Mario Puzo - Los tontos mueren

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Novela del escritor estadounidense Mario Puzo, y su primera obra publicada tras el éxito de “El Padrino”. Trata sobre John Merlyn, un escritor principiante, funcionario del departamento de avituallamiento del ejercito, que viaja a Las Vegas y se convierte en jugador casi profesional, donde se conoce con Cully, jugador profesional en bancarrota el cual se convierte en un alto funcionario del hotel Xanadú, mano derecha de uno de los dueños.

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– ¿Entonces para qué me necesitas? -le pregunté. Sentía curiosidad y cierta inquietud. No tenía sentido.

Cully suspiró.

– El viaje a Japón es muy largo -dijo Cully-. Necesito compañía. Podemos jugar en el avión, y andar por Tokio y divertirnos un poco. Además, tú eres un gran tipo, y si se nos acerca algún raterillo aficionado puedes asustarle.

– De acuerdo -dije. Pero no me convencía del todo el asunto.

Aquella noche cenamos con Gronevelt. No tenía buen aspecto. Pero estuvo muy simpático, contando historias de sus primeros tiempos en Las Vegas. Cómo había hecho su fortuna en dólares libres de impuestos antes de que el gobierno federal enviase un ejército de espías y contables a Nevada.

– Hay que hacerse rico en la oscuridad -dijo Gronevelt. Era su constante obsesión, algo parecido al premio Nobel de Osano.

– En este país todo el mundo tiene que hacerse rico en la oscuridad -insistió-. Hay miles de pequeños negocios y tiendas que se dedican a evadir dinero, y luego las grandes empresas que crean una llanura legal de oscuridad.

Pero en ningún sitio había tantas oportunidades como en Las Vegas. Gronevelt sacudió el habano y dijo con satisfacción:

– Ésa es la fuerza de Las Vegas. Aquí puedes hacerte rico en la oscuridad mejor que en ningún sitio. Ahí está su fuerza.

– Merlyn se queda sólo por esta noche -dijo Cully-. Creo que iré a Los Angeles mañana con él a comprar antigüedades. Y de paso puedo ver a esa gente de Hollywood que nos debe dinero.

Gronevelt dio una larga chupada al habano.

– Buena idea -dijo-. Estoy quedándome sin regalos. ¿Sabes cómo se me ocurrió esa idea de hacer regalos? Pues lo leí en un libro sobre juego que se publicó en 1870. La cultura es una gran cosa.

Se levantó con un suspiro; la señal para que nos fuéramos. Veíamos el Strip desde allí, con sus millones de luces rojas y verdes, y a lo lejos las oscuras montañas del desierto.

– Él sabe que vamos -dije a Cully.

– Si lo sabe, que lo sepa -dijo Cully-. Nos veremos para desayunar a las ocho. Hay que salir temprano.

A la mañana siguiente volamos de Las Vegas a San Francisco. Cully llevaba una cartera de magnífico cuero marrón, con los cantos de metal mate. Tenía también tiras metálicas. El cierre era sólido y pesado. Tenía un aspecto formidable.

– No se abrirá -dijo Cully-. Y nos será siempre fácil localizarla entre las otras maletas.

Yo jamás había visto una maleta como aquélla, y se lo dije:

– Es antigua; la encontré en Los Angeles -me dijo Cully muy satisfecho.

Subimos en el avión de las líneas aéreas japonesas, con sólo quince minutos de tiempo. Cully lo había programado todo muy justo deliberadamente. En el largo viaje jugamos al gin; cuando aterrizamos en Tokio le había ganado seis mil dólares. Pero parecía no importarle. Se limitó a darme una palmada en la espalda y a decirme:

– Ya ganaré yo en el viaje de vuelta.

Fuimos en un taxi a nuestro hotel de Tokio. Yo estaba deseando ver la fabulosa ciudad del lejano oriente. Pero aquello era un Nueva York más mísero y más contaminado. Parecía también un Nueva York a escala más pequeña, con gente más pequeña, edificios más bajos, el oscuro horizonte era como una versión en miniatura del familiar y sobrecogedor horizonte neoyorkino. Cuando llegamos al centro de la ciudad, vi que algunos hombres llevaban máscaras blancas de gasa quirúrgica. Tenían un aire extraño. Cully me dijo que los japoneses de los centros urbanos llevaban esas máscaras para protegerse de las infecciones pulmonares provocadas por la atmósfera muy contaminada.

Pasamos ante edificios y tiendas que parecían de madera, como decorados de película, y mezclados con ellos había modernos rascacielos y edificios de oficinas. Las calles estaban llenas de gente, la mayoría con ropa occidental; algunos, principalmente mujeres, con diversos tipos de kimonos. Era una mezcla desconcertante de estilos.

El hotel fue decepcionante. Era moderno y norteamericano. El inmenso vestíbulo tenía una alfombra color chocolate y grandes sillones de cuero negro. En la mayoría de estos sillones había pequeños japoneses que vestían trajes negros como los de los hombres de negocios norteamericanos y que llevaban carteras. Podría haber sido el Hilton de Nueva York.

– ¿Esto es oriente? -dije a Cully.

Cully movió la cabeza impaciente.

– Esta noche tenemos que dormir bien. Mañana haré mi negocio y por la noche te enseñaré cómo es de verdad Tokio. Lo pasarás muy bien, no te preocupes.

Tomamos una suite de dos dormitorios. Deshicimos las maletas y me di cuenta de que Cully llevaba muy poca cosa en su monstruo de cuero y metal. Los dos estábamos cansados del viaje y, aunque sólo eran las seis, hora de Tokio, nos fuimos a la cama.

A la mañana siguiente, sentí llamar a la puerta de mi dormitorio.

– Vamos -dijo Cully-. Es hora de levantarse.

Amanecía en aquel momento.

Pidió desde la habitación el desayuno, que me decepcionó. Empecé a hacerme a la idea de que no iba a ver gran cosa del Japón. Nos dieron huevos con tocino, café y zumo de naranja e incluso unos bollos ingleses. Lo único oriental eran unos pasteles. Los pasteles eran inmensos y el doble de gruesos de lo que debían ser. Parecían más bien inmensas planchas de pan, y tenían un color amarillo rancio muy raro. Probé uno y juro que sabía como a pescado.

– ¿Qué demonios es esto? -le dije a Cully.

– Son pasteles, pero hechos con aceite de pescado -dijo.

– Paso -dije yo, y empujé el plato hacia él.

Cully los terminó con verdadero gusto.

– Lo único que hay que hacer es acostumbrarse a ellos -dijo.

Mientras tomábamos café, le pregunté:

– ¿Cuál es el programa?

– Hace un día maravilloso -dijo Cully-. Daremos un paseo y te lo explicaré.

Me di cuenta de que no quería hablar en la habitación. Temía que pudiese estar controlada.

Salimos del hotel. Aún era muy temprano. Acababa de salir el sol. Doblamos una esquina, entramos por una calle lateral, y, de pronto, me vi en oriente. Por todas partes había casas pequeñas, y a lo largo de la acera se extendían enormes montones de basura de color verde que formaban una pared.

En las calles había poca gente. Pasó a nuestro lado un hombre en bicicleta, con su kimono negro flotando detrás. Aparecieron de pronto ante nosotros dos tipos musculosos con pantalones y camisas caqui y máscaras de gasa. Tuve un pequeño sobresalto y Cully se echó a reír mientras los dos hombres doblaban por otra calle lateral.

– Demonios -dije-, esas máscaras son tan raras.

– Ya te acostumbrarás a ellas -dijo Cully-. Ahora escucha atentamente. Quiero que sepas todo lo que va a pasar, para que no cometas ningún error.

Mientras seguíamos caminando a lo largo del muro de basura gris verdosa, Cully me explicó que iba a sacar de contrabando dos millones de dólares en yens japoneses y que el gobierno tenía normas muy estrictas sobre la exportación de la moneda nacional.

– Si me cazan, voy a la cárcel -dijo Cully-. A menos que Fummiro pueda resolverlo. O a menos que Fummiro vaya a la cárcel conmigo.

– ¿Y yo? -dije-. Si te cogen a ti, ¿no me cogerán a mí?

– Tú eres un escritor famoso -dijo Cully-. Los japoneses sienten un gran respeto por la cultura. Se limitarán a echarte del país. Tú mantén la boca cerrada.

– Así que estoy aquí sólo para divertirme -dije. Sabía que era mentira y quería que él se diera cuenta de que lo sabía.

Luego se me ocurrió otra cosa:

– ¿Cómo demonios vamos a pasar la aduana norteamericana? -dije.

– No lo haremos -dijo Cully-. El dinero lo soltaremos en Hong Kong. Es puerto franco. Los únicos que tienen que pasar por aduana son los que viajan con pasaportes de Hong Kong.

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