Isabel Allende - El Bosque de los Pigmeos

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Alexander Cold sabe muy bien que su abuela Kate siempre está en busca de una nueva aventura. Cuando la International Geographic le pide que escriba un artículo sobre los primeros safaris africanos llevados por elefantes, Kate, Alexander y Nadia -junto con el equipo de fotógrafos de la revista- deciden adentrarse en las ardientes planicies de Kenya.
Sin embargo, no tardan en conocer a un misionario católico que se acerca a ellos para preguntarles si han visto a sus compañeros que, misteriosamente, han desaparecido. Kate, Alexander, Nadia y todo el equipo de la International Geographic deciden ayudarle. Contratan a un piloto local que los lleva a las pantanosas junglas de Ngoubé. Ahí descubren una tribu de pigmeos que se revela ser un feroz y sorprendente mundo de corrupción, esclavitud y crueldad.
Con la ayuda de los poderes mágicos de sus animales totémicos, Jaguar y Águila, Alexander y Nadia se lanzan en una asombrosa y espectacular lucha por restaurar la libertad, y devolver el poder a las manos acertadas.
El último tomo de la aclamada trilogía de Isabel Allende narra las aventuras de Jaguar y Águila en una tierra exótica, poblada de espíritus y seres misteriosos y cuenta la historia de la evolución de una extraordinaria amistad.

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– Se acabaron los elefantes. No podemos traer más colmillos. Ahora queremos a nuestras mujeres y nuestros hijos. Vamos a volver al bosque -anunció Beyé-Dokou sin que le temblara la voz.

Un silencio sepulcral recibió este breve discurso. La posibilidad de una rebelión de los esclavos no se le había ocurrido a nadie todavía. La primera reacción de los Hermanos del Leopardo fue matar a tiros al grupo de hombrecitos, pero no estaba Mbembelé entre ellos para dar la orden y el rey aún no reaccionaba. La población estaba desconcertada, porque la madre de Nze no había dicho nada respecto a los pigmeos. Durante años los bantúes se beneficiaron del trabajo de los esclavos y no les convenía perderlos, pero comprendieron que se había roto el equilibrio de antes. Por primera vez sintieron respeto por aquellos seres, los más pobres, indefensos y vulnerables, mostraban un valor increíble.

Kosongo llamó a su mensajero con un gesto y murmuró algo a su oído. La Boca Real dio orden de traer a los niños. Seis guardias se dirigieron a uno de los corrales y poco después reaparecieron conduciendo a un grupo miserable: dos mujeres de edad, vestidas con faldas de rafia, cada una con bebés en brazos, rodeadas por varios niños de diferentes edades, diminutos y aterrorizados. Cuando vieron a sus padres algunos hicieron ademán de correr hacia ellos, pero fueron detenidos por los guardias.

– El rey debe comerciar, es su deber. Ustedes saben lo que pasa si no traen marfil -anunció la Boca Real.

Kate Cold no pudo soportar más la angustia y, a pesar de haberle prometido a Alexander que no iba a intervenir, corrió hacia el centro de la plazuela y se plantó delante de la plataforma real, que aún estaba sobre los hombros de los portadores. Sin acordarse para nada del protocolo, que la obligaba a postrarse, increpó a Kosongo a gritos, recordándole que ellos eran periodistas internacionales, que informarían al mundo sobre los crímenes contra la humanidad que se cometían en esa aldea. No alcanzó a terminar, porque dos soldados armados de fusiles la levantaron por los brazos. La vieja escritora siguió alegando mientras se la llevaban pataleando en el aire en dirección al pozo de los cocodrilos.

El plan trazado con tanto cuidado por Nadia y Alexander se desmoronó en cuestión de minutos. Habían asignado una misión a cada miembro del grupo, pero la intervención a destiempo de Kate sembró el caos entre los amigos. Por fortuna también los guardias y el resto de la población estaban confundidos. El pigmeo designado para disparar al rey la ampolla de anestésico, quien se había mantenido oculto entre las chozas, no pudo esperar el mejor momento para hacerlo. Apurado por las circunstancias, se llevó la cerbatana a la boca y sopló, pero la inyección destinada a Kosongo dio en el pecho de uno de los cargadores que sostenían la plataforma. El hombre sintió una picada de abeja, pero no disponía de una mano libre para sacudir al supuesto insecto. Durante unos instantes se mantuvo en pie y de súbito se le doblaron las rodillas y cayó inconsciente. Sus compañeros no estaban preparados y el peso fue insostenible, la plataforma se inclinó y el sillón francés rodó hacia el suelo. Kosongo dio un grito tratando de equilibrarse y por una fracción de segundo quedó suspendido en el aire, luego aterrizó enredado en el manto, con el sombrero torcido y bramando de rabia.

Angie Ninderera decidió que había llegado el momento de improvisar, puesto que el plan original estaba arruinado. De cuatro zancadas llegó junto al rey caído, de dos manotazos apartó a los guardias que intentaron detenerla y con uno de sus largos alaridos de indio comanche cogió el sombrero y lo arrancó de la cabeza real.

La acción de Angie fue tan inesperada y tan atrevida, que la gente se paralizó, como en una fotografía. La tierra no tembló cuando los pies del rey se posaron en ella. Con sus gritos de rabia nadie quedó sordo, no cayeron pájaros muertos del cielo ni se convulsionó el bosque en estertores de agonía. Al ver el rostro de Kosongo por primera vez nadie quedó ciego, sólo sorprendido. Cuando cayó el sombrero y la cortina, todos pudieron ver la cabeza inconfundible del comandante Maurice Mbembelé.

– ¡Ya decía Kate que ustedes se parecen demasiado! -exclamó Angie.

Para entonces los soldados habían reaccionado y se precipitaron a rodear al comandante, pero ninguno se atrevió a tocarlo.

Incluso los hombres que conducían a Kate hacia su muerte soltaron a la escritora y regresaron corriendo junto a su jefe, pero tampoco ellos osaron ayudarlo. Esto permitió a Kate disimularse entre la gente y hablar con Nadia. Mbembelé logró desprenderse del manto y de un salto se puso de pie. Era la imagen misma de la furia, cubierto de sudor, con los ojos desorbitados, echando espuma por la boca, rugiendo como una fiera. Levantó su poderoso puño con la intención de descargarlo sobre Angie, pero ésta ya estaba fuera de su alcance.

Beyé-Dokou escogió ese momento para adelantarse. Se requería un valor inmenso para desafiar al comandante en tiempos normales; hacerlo entonces, cuando estaba indignado, era de una temeridad suicida. El pequeño cazador se veía insignificante frente al descomunal Mbembelé, quien se elevaba como una torre frente a él. Mirándolo hacia arriba, el pigmeo invitó al gigante a batirse en combate singular.

Un murmullo de asombro recorrió la aldea. Nadie podía creer lo que estaba ocurriendo. La gente se adelantó, agrupándose detrás de los pigmeos, sin que los guardias, tan pasmados como el resto de la población, atinaran a intervenir.

Mbembelé vaciló, desconcertado, mientras las palabras del esclavo penetraban en su cerebro. Cuando por fin comprendió el inmenso atrevimiento que tal desafío implicaba, lanzó una carcajada estrepitosa, que se prolongó en oleadas durante varios minutos. Los Hermanos del Leopardo lo imitaron, porque supusieron que eso se esperaba de ellos, pero la risa resultó forzada; el asunto había tomado un cariz demasiado grotesco y no sabían cómo actuar. Podían palpar la hostilidad de la población y presentían que los guardias bantúes estaban confundidos, listos para sublevarse.

– ¡Despejen la plaza! -ordenó Mbembelé.

La idea de Ezenji o duelo mano a mano no resultaba novedosa para nadie en Ngoubé, porque así se castigaba a los presos y de paso se creaba una diversión que al comandante le encantaba. Lo único diferente en este caso era que Mbembelé no sería juez y espectador, sino que le tocaría participar. Por supuesto que pelear contra un pigmeo no le causaba ni la menor preocupación, pensaba aplastarlo como un gusano, pero antes lo haría sufrir un poco.

El hermano Fernando, quien se había mantenido a cierta distancia, ahora salió al frente revestido de una nueva autoridad. La noticia de la muerte de sus compañeros había reforzado su fe y su coraje. No temía a Mbembelé, porque albergaba la convicción de que los seres malvados tarde o temprano pagan sus faltas y aquel comandante había cumplido ampliamente su cuota de crímenes; había llegado la hora de rendir cuentas.

– Yo serviré de árbitro. No pueden usar armas de fuego. ¿Qué armas escogen, lanza, cuchillo o machete? -anunció.

– Nada de eso. Lucharemos sin armas, mano a mano -replicó el comandante con una mueca feroz.

– Está bien -aceptó Beyé-Dokou sin vacilar.

Alexander se dio cuenta de que su amigo se creía protegido por el fósil; no sabía que sólo servía de escudo contra armas cortantes, pero no lo salvaría de la fuerza sobrehumana del comandante, quien podía descuartizarlo a mano limpia. Se llevó aparte al hermano Fernando para rogarle que no aceptara esas condiciones, pero el misionero replicó que Dios velaba por la causa de los justos.

– ¡Beyé-Dokou está perdido en una lucha cuerpo a cuerpo! ¡El comandante es mucho más fuerte! -exclamó Alexander.

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