Mario Puzo - Los tontos mueren

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Novela del escritor estadounidense Mario Puzo, y su primera obra publicada tras el éxito de “El Padrino”. Trata sobre John Merlyn, un escritor principiante, funcionario del departamento de avituallamiento del ejercito, que viaja a Las Vegas y se convierte en jugador casi profesional, donde se conoce con Cully, jugador profesional en bancarrota el cual se convierte en un alto funcionario del hotel Xanadú, mano derecha de uno de los dueños.

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Doran era, en general, un buen juez del carácter de las personas, y era realmente listo para dar con el umbral de la codicia. Sabía que una clave era el señor Horatio Bascombe. El padre podía convencer a la mujer y al hijo. Además, el padre era el más vulnerable a la vida. Si su hijo no ganaba dinero, era volver a ir a la iglesia para el señor Bascombe. Se acababan los viajes por el país, el tocar el piano, las chicas guapas, las comidas exóticas. Volvería al aburrimiento de siempre con su mujer. El padre se jugaba más cosas; el que Rory perdiese la voz era más importante para él que para nadie.

Doran suavizó al señor Bascombe con una linda cantante de un club de jazz barato de Nashville. Luego, una buena cena con puros al día siguiente. Mientras fumaban los puros, le explicó los planes que tenía para Rory. Un musical en Broadway, un álbum con canciones especiales escritas por los famosos hermanos Dean. Luego, un gran papel en una película que podría convertir a Rory en otro Judy Garland o Elvis Presley. Dinero a espuertas. Bascombe devoraba aquello, ronroneando como un gato. Ni siquiera codicioso, porque todo estaba allí. Era inevitable. Él era millonario. Luego Doran cayó sobre él.

– Sólo hay un problema -le dijo-. Los médicos dicen que su voz está a punto de cambiar. Está entrando en la pubertad.

Bascombe pareció algo inquieto.

– Se le hará la voz algo más profunda. Quizás resulte mejor.

Doran meneó la cabeza.

– Lo que le convierte a él en una superestrella es esa dulzura aguda y clara. Sí que podría mejorar. Pero tardaría cinco años en prepararse y salir con una nueva imagen. Y entonces, será difícil que lo consiga. Yo se lo he vendido a todo el mundo con la voz que tiene ahora.

– Bueno, a lo mejor a él no le cambia la voz -dijo Bascombe.

– Sí, a lo mejor no le cambia -dijo Doran, y dejó las cosas así.

Dos días después, Bascombe se dejó caer por el apartamento de Doran. Janelle le hizo pasar y le dio una copa. La miraba atenta y ávidamente, pero ella le ignoró.

Y cuando empezó a hablar con Doran, les dejó solos.

Aquella noche en la cama, después de hacer el amor, Janelle le preguntó a Doran:

– ¿Cómo va tu sucio plan?

Doran sonrió. Sabía que Janelle le despreciaba por lo que estaba haciendo, pero era una tía tan equilibrada que aun así seguía acostándose con él como siempre. Como Rory, Janelle aún no sabía lo grande que era. Doran se sentía satisfecho. Eso era lo que le gustaba a él, un buen servicio. Gente que no conociera su valor.

– Tengo enganchado a ese avaro cabrón -dijo-. Ahora tengo que trabajarme a la madre y al chico.

Doran, que se consideraba el mejor vendedor al este de las Rocosas, atribuyó su éxito final a esos poderes. Pero la verdad fue que tuvo suerte. Al señor Bascombe le había suavizado y convencido la vida extremadamente dura que había llevado antes del milagro de la voz de su hijo. No podía renunciar al sueño dorado y volver a la esclavitud. Eso no era tan insólito. En lo que de veras tuvo suerte Doran fue en lo de la madre.

La señora Bascombe había sido una beldad sureña de pueblo, y, ligeramente promiscua en su adolescencia, se había visto arrastrada al matrimonio por la simpatía pueblerina y sureña y la habilidad para tocar el piano de Horatio Bascombe. Al irse marchitando su belleza, sucumbió al miasma pantanoso de la religiosidad sureña. Al hacerse menos atractivo su marido, la señora Bascombe encontró más atractivo a Jesús. La voz de su hijo era su ofrenda amorosa a Jesús. Doran explotó esto. Retuvo a Janelle en la habitación mientras hablaba con la señora Bascombe, sabiendo que aquel tema delicado pondría nerviosa a la vieja si estaba sola con un hombre.

Doran fue respetuosamente simpático y atento con la señora Bascombe. Indicó que en los años futuros cien millones de personas de todo el mundo oirían a su hijo Rory cantar las glorias de Jesús. En los países católicos, en los países musulmanes, en Israel, en las ciudades africanas. Su hijo sería el evangelista más importante de la religión cristiana desde Lutero. Sería superior a Billy Graham, superior a Oral Roberts, dos de los santos de este mundo para la señora Bascombe. Y su hijo se vería a salvo del pecado más grave y más tentador. Era, sin lugar a dudas, la voluntad de Dios.

Janelle les miraba a los dos. La fascinaba Doran, el que pudiera hacer algo así sin ser malvado, simplemente con ánimo mercenario. Era como un niño robando centavos del bolso de su madre. Y la señora Bascombe, tras una hora de enfebrecidas súplicas de Doran, se debilitó. Y Doran pudo rematarla.

– Señora Bascombe, sé que hará usted este sacrificio por Jesús. El gran problema es su hijo. Es sólo un niño y ya sabe usted cómo son los niños.

La señora Bascombe esbozó una amarga sonrisa.

– Sí -dijo-. Lo sé.

Lanzó una rápida y venenosa mirada a Janelle.

– Pero mi Rory es un buen chico. Hará lo que yo le diga.

Doran suspiró con alivio.

– Sabía que podría contar con usted.

Entonces, la señora Bascombe dijo fríamente:

– Hago esto por Jesús. Pero me gustaría redactar un nuevo contrato. Quiero el quince por ciento de su treinta por ciento, como socia suya.

Hizo una pausa y luego añadió:

– Y mi marido no tiene por qué saberlo.

Doran suspiró de nuevo.

– No hay nada como la vieja religión tradicional -dijo-. Sólo espero que pueda arreglarlo usted todo.

La mamá de Rory lo resolvió. Nadie supo cómo. Todo quedó dispuesto. A la única que no le gustaba la idea era a Janelle. En realidad, estaba horrorizada; tanto, que dejó de dormir con Doran y él consideró la idea de librarse de ella. Además, Doran tenía un último problema: conseguir un médico que le cortase las bolas a un chaval de catorce años.

Pero la idea era ésa. Si lo habían hecho los antiguos Papas, ¿por qué no iba a hacerlo Doran? Fue Janelle quien estropeó el plan. Estaban todos reunidos en el apartamento de Doran. Doran estaba intentando quitarle a la señora Bascombe aquel quince por ciento de comisión, así que no prestaba atención. Janelle se levantó, cogió de la mano a Rory y se lo llevó al dormitorio.

– ¿Qué hace usted con mi chico? -protestó la señora Bascombe.

– Acabamos enseguida -dijo Janelle dulcemente-. Sólo quiero enseñarle una cosa.

Una vez dentro del dormitorio, cerró la puerta. Luego, condujo con firmeza a Rory a la cama, le soltó el cinturón, le bajó los pantalones y los calzoncillos. Le tomó la mano, se la colocó entre las piernas y luego le apoyó la cabeza entre sus pechos desnudos.

En tres minutos acabaron, y luego el chaval sorprendió a Janelle. Se puso los pantalones, olvidando los calzoncillos, abrió la puerta del dormitorio e irrumpió en el salón. El primer puñetazo enganchó a Doran de lleno en la boca, y luego se dedicó a dar mamporros como las aspas de un molino de viento hasta que su padre le sujetó.

Janelle me sonreía, desnuda en la cama.

– Doran me odia, aunque ya hace seis años de eso. Le costé millones de dólares.

Yo también sonreía.

– ¿Y qué pasó con el juicio?

Janelle se encogió de hombros.

– Nos tocó un juez civilizado. Habló conmigo y con el chico a solas y luego desestimó el caso. Advirtió a los padres y a Doran que podía procesarles pero aconsejó a todo el mundo que mantuviesen la boca cerrada.

Pensé un rato en silencio.

– ¿Y a ti qué te dijo?

Janelle sonrió de nuevo.

– Me dijo que si él tuviera treinta años menos, daría cualquier cosa porque yo fuese su chica.

Lancé un suspiro.

– Dios mío, no sé cómo te las arreglas para hacer que todo parezca bien. Pero ahora quiero que me contestes con sinceridad. ¿Lo harás?

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