La idea de que alguien cogiera un avión desde Estados Unidos para asistir al funeral de Martha fue lo que más impresionó a Grace.
– Siempre me pregunté si entre Martha y él habría algo -dijo Grace a Paul Quenell-, que cuajaría algún día. Siempre hablaba de él, parecían quererse mucho.
Después de unos segundos de vacilación, Paul Quenell dijo que él también había reparado en lo estrecho de su amistad.
– Pero nos equivocábamos, porque eligió a un chico del pueblo, a Ed Forrest. No sé si lo conoce.
– No lo conozco, pero me han dicho que es muy agradable. -Paul no tenía ni idea de la existencia de Ed hasta ese momento, pero sabía que eso era lo que la madre de Martha querría oír.
– Y a usted le tenía en un alto concepto. Siempre hablaba de usted. Será un placer conocerle por fin.
Ojalá, pensó Paul al despedirse de ella, conocerla pudiera ser un placer en lugar de un deber trágico y penoso.
Llamaron a la puerta; era Ed. Estaba pálido y no parecía que hubiera dormido mucho, pero parecía razonablemente sereno.
– Sólo he pasado a verles. Y a ver a Martha -añadió-. Mi madre quería saber si podía hacer algo más para los preparativos de mañana.
La señora Forrest ya había preparado noventa y siete volovanes. Grace dijo que ya había hecho suficiente.
– ¿Cómo estás, Ed, cariño?
– Como se imagina. Tengo ganas de que esto acabe. En parte.
– Te comprendo -dijo Grace-. Ahora es como si todavía la tuviéramos. No nos hemos despedido todavía.
Sonrió a Ed. Si hubiera sabido que él y Martha estaban…, bueno, que estaban enamorados, la habría hecho muy feliz. Siempre había sido su deseo más ferviente que Martha se mudara a Brinsmow, quizá para trabajar de abogada. Sus ambiciones políticas parecían un paso prometedor en ese sentido. Y con Ed, tan guapo, tan encantador, tan buen hijo, habría sido demasiado bonito para ser verdad. Tal como había sido: demasiado bonito para ser verdad. Le miró y los ojos se le llenaron de lágrimas. Él la abrazó y se quedaron así, los dos, recordando a Martha y pensando cuánto la habían amado.
Aquella noche llamó Gideon.
– Jocasta, querida, voy a fallarte. No llegaré a tiempo para mañana.
Ella sintió un disgusto y un enfado desproporcionados.
– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
– Una avería en algún control de tráfico aéreo. Por eso no puedo alquilar un avión. Querida, no sabes cuánto lo siento. Hace rato que intento encontrar una solución. No he querido llamarte hasta que he visto que era inútil.
– Sí, pues ya lo has hecho -dijo Jocasta.
– Por favor, no te enfades.
– Estoy enfadada. Si hubieras salido un día antes, con tiempo para llegar, ahora estarías aquí.
– Jocasta, no he estado precisamente de vacaciones.
– Ya lo sé y sé que nunca lo estarás. Qué más da, déjalo. Me las arreglaré sin ti. Todos van a ir. Incluso Josh.
– ¿Josh? ¿Por qué va a ir él? No conocía a Martha.
– Sí la conoció. Por poco tiempo. Estuvo con nosotros los primeros días del viaje. Y volvió a encontrarla en la fiesta de nuestra boda. Quiere despedirse de ella. Presentar sus respetos, dijo. No te preocupes, Gideon, me las arreglaré.
– Jocasta…
Pero ya había colgado.
Fergus se preguntó si podía hablar con Kate sobre el contrato con Smith antes del funeral y decidió que no. Helen le había dicho que estaba muy afectada por todo lo sucedido. Fergus dijo que lo comprendía, pero que no podía retrasarlo mucho más tiempo.
– Creen que les damos largas y se están poniendo impacientes -había dicho a Kate a principios de semana.
– Que se impacienten. Me da lo mismo. En serio. Tengo el trabajo de la revista, ¿no?
Dos correos electrónicos de Smith más tarde pusieron a Fergus nervioso. No era sólo que Smith se desencantaría de Kate pronto, sino que se correría la voz de que era difícil, imprevisible, de poco fiar. No tenía suficiente éxito para poderse permitir jugar con la gente. Acababa de empezar.
Además, Fergus tenía sus propios intereses, aunque no le gustara reconocerlo: su comisión por el trabajo en la revista era calderilla comparada con el contrato de Smith. Por otro lado, Fergus sabía muy bien lo que significaba: mucha publicidad no deseada, cada vez más presión de los medios sobre Kate: «¿Cómo te hace sentir no saber quién es tu madre, Kate? ¿Crees que algún día sabrás quién es tu padre?». En el fondo sabía que Kate estaba mejor sin el contrato. Pero tres millones de dólares para comenzar en la vida significaban mucho. Siguió intentando apartar la idea de lo que podía significar para él su veinte por ciento.
Había intentado hablar de su dilema con Clio, pero ya habían tenido una fuerte discusión por eso.
– No sé ni cómo te atreves a presionarla en un momento como éste. Esos desgraciados pueden esperar.
Fergus dijo que intentaba no presionarla, pero que no era una decisión que pudiera tomar por ella, y que en Smith, por muy buena voluntad que tuvieran, no podían saber que Kate estaba pasando un mal momento y sencillamente necesitaban dejar el asunto resuelto.
– Es un asunto comercial, Clio, tienen fechas límite y tienen que cumplirlas.
– Pues diles tú que está pasando un mal momento, por el amor de Dios. Tienen que comprenderlo. Y si no, no se merecen tenerla.
Era en momentos como ése cuando Fergus se preocupaba por su relación, al ver lo diferentes que eran sus actitudes respecto a su profesión. Para Clio era algo claramente vergonzoso, para él era la única forma de ganarse la vida que conocía, y que en general disfrutaba.
Una cosa no casaba con la otra.
– Vosotros id por vuestra cuenta -dijo Jocasta a Clio-, y Nick puede llevar a Josh. Beatrice no va y no vale la pena que vaya solo en coche. No entiendo por qué quiere ir, pero es un detalle. Yo llevaré a Kate. Creo que es mejor que esté sola conmigo, podría estar muy disgustada. Casi mejor que Gideon no venga.
– ¿Josh conoce a Kate? -preguntó Clio-. ¿Sabe quién es?
– Sabe que es Kate Bianca, pero no tiene ni idea de que tenga algo que ver con Martha. Le he dicho que la conoce de la fiesta y que quiere venir. Es un poco duro de mollera, nunca les da vueltas a las cosas.
– Jocasta -dijo Clio-, ¡qué tonterías dices! Es muy inteligente, sacaba matrículas, ¿no? Desde niño.
– Sí, pero es muy tonto cuando se trata de la vida real -dijo Jocasta-, no se entera de nada.
– Ya -dijo Clio-. ¿Estás bien, Jocasta?
– Sí, claro. Estoy bien. ¿Por qué?
– No lo sé. No pareces la misma.
– Soy la misma de siempre.
Clio decidió dejarlo.
El funeral comenzaría a las dos. Poco después de la una, los coches empezaron a llenar St. Andrew's Road. A la una y media había gente de pie fuera. Se saludaban unos a otros y sonreían a los desconocidos. A las dos menos veinte, entraron todos en la iglesia.
El ataúd de Martha estaba en el porche de la vicaría. Como siempre, las mujeres del Instituto de Mujeres habían arreglado las flores de la iglesia: grandes ramos de lilas y lisianthus, y rosas blancas en el altar y en los grandes nichos a cada lado de la nave, jarrones de rosas en cada ventana y, junto a todos los bancos, un ramillete de guisantes de olor, las flores preferidas de Martha, atadas con cintas blancas.
Era un día casi perfecto de verano inglés. El cielo azul estaba salpicado de nubes blancas que se deslizaban rápidamente con la brisa. Grace, que estaba despierta desde antes del amanecer, escuchaba a los pájaros en su coro de despiadada alegría y esperaba que llorar tanto le ahorrara llorar después. No fue así.
St. Andrews no era una iglesia grande, pero tampoco pequeña. A las dos menos diez estaba llena. Los miembros más viejos de la parroquia habían acudido en masa, deseosos de despedirse de la niña que habían visto crecer, y los electores de Martha también, para mostrar su gratitud por la ayuda que les había prestado de forma gratuita, aunque fuera por tan breve tiempo. Geraldine Curtis estaba allí, con aspecto severo, y el señor Curtis, dócil, detrás. Colin Black, el agente político de Martha, también estaba, con expresión triste.
Читать дальше