– Es el agua para curar a mi mamá -dijo él-. Encontré la fuente de la eterna juventud, la que otros buscaron durante siglos, Kate. Mi mamá se pondrá bien.
Por primera vez desde que el muchacho podía recordar, su abuela tomó la iniciativa de hacerle un cariño. Sintió sus brazos delgados y musculosos envolviéndolo, su olor a tabaco de pipa, sus pelos gruesos cortados a tijeretazos, su piel seca y áspera como cuero de zapato; oyó su voz ronca nombrándolo y sospechó que tal vez su abuela lo quería un poco, después de todo. Apenas Kate Coid se dio cuenta de lo que hacía, se separó con brusquedad, empujándolo hacia la mesa, donde lo aguardaba Nadia. Los dos chicos, hambrientos y fatigados, atacaron los frijoles, el arroz, el pan de mandioca y unos pescados medio carbonizados y erizados de espinas. Alex devoró con un apetito feroz, ante los ojos sorprendidos de Kate Coid, quien sabía cuán fastidioso era su nieto para la comida.
Después de comer los amigos se bañaron largamente en el río. Se sabían rodeados por los indios invisibles, que seguían desde la espesura cada movimiento de los nahab. Mientras ellos chapoteaban en el agua, sentían sus ojos encima igual que si los tocaran con las manos. Concluyeron que no se acercaban por la presencia de los desconocidos y los helicópteros, que habían vislumbrado en el cielo, pero jamás habían visto de cerca. Trataron de alejarse un poco, pensando que si estaban solos la gente de la neblina se mostraría, pero había mucho movimiento en la aldea y les fue imposible retirarse al bosque sin llamar la atención. Por suerte los soldados no se atrevían a apartarse ni un paso del campamento, porque las historias sobre la Bestia y la forma en que destripó a uno de sus compañeros los tenían aterrorizados. Nadie había explorado antes el Ojo del Mundo y habían oído de los espíritus y demonios que rondaban esa región. Temían menos a los indios, porque contaban con sus armas de fuego y ellos mismos tenían sangre indígena en las venas.
Al anochecer todos menos los centinelas de turno se sentaron en grupos en torno a una fogata a fumar y beber. El ambiente era lúgubre y alguien solicitó un poco de música para levantar los ánimos. Alex debió admitir que había perdido la célebre flauta de Joseph Coid, pero no podía decir dónde sin mencionar su aventura en el interior del tepui. Su abuela le lanzó una mirada asesina, pero nada dijo, adivinando que su nieto le ocultaba muchas cosas. Un soldado sacó una armónica y tocó un par de melodías populares, pero sus buenos propósitos cayeron en el vacío. El miedo se había apoderado de todos.
Kate Coid se llevó aparte a los chicos para contarles lo ocurrido en su ausencia, desde que se los llevaron los indios. Cuando se dieron cuenta que se habían evaporado, iniciaron al punto la búsqueda y, provistos de linternas, salieron por el bosque llamándolos durante casi toda la noche. Leblanc contribuyó a la angustia general con otro de sus atinados pronósticos: habían sido arrastrados por los indios y en ese momento seguro se los estaban comiendo asados al palo. El profesor aprovechó para ilustrarlos sobre la forma en que los indios caribes cortaban pedazos de los prisioneros vivos para devorarlos. Cierto, admitió, no estaban entre caribes, quienes habían sido civilizados o exterminados hacía más de cien años, pero nunca se sabe cuán lejos llegan las influencias culturales. César Santos había estado a punto de arremeter a puñetazos contra el antropólogo.
Por la tarde del día siguiente apareció finalmente un helicóptero a rescatarlos. El bote con el infortunado Joel González había llegado sin novedad a Santa María de la Lluvia, donde las monjas del hospital se encargaron de atenderlo. Matuwe, el guía indio, consiguió ayuda y él mismo acompañó al helicóptero, donde viajaba el capitán Ariosto. Su sentido de orientación era tan extraordinario, que sin haber volado nunca pudo ubicarse en la interminable extensión verde de la selva y señalar con exactitud el sitio donde aguardaba la expedición del International Geographic. Apenas descendieron, Kate Coid obligó al militar a pedir por radio más refuerzos para organizar la búsqueda sistemática de los chicos desaparecidos.
César Santos interrumpió a la escritora para agregar que ella había amenazado al capitán Ariosto con la prensa, la embajada americana y hasta la CIA si no cooperaba; así obtuvo el segundo helicóptero, donde llegaron más soldados y también Mauro Carías. No pensaba salir de allí sin su nieto, había asegurado, aunque tuviera que recorrer todo el Amazonas a pie.
– ¿Cierto que dijiste eso, Kate? -preguntó Alex, divertido.
– No por ti, Alexander. Por una cuestión de principio -gruñó ella.
Esa noche Nadia Santos, Kate Coid y Omayra Torres ocuparon una tienda, Ludovic Leblanc y Timothy Bruce otra, Mauro Carías la suya, y el resto de los hombres se acomodaron en hamacas entre los árboles. Pusieron guardias en los cuatro costados del campamento y mantuvieron luces de petróleo encendidas. Aunque nadie lo mencionó en voz alta, supusieron que así mantendrían alejada a la Bestia. Las luces los convertían en blanco fácil para los indios, pero hasta entonces nunca las tribus atacaban en la oscuridad, porque temían a los demonios nocturnos que escapan de las pesadillas humanas.
Nadia, quien tenía el sueño liviano, durmió unas horas y despertó pasada la medianoche con los ronquidos de Kate Coid. Después de comprobar que la doctora tampoco se movía, ordenó a Borobá que permaneciera en su sitio y se deslizó silenciosa fuera de la tienda. Había observado con suma atención a la gente de la neblina, decidida a imitar su facultad de pasar inadvertida, así descubrió que no consistía sólo en camuflar el cuerpo, sino también en una firme voluntad de volverse inmaterial y desaparecer. Requería concentración para alcanzar el estado mental de invisibilidad, en el cual era posible colocarse a un metro de otra persona sin ser visto. Sabía cuándo había alcanzado ese estado porque sentía su cuerpo muy ligero, luego parecía disolverse, borrarse del todo. Necesitaba mantener su propósito sin distraerse, sin permitir que los nervios la traicionaran, único modo de permanecer oculta ante los demás. Al salir de su carpa debió deslizarse a corta distancia de los guardias que rondaban el campamento, pero lo hizo sin ningún temor, protegida por ese extraordinario campo mental que había creado a su alrededor.
Apenas se sintió segura en el bosque, vagamente iluminado por la luna, imitó el canto de la lechuza dos veces y esperó. Un rato después percibió a su lado la silenciosa presencia de Walimaí. Pidió al brujo que hablara con la gente de la neblina para convencerla de acercarse al campamento y vacunarse. No podrían ocultarse indefinidamente en las sombras de los árboles, dijo, y si intentaban construir una nueva aldea, serían descubiertos por los «pájaros de ruido y viento». Le prometió que ella mantendría a raya al Rahakanariwa y que jaguar negociaría con los nahab. Le contó que su amigo tenía una abuela poderosa, pero no trató de explicarle el valor de escribir y publicar en la prensa, supuso que el chamán no entendería a qué se refería, porque desconocía la escritura y nunca había visto una página impresa. Se limitó a decir que esa abuela tenía mucha magia en el mundo de los nahab, aunque su magia de poco servía en el Ojo del Mundo.
Por su parte, Alexander Coid se acostó en una hamaca al aire libre, un poco separado de los demás. Tenía la esperanza de que durante la noche los indios se comunicaran con él, pero cayó dormido como una piedra. Soñó con el jaguar negro. El encuentro con su animal totémico fue tan claro y preciso, que al día siguiente no estaba seguro de si lo había soñado o si sucedió en realidad. En el sueño se levantaba de su hamaca y se alejaba cautelosamente del campamento, sin ser visto por los centinelas. Al entrar al bosque, fuera del alcance de la luz de la hoguera y las lámparas de petróleo, veía al felino negro echado sobre la gruesa rama de un inmenso castaño, su cola moviéndose en el aire, sus ojos brillando en la noche como deslumbrantes topacios, tal como apareció en su visión, cuando bebió la poción mágica de Walimaí. Con sus dientes y garras podía destripar a un caimán, con sus poderosos músculos corría como el viento, con su fuerza y valor podía enfrentar a cualquier enemigo. Era un animal magnífico, rey de las fieras, hijo del Sol Padre, príncipe de la mitología de América. En el sueño el muchacho se detenía a pocos pasos del jaguar y, tal como en su primer encuentro en el patio de Mauro Carías, escuchaba la voz cavernosa saludándolo por su nombre: Alexander… Alexander… La voz sonaba en su cerebro como un gigantesco gong de bronce, repitiendo una y otra vez su nombre. ¿Qué significaba el sueño? ¿Cuál era el mensaje que el jaguar negro deseaba transmitirle?
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