Mario Puzo - Los tontos mueren

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Novela del escritor estadounidense Mario Puzo, y su primera obra publicada tras el éxito de “El Padrino”. Trata sobre John Merlyn, un escritor principiante, funcionario del departamento de avituallamiento del ejercito, que viaja a Las Vegas y se convierte en jugador casi profesional, donde se conoce con Cully, jugador profesional en bancarrota el cual se convierte en un alto funcionario del hotel Xanadú, mano derecha de uno de los dueños.

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Pero nunca fue cierto. Al final, nunca es cierto. Nada lo es. Ni siquiera mis razones. Como otra razón. Me gustan las tetas de las mujeres y, ¿por qué es eso antinatural? Me gusta chuparle los senos a otra mujer y, ¿por qué disgusta esto a los nombres? A ellos les resulta muy agradable, ¿creen que a las mujeres no? Todos fuimos bebés en un tiempo. Niños de pecho.

¿Por eso lloran tanto las mujeres? ¿Porque nunca pueden volver a serlo? ¿Bebés? Los hombres pueden serlo. Es cierto, no hay duda. Los hombres pueden volver a ser niños. Las mujeres no. Los padres pueden ser niños de nuevo. Las madres no pueden volver a ser niñas.

Él siempre decía que se sentía seguro. Yo sabía lo que quería decir. Cuando estábamos solos, veía desaparecer la tensión de su rostro. Su mirada se suavizaba. Cuando estábamos tumbados, cálidos y desnudos, rozando suave piel, y yo le rodeaba con mis brazos y le amaba verdaderamente, le oía suspirar con un ronroneo como de gato.

Y sabía que durante aquel breve espacio él era verdaderamente feliz. Y que yo podía hacer que aquello fuese verdaderamente mágico. Y que yo era el único ser humano del mundo que podía hacerle sentir así, y eso me hacía sentirme meritoria y digna. Me hacía sentir que significaba realmente algo. No era sólo una puta para joder. No era sólo alguien con quien hablar y con quien exhibir la inteligencia. Era realmente una bruja, una hechicera del amor. Una buena bruja; y era terrible. En aquel momento, ambos podíamos morir felices, literalmente, morir de verdad felices. Podíamos enfrentar a la muerte sin miedo. Pero sólo durante aquel breve espacio. Nada perdura. Nada perdura jamás. Y así, nosotros lo acortamos deliberadamente, hacemos que termine más de prisa, ahora me doy cuenta. Un día, él dijo sin más: «Ya no me siento seguro», y nunca volví a amarle.

No soy Molly Bloom. Ese hijo de puta de Joyce. Mientras ella decía sí, sí, sí, su marido estaba diciendo no, no, no. No me acostaré con ningún hombre que diga no. Nunca, nunca más.

Merlyn dormía. Janelle se levantó de la cama y arrimó una silla a la ventana. Encendió un cigarrillo y miró hacia fuera. Mientras fumaba, oía a Merlyn moverse en la cama en un sueño inquieto. Murmuraba algo, pero ella no hizo caso. Que se fuese a la mierda. Y todos los demás hombres.

MERLYN

Janelle llevaba puestos guantes de boxeo rojo oscuro con cintas blancas. Estaba frente a mí, en la clásica postura de boxeo, la mano izquierda extendida, la derecha retirada y dispuesta para el golpe. Llevaba pantalones blancos de satén, botas de boxeo pero sin cordones. Su hermoso rostro estaba hosco. Su boca delicada y sensual estaba fruncida y apretada, la blanca barbilla apoyada en el hombro. Tenía un aire amenazador. Pero me fascinaban su pecho desnudo, los pezones rojos y redondos y el resto de un blanco cremoso, tenso por una adrenalina que no venía del amor sino del deseo de lucha.

Le sonreí. No respondió a mi sonrisa. Lanzó su izquierda y me alcanzó en la boca y yo dije: «Oh, Janelle». Me atizó otros dos fuertes izquierdazos. Me hicieron mucho daño y sentí que la sangre llenaba el vacío de debajo de la lengua. Se apartó esquivando. Extendí las manos y también en ellas había guantes rojos. Avancé pisando con mis botas de boxeo y me ajusté los pantalones cortos. En aquel momento, Janelle se lanzó sobre mí y me atizó un sólido derechazo. Vi realmente estrellas verdes y azules como en un tebeo. Se apartó esquivando de nuevo, con sus senos balanceantes y con aquellos danzantes pezones rojos que hipnotizaban.

La arrinconé. Se agachó, protegiendo la cabeza con sus manitas envueltas en los guantes rojos. Empecé lanzando un gancho de izquierda en su vientre delicadamente redondeado, pero el ombligo que había lamido tantas veces rechazó mi mano. Entramos en el forcejeo y le dije: «Ay, Janelle, déjalo ya. Te quiero, cariño». Ella se escabulló y volvió a atizarme. Fue como si un gato me rasgara la ceja con su garra y la sangre empezó a gotear. Quedé cegado y me oí decir. «Oh, Dios mío».

Limpiándome la sangre, la vi de pie en el centro del cuadrilátero, esperándome. Tenía el pelo rubio recogido atrás muy tirante en un moño, y el prendedor de bisutería que lo sujetaba resplandecía con un embrujo hipnótico. Me atizó otros dos ganchos rapidísimos, y los pequeños guantes rojos relampaguearon como lenguas. Pero entonces dejó un hueco y pude atizarle en aquella cara delicada. Mis manos no se movían. Me di cuenta de que lo único que podía salvarme era un clinch . Intentaba bailar a mi alrededor. La agarré por la cintura cuando intentaba escurrirse y le di la vuelta. Indefensa ahora, salvo que los pantalones no rodeaban del todo su cuerpo y pude ver su espalda y sus hermosas nalgas, tan plenas y redondeadas, contra las que siempre me apretaba cuando dormíamos juntos. Sentí un agudo dolor en el pecho y me pregunté por qué demonios luchaba contra mí. La agarré por la cintura y le susurré al oído, con pequeños filamentos de cabello dorado que recordaba en mi lengua. «Tiéndete boca abajo», dije. Se volvió rápidamente. Me alcanzó con un directo que no vi venir con la derecha y caí en movimiento lento, me alcé en el aire y bajé flotando hasta la lona. Atontado, conseguí alzarme sobre una rodilla y la oí contar hasta diez con su voz encantadora y cálida, la que utilizaba para hacerme correr. Me quedé sobre una rodilla y alcé la vista hacia ella.

Sonreía y luego pude oírla decir: «Diez, diez, diez, diez», frenética, ávidamente, y en su rostro se abrió luego una alegre sonrisa, y alzó ambas manos en el aire y dio un salto de alegría. Oí el retumbar espectral de millones de mujeres gritando en extasiado júbilo; otra mujer, más corpulenta, abrazaba a Janelle. Esta mujer llevaba un grueso jersey de cuello vuelto en el que se leía «CAMPEÓN» cruzando dos enormes pechos.

Luego, Janelle se acercó a mí y me ayudó.

– Fue una lucha justa -siguió diciendo-. Te derroté claramente.

Y yo dije entre lágrimas:

– No, no, no es verdad.

Entonces desperté y tendí un brazo hacia ella. Pero ella no estaba a mi lado en la cama. Me levanté y, desnudo, entré en el salón de la suite. Pude ver su cigarrillo en la oscuridad. Estaba sentada en una silla contemplando el nebuloso oscurecer que iba alzándose sobre la ciudad.

Me acerqué y me incliné y pasé mis manos por su cara. No había sangre. Sus rasgos estaban intactos y ella alzó una mano aterciopelada para tocar la mía cuando cubrió su pecho desnudo.

– No me importa lo que digas -dije-. Te quiero, signifique lo que signifique.

No me contestó.

Tras unos minutos, se levantó y me llevó de nuevo a la cama. Hicimos el amor, y luego nos dormimos abrazados. Medio entre sueños murmuré:

– Dios mío, estuviste a punto de matarme.

Ella se echó a reír.

44

Algo estaba despertándome de un profundo sueño. A través de las rendijas de las persianas de la habitación del hotel pude ver la luz rosada del inicio del amanecer de California, y luego oí sonar el teléfono. Tardé unos segundos en moverme. Vi la rubia cabeza de Janelle casi oculta bajo las sábanas. Dormía muy lejos de mí. Al seguir sonando el teléfono, tuve una sensación de pánico. Allí en Los Angeles debía ser muy temprano. Así que la llamada tenía que ser de Nueva York, y tenía que ser de mi mujer. Valerie nunca me llamaba si no era una emergencia, algo le había sucedido a uno de mis hijos. También estaba el sentimiento de culpa de recibir aquella llamada con Janelle en la cama a mi lado. Deseé que ella no despertase al descolgar el teléfono.

La voz del otro lado dijo:

– ¿Eres tú, Merlyn?

Era una voz de mujer. Pero no pude identificarla. No era Valerie.

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