Isabel Allende - La Ciudad de las Bestias

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Alexander Cold, es un muchacho americano de 15 años a quien sus padres deciden enviar a Nueva York a casa de su abuela Kate mientras su madre, enferma de cáncer, se somete a tratamiento. Aunque al principio a Alex le parece horrible la idea, cuando llegua a Nueva York se entera de que su abuela, una escritora intrépida que trabaja para una revista de viajes, le tiene preparada una sorpresa: viajarán juntos a la selva amazónica, entre Brasil y Venezuela.
Los dos formarán parte de una expedición para buscar a una criatura gigante de la que no se sabe nada, ya que desprende un olor tan penetrante que desmaya o paraliza a todo aquel que tiene cerca. La aventura llevará a la abuela y al nieto a un mundo sorprendente en el que convivirán con toda una galería de personajes, desde Nadia Santos, una chica brasileña de 12 años que puede hablar con los animales y sabe mucho de la naturaleza, a un centenario chamán indígena que conoce los secretos de la medicina y de las tradiciones, y a una tribu de indios que viven como en la Edad de Piedra y dominan el arte de hacerse casi invisibles.
El universo ya conocido de Isabel Allende se amplía en ` La Ciudad de las Bestias` con nuevos elementos de realismo mágico, aventura y naturaleza. Los jóvenes protagonistas, Nadia y Alexander, se internan en la inexplorada selva amazónica llevando de la mano al lector en un viaje sin pausa por un territorio misterioso donde se borran los límites entre la realidad y el sueño, donde hombres y dioses se confunden, donde los espíritus andan de la mano con los vivos.

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– ¡No! ¡No! ¡Ahí está el Rahakanariwa! -gritó la chica señalando los frascos de las vacunas.

César Santos pensó que su hija se había vuelto loca y trató de sujetarla, pero ella se desprendió de sus brazos y corrió a reunirse con Alex, chillando y dando manotazos contra Mauro Carías, que le salió al paso. A toda prisa procuraba explicar a los indios que se había equivocado, que las vacunas no los salvarían, al contrario, los matarían, porque el Rahakanariwa estaba en la jeringa.

MANCHAS DE SANGRE

La doctora Omayra Torres no perdió la calma. Dijo que todo eso era una fantasía de los niños, el calor los había trastornado, y ordenó al capitán Ariosto que se los llevara. Enseguida se dispuso a continuar con su interrumpida tarea, a pesar de que para entonces había cambiado por completo el ánimo de la tribu. En ese momento, cuando el capitán Ariosto estaba listo para imponer orden a tiros, mientras los soldados forcejeaban con Nadia y Alex, se adelantó Karakawe, quien no había pronunciado más de media docena de palabras en todo el viaje.

– ¡Un momento! -exclamó.

Ante el desconcierto general, ese hombre que había dicho media docena de palabras durante todo el viaje, anunció que era funcionario del Departamento de Protección del Indígena y explicó detalladamente que su misión consistía en averiguar por qué perecían en masa las tribus del Amazonas, sobre todo aquellas que vivían cerca de los yacimientos de oro y diamantes. Sospechaba desde hacia tiempo de Mauro Carías, el hombre que más se había beneficiado explotando la región.

– ¡Capitán Ariosto, requise las vacunas! -ordenó Karakawe-. Las haré examinar en un laboratorio. Si tengo razón, esos frascos no contienen vacunas, sino una dosis mortal del virus del sarampión. Por toda respuesta el capitán Ariosto apuntó su arma y disparó al pecho de Karakawe. El funcionario cayó muerto instantáneamente. Mauro Carías dio un empujón a la doctora Omayra Torres, sacó su arma y, en el instante en que César Santos corría a cubrir a la mujer con su cuerpo, vació su pistola en los frascos alineados sobre la mesa, haciéndolos añicos. El líquido se desparramó en la tierra.

Los acontecimientos se precipitaron con tal violencia, que después nadie pudo narrarlos con precisión, cada uno tenía una versión diferente. La filmadora de Timothy Bruce registró parte de los hechos y el resto quedó en la cámara que sostenía Kate Coid.

Al ver los frascos destrozados, los indios creyeron que el Rahakanariwa había escapado de su prisión y volvería a su forma de pájaro caníbal para devorarlos. Antes que nadie pudiera impedirlo, Tahama lanzó un alarido escalofriante y descargó un garrotazo formidable sobre la cabeza de Mauro Carías, quien se desplomó como un saco en el suelo. El capitán Ariosto volvió su arma contra Tahama, pero Alex se estrelló contra sus piernas y el mono de Nadia, Borobá, le saltó a la cara. Las balas del capitán se perdieron en el aire, dando tiempo a Tahama de retroceder, protegido por sus guerreros, que ya habían empuñado los arcos.

En los escasos segundos que tardaron los soldados en organizarse y desenfundar sus pistolas, la tribu se dispersó. Las mujeres y los niños escaparon como ardillas, desapareciendo en la vegetación, y los hombres alcanzaron a lanzar varias flechas antes de huir también. Los soldados disparaban a ciegas, mientras Alex todavía luchaba con Ariosto en el suelo, ayudado por Nadia y Borobá. El capitán le dio un golpe en la mandíbula con la culata de la pistola y lo dejó medio aturdido, luego se sacudió a Nadia y al mono a bofetadas. Kate Coid corrió a socorrer a su nieto, arrastrándolo fuera del centro del tiroteo. Con el griterío y la confusión, nadie oía las voces de mando de Ariosto.

En pocos minutos la aldea estaba manchada de sangre: había tres soldados heridos de flecha y varios indios muertos, además del cadáver de Karakawe y el cuerpo inerte de Mauro Carías. Una mujer había caído atravesada por las balas y el niño que llevaba en los brazos quedó tirado en el suelo a un paso de ella. Ludovic Leblanc, quien desde la aparición de la tribu se había mantenido a prudente distancia, parapetado detrás de un árbol, tuvo una reacción inesperada. Hasta entonces se había comportado como un manojo de nervios, pero al ver al niño expuesto a la violencia, sacó valor de alguna parte, cruzó corriendo el campo de batalla y levantó en brazos a la pobre criatura. Era un bebé de pocos meses, salpicado con la sangre de su madre y chillando desesperado. Leblanc se quedó allí, en medio del caos, sosteniéndolo apretadamente contra el pecho y temblando de furia y desconcierto. Sus peores pesadillas se habían invertido: los salvajes no eran los indios, sino ellos. Por último se acercó a Kate Coid, quien procuraba enjuagar la boca ensangrentada de su nieto con un poco de agua, y le pasó la criatura.

– Vamos, Coid, usted es mujer, sabrá qué hacer con esto -le dijo. La escritora, sorprendida, recibió al niño sujetándolo con los brazos extendidos, como si fuera un florero. Hacía tantos años que no tenía uno en las manos, que no sabia qué hacer con él.

Para entonces Nadia había logrado ponerse de pie y observaba el campo sembrado de cuerpos. Se acercó a los indios, tratando de reconocerlos, pero su padre la obligó a retroceder, abrazándola, llamándola por su nombre, murmurando palabras tranquilizadoras. Nadia alcanzó a ver que Iyomi y Tahama no estaban entre los cadáveres y pensó que al menos la gente de la neblina todavía contaba con dos de sus jefes, porque los otros dos, Águila y Jaguar les habían fallado.

– ¡Pónganse todos contra ese árbol! -ordenó el capitán Ariosto a los expedicionarios. El militar estaba lívido, con el arma temblando en la mano. Las cosas habían salido muy mal.

Kate Coid, Timothy Bruce, el profesor Leblanc y los dos chicos le obedecieron. Alex tenía un diente roto, la boca llena de sangre y todavía estaba atontado por el culatazo en la mandíbula. Nadia parecía en estado de choque, con un grito atascado en el pecho y los ojos fijos en los indios muertos y en los soldados que gemían tirados por el suelo. La doctora Omayra Torres, ajena a todo lo que la rodeaba y bañada en lágrimas, sostenía sobre sus piernas la cabeza de Mauro Carías. Besaba su rostro pidiéndole que no se muriera, que no la dejara, mientras su ropa se empapaba de sangre.

– Nos íbamos a casar… -repetía como una letanía.

– La doctora es cómplice de Mauro Carías. Se refería a ella cuando dijo que alguien de su confianza viajaría con la expedición, ¿te acuerdas? ¡Y nosotros acusábamos a Karakawe! -susurró Alex a Nadia, pero ella estaba sumida en el espanto, no podía oírle.

El muchacho comprendió que el plan del empresario de exterminar a los indios con una epidemia de sarampión requería la colaboración de la doctora Torres. Desde hacia varios años los indígenas morían en masa víctimas de esa y otras enfermedades, a pesar de los esfuerzos de las autoridades por protegerlos. Una vez que estallaba una epidemia no había nada que hacer, porque los indios carecían de defensas; habían vivido aislados por miles de años y su sistema inmunológico no resistía los virus de los blancos. Un resfrío común podía matarlos en pocos días, con mayor razón otros males más serios. Los médicos que estudiaban el problema no entendían por qué ninguna de las medidas preventivas daba resultados. Nadie podía imaginar que Omayra Torres, la persona comisionada para vacunar a los indios, era quien les inyectaba la muerte, para que su amante pudiera apropiarse de sus tierras.

La mujer había eliminado a varias tribus sin levantar sospechas, tal como pretendía hacerlo con la gente de la neblina. ¿Qué le había prometido Carías para que ella cometiera un crimen de tal magnitud? Tal vez no lo había hecho por dinero, sino sólo por amor a ese hombre. En cualquier caso, por amor o por codicia, el resultado era el mismo: centenares de hombres, mujeres y niños asesinados. Si no es por Nadia Santos, quien vio a Omayra Torres y Mauro Carías besándose, los designios de esa pareja no habrían sido descubiertos. Y gracias a la oportuna intervención de Karakawe -quien lo pagó con su vida- el plan fracasó.

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