Isabel Allende - El Bosque de los Pigmeos

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Alexander Cold sabe muy bien que su abuela Kate siempre está en busca de una nueva aventura. Cuando la International Geographic le pide que escriba un artículo sobre los primeros safaris africanos llevados por elefantes, Kate, Alexander y Nadia -junto con el equipo de fotógrafos de la revista- deciden adentrarse en las ardientes planicies de Kenya.
Sin embargo, no tardan en conocer a un misionario católico que se acerca a ellos para preguntarles si han visto a sus compañeros que, misteriosamente, han desaparecido. Kate, Alexander, Nadia y todo el equipo de la International Geographic deciden ayudarle. Contratan a un piloto local que los lleva a las pantanosas junglas de Ngoubé. Ahí descubren una tribu de pigmeos que se revela ser un feroz y sorprendente mundo de corrupción, esclavitud y crueldad.
Con la ayuda de los poderes mágicos de sus animales totémicos, Jaguar y Águila, Alexander y Nadia se lanzan en una asombrosa y espectacular lucha por restaurar la libertad, y devolver el poder a las manos acertadas.
El último tomo de la aclamada trilogía de Isabel Allende narra las aventuras de Jaguar y Águila en una tierra exótica, poblada de espíritus y seres misteriosos y cuenta la historia de la evolución de una extraordinaria amistad.

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– No era una pantera sino un jaguar, Kate. No se lo comió, pero le dio un buen susto.

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿Cuántas veces tengo que decirte que mi animal totémico es el jaguar, Kate?

– ¡Otra vez con la misma obsesión, Alexander! Tendrás que ver un psiquiatra cuando volvamos a la civilización. ¿Dónde está Nadia?

– Volverá pronto.

En la media hora siguiente el delicado equilibrio de fuerzas en la aldea se fue definiendo, gracias en buena parte al hermano Fernando, a Kate y a Angie. El primero logró convencer a los soldados de la Hermandad del Leopardo que se rindieran, si querían salir con vida de Ngoubé, porque sus armas no funcionaban, habían perdido al comandante y estaban rodeados por una población hostil.

Entretanto Kate y Angie habían ido a la choza a buscar a Nze y, con ayuda de unos familiares del herido, lo cargaron en una improvisada angarilla. El pobre muchacho ardía de fiebre, pero se dispuso a colaborar cuando su madre le explicó lo ocurrido esa tarde. Lo colocaron en un lugar visible y, con voz débil pero clara, arengó a sus compañeros incitándolos a sublevarse. No había nada que temer, Mbembelé ya no estaba allí. Los guardias deseaban volver a una vida normal junto a sus familias, pero sentían un terror atávico hacia el comandante y estaban acostumbrados a obedecer su autoridad. ¿Dónde estaba?

¿Lo había devorado el espectro del felino negro? Si le hacían caso a Nze y el militar regresaba, acabarían en el pozo de los cocodrilos. No creían que la reina Nana-Asante estuviera viva y, aunque así fuera, su poder no podía compararse al de Mbembelé.

Una vez reunidos con sus familias, los pigmeos consideraron que había llegado el momento de regresar al bosque, de donde no pensaban volver a salir. Beyé-Dokou se colocó su camiseta amarilla, tomó su lanza y se aproximó a Alexander para devolverle el fósil que, según creía, le había salvado de ser hecho papilla por Mbembelé. Los demás cazadores también se despidieron emocionados, sabiendo que ya no volverían a ver a ese prodigioso amigo con el espíritu de un leopardo. Alexander los detuvo. No podían irse aún, les dijo. Explicó que no estarían a salvo aunque se internaran en la más profunda espesura, allí donde ningún otro ser humano podía sobrevivir. Huir no era la solución, ya que tarde o temprano serían alcanzados o necesitarían el contacto con el resto del mundo. Debían acabar con la esclavitud y volver a tener relaciones cordiales con la gente de Ngoubé, como antes, para lo cual debían despojar de su poder a Mbembelé y echarlo para siempre de la región junto con sus soldados.

Por su parte, las esposas de Kosongo, que habían vivido prisioneras en el harén desde los catorce o quince años, se habían amotinado y por vez primera le tomaban el gusto a la juventud. Sin hacer ni el menor caso de los serios asuntos que perturbaban al resto de la población, ellas habían organizado su propio carnaval; tocaban tambores, cantaban y danzaban; se arrancaban los adornos de oro de brazos, cuellos y orejas y los lanzaban al aire, locas de libertad.

En eso estaban los habitantes de la aldea, cada grupo dedicado a lo suyo, pero todos en la plaza, cuando hizo su espectacular aparición Sombe, quien acudía llamado por las fuerzas ocultas para imponer orden, castigo y terror.

Una lluvia de chispas, como fuegos artificiales, anunció la llegada del formidable hechicero. Un grito colectivo recibió a la temida aparición. Sombe no se había materializado en muchos meses y algunos albergaban la esperanza de que se hubiera ido definitivamente al mundo de los demonios; pero allí estaba el mensajero del infierno, más impresionante y furioso que nunca. La gente retrocedió, horrorizada y él ocupó el corazón de la plaza.

La fama de Sombe trascendía la región y se había regado de aldea en aldea por buena parte de África. Decían que era capaz de matar con el pensamiento, curar con un soplo, adivinar el futuro, controlar la naturaleza, alterar los sueños, sumir a los mortales en un sueño sin retorno y comunicarse con los dioses. Proclamaban también que era invencible e inmortal, que podía transformarse en cualquier criatura del agua, el cielo o la tierra, y que se introducía dentro de sus enemigos y los devoraba desde adentro, bebía su sangre, hacía polvo sus huesos y dejaba sólo la piel, que luego rellenaba con ceniza. De ese modo fabricaba zombis, o muertos-vivos, cuya horrible suerte era servirle de esclavos.

El brujo era gigantesco y su estatura parecía el doble por el increíble atuendo que llevaba. Se cubría la cara con una máscara en forma de leopardo, sobre la cual había, a modo de sombrero, un cráneo de búfalo con grandes cuernos, que a su vez iba coronado por un penacho de ramas, como si un árbol le brotara de la cabeza. En brazos y piernas lucía adornos de colmillos y garras de fieras, en el cuello unos collares de dedos humanos y en la cintura una serie de fetiches y calabazas con pociones mágicas. Estaba cubierto por tiras de piel de diferentes animales, tiesas de sangre seca.

Sombe llegó con la actitud de un diablo vengador, decidido a imponer su propia forma de injusticia. La población bantú, los pigmeos y hasta los soldados de Mbembelé se rindieron sin un amago de resistencia; se encogieron, procurando desaparecer, y se dispusieron a obedecer lo que Sombe mandara. El grupo de extranjeros, inmovilizado de asombro, vio cómo la aparición del brujo destruía la frágil armonía que empezaba a lograrse en Ngoubé.

El hechicero, agachado como un gorila, apoyándose en las manos y rugiendo, comenzó a girar cada vez más rápido. De pronto se detenía y señalaba con un dedo a alguien y al punto la persona caía al suelo, en profundo trance, estremeciéndose con terribles estertores de epiléptico. Otros quedaban rígidos, como estatuas de granito, otros empezaban a sangrar por la nariz, la boca y las orejas. Sombe volvía a su rutina de dar vueltas como un trompo, detenerse y fulminar a alguien con el poder de un gesto. En pocos minutos había una docena de hombres y mujeres revolcándose por tierra, mientras el resto de la gente chillaba de rodillas, tragaba tierra, pedía perdón y juraba obediencia.

Un viento inexplicable pasó como un tifón por la aldea y se llevó de un soplido la paja de las chozas, todo lo que había sobre la mesa del banquete, los tambores, los arcos de palmas y la mitad de las gallinas. La noche se iluminó con una tempestad de rayos y del bosque llegó un coro horrible de lamentos. Centenares de ratas se repartieron como una peste por la plaza y enseguida desaparecieron, dejando una mortal fetidez en el aire.

De súbito Sombe saltó sobre una de las hogueras, donde habían asado la carne para la cena, y empezó a bailar entre las brasas ardientes, tomándolas con las manos desnudas para lanzarlas a la espantada multitud. En medio de las llamas y el humo surgieron centenares de figuras demoníacas, los ejércitos del mal, que acompañaron al brujo en su siniestra danza. De la cabeza de leopardo coronada de cuernos emergió un vozarrón cavernario gritando los nombres del rey depuesto y el vencido comandante, que la gente, histérica, hipnotizada, coreó largamente: Kosongo, Mbembelé, Kosongo, Mbembelé, Kosongo, Mbembelé…

Y entonces, cuando el hechicero ya tenía a la población de la aldea en su puño y surgía triunfante de la hoguera, con las llamas lamiéndole las piernas sin quemarlo, un gran pájaro blanco apareció por el sur y voló en círculos sobre la plaza. Alexander dio un grito de alivio al reconocer a Nadia.

Por los cuatro puntos cardinales entraron a Ngoubé las fuerzas convocadas por el águila. Abrían el desfile los gorilas del bosque, negros y magníficos, los grandes machos adelante, seguidos por las hembras con sus crías. Luego venía la reina Nana-Asante, soberbia en su desnudez y sus escasos harapos, con el cabello blanco erizado como un halo de plata, montada sobre un enorme elefante, tan antiguo como ella, marcado con cicatrices de lanzazos al costado. La acompañaban Tensing, el lama del Himalaya, quien había acudido al llamado de Nadia en su forma astral, trayendo a su banda de horrendos yetis en atuendos de guerra. También venían el chamán Walimai y el delicado espíritu de su esposa, a la cabeza de trece prodigiosas bestias mitológicas del Amazonas. El indio había vuelto a su juventud y estaba convertido en un apuesto guerrero con el cuerpo pintado y adornos de plumas. Y finalmente entró a la aldea la vasta muchedumbre luminosa del bosque: los antepasados y los espíritus de animales y plantas, millares y millares de almas, que alumbraron la aldea como un sol de mediodía y refrescaron el aire con una brisa limpia y fría.

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