– ¡Oh, Ashdowne! -murmuró como en un torbellino. Se contoneó en su regazo buscando un tipo de finalización y sintió que algo se agitaba y se ponía rígido contra su trasero-. ¡Oh! -jadeó cuando dio la impresión de moverse debajo de ella.
– Sí. Oh. Georgiana…
Sea lo que fuere lo que él quisiera decir se perdió en el clic de una cerradura. Sonó tan fuerte en el silencio que ambos se quedaron paralizados, hasta que captaron el ominoso sonido de una puerta al abrirse en la planta baja.
Antes de que Georgiana se diera cuenta, él se incorporó y la arrastró hasta la ventana. La abrió en un segundo y salió con un movimiento fluido. Luego la levantó para hacerla pasar por el hueco y cerró a su espalda. Aturdida, Georgiana se volvió para descubrir que estaban en un tejado; Ashdowne, sin la menor vacilación, la condujo alrededor de la chimenea y las claraboyas, saltando de un edificio a otro hasta que llegaron a un roble alto y delgado.
Aunque no era grande la distancia que los separaba del suelo, el precario descenso la frenó y la altura le resultó amenazadora desde su posición. Pero Ashdowne se movió con destreza, y sus manos siempre estuvieron ahí para tomarle las suyas o sostener todo su peso al ayudarla a bajar. Al final ella hizo pie y rozó su duro cuerpo de un modo que estuvo a punto de quitarle la poca cordura que le quedaba.
Se quedaron quietos, con las manos de él en torno a su cintura. Georgiana se aprestó a recibir una reprimenda. Ashdowne se había estropeado su elegante ropa, aparte de arriesgar su cuello y libertad en caso de que los hubieran descubierto. De pronto su plan le pareció más necio que inspirado y experimentó un profundo remordimiento por haberlo convencido de seguirlo.
Lo miró con cierta inquietud, pero, para su sorpresa, la expresión de su cara solo podía describirse como exultante. Echó la cabeza atrás y rió, allí de pie, a salvo entre las sombras. Georgiana se preguntó si se había vuelto loco. Tenía una marcada propensión a la hilaridad en los momentos más extraños. Entonces calló y se inclinó sobre ella.
– Gracias -susurró de un modo que dificultó la concentración de ella.
– ¿Por qué? -quiso saber.
– Por la aventura -explicó. Antes de que ella pudiera digerir sus palabras, se acercó para susurrarle al oído-: Lo había olvidado y estoy en deuda contigo por recordármelo.
– ¿Olvidado qué?
– La vida es una aventura -declaró, y ahí mismo, a la sombra del roble, le rozó los labios en un beso breve y duro.
Aturdida, Georgiana no fue capaz de moverse hasta que él le tomó la mano y la obligó a seguirlo.
¿Aventura? Al parecer se crecía con ellas, y mientras la conducía por unos jardines posteriores hacia las calles de Bath, le dio la impresión de que ella era su ayudante, arrastrada por una fuerza mayor que cualquier misterio.
La tarde daba paso a la noche cuando se acercaron a la residencia de los Bellewether, y Georgiana no había progresado nada en la solución del caso. Sintió como si la respuesta que antes le había parecido sencilla se escabullera entre sus dedos con cada momento que pasaba. Y su ayudante, a pesar de lo útil que era para entrar en una casa cerrada, empezaba a formar parte del problema.
Se vio obligada a reconocer que Ashdowne surtía el efecto más perturbador que nadie había provocado en ella. Su sola presencia actuaba como una droga poderosa, embotándole la mente al tiempo que agudizaba el resto de los sentidos de manera portentosa. Al recordar la sensación de la mano en su pecho, experimentó un anhelo abrumador y un bochorno horrendo.
¿De verdad había respondido a su contacto con semejante abandono? Después de desear muchas veces ser un hombre, Georgiana había desdeñado los adornos femeninos que tanto encandilaban a sus hermanas. Siempre se había considerado muy por encima de esas tonterías, demasiado lógica e inteligente para caer víctima de los encantos de algún hombre. Sin embargo, Ashdowne parecía capaz de alelarla y dejarla incoherente en cuestión de momentos.
Resultaba decididamente humillante.
Peor aún, ese curioso fenómeno no podría haber llegado en un momento más malo, ya que ese caso requería el máximo de su ingenio. Suspiró exasperada.
Era evidente que hacían falta medidas drásticas. A pesar de lo mucho que le gustaba el marqués y de cuánto apreciaba su ayuda en la investigación, iba a tener que poner punto final a su asociación. La decisión era dolorosa, y empeoró cuando se detuvo a mirarlo delante de su casa. Era tan alto y atractivo, y exhibía una expresión relajada que nunca antes le había visto.
– Ashdowne, yo…
– ¡Georgie! ¡Estás aquí! -ella sintió consternación al oír la voz de su padre. No solo la interrumpía en el momento más inoportuno, sino que se vería obligada a presentarle a Ashdowne cuando planeaba no volver a saber más de él-. Las chicas dijeron que habías ido a pasear con… -calló al observar al marqués-. Ah, ¿no es lord Ashdowne quien te acompaña? -preguntó con una voz que daba a entender que conocía muy bien la identidad de su acompañante y que eso lo complacía mucho.
– Milord, permita que le presente a mi padre, el terrateniente Bellewether.
Como de costumbre, su padre apenas le brindó a Ashdowne la oportunidad de asentir con la cabeza antes de lanzarse a un discurso sociable.
– ¡Milord! ¡Es un placer! ¡Mi pequeña Georgie paseando con uno de los visitantes más ilustres de Bath! -miró con aprobación a su hija, como si tratar con el marqués fuera una especie de logro.
Georgiana se puso rígida, ya que no era una de las mujeres embobadas que se pasaban el tiempo buscando un marido. ¡Si ni siquiera deseaba que el marqués siguiera siendo su ayudante!
– Sí, pero ya se marchaba -no prestó atención al gesto de Ashdowne al enarcar la ceja.
– ¡Oh, no! No puede irse ahora, milord -atronó su padre-. ¡No sin conocer a la familia! Pase, pase -indicó la casa-. Debe conocer a la señora Bellewether, y estoy convencido de que ella no permitirá que se marche hasta después de haber cenado con nosotros.
Georgiana miró alarmada a su padre. Incluso antes de haber tomado la decisión de despedirlo, jamás habría sometido a Ashdowne a los rigores de una cena con su alocada familia.
– Estoy segura de que su excelencia tiene otras citas esta noche -dijo, brindándole al marqués una excusa educada para rechazar la invitación. Desde luego, en ningún momento se le ocurrió que el hombre que la había mirado con desdén al principio pudiera desear quedarse a cenar, de modo que al oír su respuesta, lo miró sorprendida.
– En realidad, nada apremiante me espera esta noche -sonrió.
“¿Por qué?” Pensó ella. Decidió que tal vez deseara continuar la discusión sobre el caso. Le dio el beneficio de la duda y, después de comprobar que su padre no miraba, meneó la cabeza con vehemencia.
Eso solo consiguió provocar la curiosidad de Ashdowne.
– De hecho, terrateniente, me encantará aceptar su invitación -aunque inclinó la cabeza en dirección al padre de ella, no dejó de mirar a Georgiana, como si la retara a contradecirlo.
Indignada, lo contempló con ojos brillantes, pero no pudo plantear más objeciones, pues su padre los conducía a su casa mientras manifestaba su satisfacción con voz sonora. También Ashdowne parecía inexplicablemente complacido.
A pesar de sus recelos, se dijo que la situación podría resultar a su favor, ya que de ese modo se le evitaba una separación difícil de su ayudante. Era posible que ni siquiera tuviera que despedirlo.
Una cena con los Bellewether lo conseguiría con mucha más facilidad.
Como para confirmar las sospechas de Georgiana, Ashdowne y ella apenas habían entrado en la casa después de su padre cuando fueron recibidos por gritos. En el salón principal se veía a Araminta y a Eustacia enfrascadas en una ruidosa discusión.
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