acarreaba maletas de personas que ni siquiera le dedicaban una mirada, se estaba tramando una libidinosa conspiración a sus espaldas, en su propia casa, en presencia de su amado hijo. Las dos guardaron silencio. Oyeron el ruido de pasos en el pasillo de arriba, unos pesados y amenazadores, otros leves como los de un animalillo asustado. Les llegaron voces amortiguadas, una súplica chillona, una réplica cortante, una puerta que se cerraba y el ruido de la llave en la cerradura. Y finalmente, unas pisadas que volvían, más apresuradas.

Mariam vio los pies de Rashid en las escaleras. Observó que mientras bajaba se metía la llave en el bolsillo; se fijó en su cinturón con el extremo perforado firmemente envuelto en torno a los nudillos. Arrastraba la hebilla de falso latón por el suelo.

Mariam se lanzó sobre él para detenerlo, pero el hombre la empujó y pasó junto a ella como una exhalación. Sin pronunciar palabra, Rashid golpeó a Laila con el cinturón. Ocurrió todo tan rápido que Laila no tuvo tiempo de retroceder ni agacharse, ni siquiera de protegerse con el brazo. Se tocó la sien, miró la sangre y luego a su marido con asombro. Aquella expresión incrédula sólo duró un instante, y enseguida dio paso al odio.

Rashid volvió a blandir el cinturón.

Esta vez Laila se protegió con el brazo y trató de agarrar el cinto, pero falló, y él volvió a golpearla. La mujer consiguió atraparlo brevemente antes de que Rashid se lo arrebatara de un tirón para azotarla de nuevo. Ella echó a correr por la habitación al tiempo que Mariam empezaba a gritar atropelladamente y a suplicar a Rashid, que perseguía a Laila y le cerraba el paso sin dejar de vapulearla. En un momento dado, Laila lo esquivó y consiguió asestarle un puñetazo en la oreja, con lo que sólo consiguió que Rashid escupiera una maldición y la persiguiera aún con más saña. La atrapó, la estampó contra la pared para azotarla con el cinturón una y otra vez. La hebilla se clavó en su pecho, sus hombros, sus brazos alzados, sus dedos, haciendo brotar la sangre.

Mariam perdió la cuenta de las veces que oyó restallar el cinto, de las palabras de súplica que gritó a Rashid, de las vueltas que dio en torno a la mezcla incoherente de dientes, puños y cinturón, antes de distinguir unos dedos que se clavaban en el rostro de Rashid, unas uñas desiguales que se hundían en sus flácidos carrillos y le tiraban del pelo y le arañaban la frente, antes de darse cuenta, con sorpresa y deleite a la vez, de que esos dedos eran suyos.

El hombre soltó a Laila y se volvió hacia ella. Al principio, la miraba sin verla, luego entornó los párpados y la examinó con interés. Su expresión varió del asombro a la sorpresa, luego a la reprobación, la decepción incluso, y siguió así unos instantes.

Mariam recordó la primera vez que había visto los ojos de Rashid, bajo el velo nupcial, en presencia de Yalil, cuando sus miradas se habían cruzado en el espejo, indiferente la de él, dócil la suya, sumisa, casi como disculpándose.

Disculpándose.

Mariam vio ahora en esos mismos ojos que había sido una estúpida.

¿Acaso había sido una esposa infiel?, se preguntó. ¿Una esposa ingrata? ¿Había sido su comportamiento deshonroso? ¿Vulgar? ¿Qué daño había hecho ella voluntariamente a ese hombre para granjearse su maldad, sus continuos ataques, el placer con que la atormentaba? ¿Acaso no había cuidado de él cuando estaba enfermo? ¿No había agasajado a sus amigos, y había atendido la casa con diligencia?

¿Acaso no había entregado su juventud a ese hombre?

¿Había merecido alguna vez, en justicia, su crueldad?

El cinturón produjo un chasquido sordo cuando Rashid lo dejó caer y fue a por ella. Algunas cosas, decía ese ruido, debían hacerse con las manos desnudas.

Pero justo cuando Rashid se le echaba encima, Mariam vio a Laila detrás de él cogiendo algo del suelo. Vio la mano de Laila alzándose por encima de su cabeza y cayendo luego hasta estrellarse contra un lado de la cara de Rashid. Un cristal se hizo añicos. Los restos del vaso cayeron al suelo. Laila tenía las manos ensangrentadas, y también manaba sangre de la herida abierta en la mejilla del hombre, sangre que le bajaba por el cuello hasta la camisa. Él se dio la vuelta, enseñando los dientes con fiereza y echando chispas por los ojos.

Rashid y Laila fueron a parar al suelo, retorciéndose y pegándose. El hombre acabó encima de ella con las manos en torno a su cuello.

Mariam le arañó, le golpeó en el pecho, se arrojó sobre él. Trató de separarle los dedos del cuello de Laila. Los mordió. Pero esas garras seguían apretando con fuerza y Mariam comprendió que esa vez no iba a detenerse ante nada.

Pretendía estrangular a Laila, y nada ni nadie podría impedirlo.

La mujer mayor se apartó y salió de la estancia. Oyó un golpeteo en el piso de arriba y comprendió que Zalmai aporreaba la puerta cerrada con sus manos diminutas. Mariam corrió por el pasillo y cruzó el patio en un vuelo.

Una vez en el cobertizo, Mariam cogió la pala.

Rashid no advirtió que ella volvía a entrar en la sala de estar. Seguía encima de Laila con mirada de loco y apretándole el cuello. El rostro de la mujer se estaba amoratando y tenía los ojos en blanco. Mariam comprendió que había dejado de debatirse. «Va a matarla -se dijo-. Está decidido a matarla.» Y ella no podía, no pensaba permitir que lo hiciera. En veintisiete años de matrimonio, era mucho lo que Rashid le había arrebatado. No iba a dejar que también le quitara a Laila.

Mariam afianzó los pies y aferró con fuerza el mango de la pala. La levantó. Dijo el nombre de Rashid: quería que él lo viera todo.

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