En ese caso, ¿cómo diablos iban a realizar su búsqueda? Levantó la vista a un ventanal, que no daba la impresión de resultar accesible, y luego miró a Ashdowne, que la observaba con expresión divertida. ¿Es que pensaba que iba a rendirse con tanta facilidad? Le devolvió el escrutinio con el ceño fruncido y se quedó boquiabierta cuando él extrajo algo del bolsillo y lo insertó en la cerradura. Sonó un clic casi inaudible y la puerta se abrió hacia dentro.
– ¡Oh! -Musitó ella con asombrada admiración-. Ashdowne, ¡me retracto de todas las dudas que pudo inspirarme! ¡Decididamente es el ayudante más inteligente que hay!
– ¿Ha tenido alguno antes? -preguntó, inclinándose hacia ella cuando entró en el edificio.
– ¿Un qué? -inquirió, aturdida como siempre que lo sentía tan próximo. El calor que emanaba de su cuerpo parecía llegar hasta ella, aunque no lo había tocado.
– Un ayudante -cerró la puerta a sus espaldas.
– No -murmuró sin aliento.
– Ah, entonces prescindiré del cumplido -se adelantó y se dio la vuelta con los ojos brillantes en el tenue interior-. ¿Qué dudas? -pero Georgiana solo sonrió. El marqués movió la cabeza y comenzó a moverse por la habitación como un gato que investiga territorio nuevo. Durante un instante, ella lo contempló perpleja-. ¿Qué estamos buscando?
Georgiana parpadeó. ¿Es que con tanta celeridad había olvidado su objetivo en presencia de él?
– El collar, por supuesto -repuso con voz baja, acalorada.
– ¿Y dónde podría estar? -inquirió con tono risueño.
– ¡No lo sé! ¡Hay que buscarlo!
Mientras él continuaba la inspección, ella intentó pensar con claridad, algo difícil cuando lo tenía cerca. Se preguntó qué haría Hawkins con la pieza robada. Llegó a la conclusión de que era poco probable que la dejara en la planta baja. Se dirigió hacia las escaleras.
Una vez arriba, observó los muebles viejos y la cualidad pulcra y espartana de la habitación, que apenas mostraba el aspecto depravado que se podía esperar de la guarida de un malhechor.
Se puso a buscar debajo del colchón, en los rincones y en el armario de las sábanas. Terminaba eso cuando apareció Ashdowne.
– ¿Se divierte? -preguntó.
– ¡Trato de eliminar todas las posibilidades! -replicó, desterrando parte del entusiasmo anterior que le había despertado su ayudante, quien no parecía nada interesado en la búsqueda.
Terminado el circuito de la habitación, en un rincón descubrió un baúl cubierto con unas mantas. Animada, levantó la tapa.
– ¡He encontrado algo! -manifestó al mirar en el interior oscuro.
Metió la mano y extrajo unos cordeles oscuros de terciopelo. Semejaban los que se empleaban para sujetar las cortinas, aunque no le costó imaginar un empleo más macabro, como el de atar víctimas.
– ¿Qué?
Georgiana estuvo a punto de chillar al oír el susurro, ya que no se había dado cuenta de que el marqués estaba pegado a su codo y apoyado en una rodilla. Había olvidado el sigilo con el que se movía.
– ¡Mire! ¡Una cuerda! -sacó otra cosa del baúl y la exhibió con gesto triunfal-. ¡Y una máscara negra! -era del tipo de las que se empleaban en un baile de disfraces, pero razonó que el delincuente bien podría haberla usado para ocultar su identidad. Hurgó un poco más y localizó un látigo pequeño con bolas-. ¡Un arma! -desde luego, una pistola lo hubiera incriminado más, y el látigo era de los más extraños que había visto…
– Ah, Georgiana -Ashdowne carraspeó-. No me parece que sean herramientas de un ladrón.
– No lo sé. ¿A mí me parecen muy sospechosas!
– Sospechosas, sí -convino divertido-. Pero no en el sentido que usted espera.
Obstinada, metió la cabeza en el baúl y sintió que algo le hacía cosquillas en la nariz. ¿Una pluma? Levantó la cara, pero se detuvo al verse dominada por un feroz estornudo. La fuerza la empujo contra la tapa y con un grito ahogado cayó hacia delante, al interior del baúl, con el trasero en el aire mientras los pies buscaban con frenesí un punto de apoyo.
Aunque no se hallaba en peligro real de asfixiarse, la posición resultaba más bien incómoda, con la falda del vestido invertida y las manos aplastando lo que podrían ser pruebas vitales. Se afanó por liberarse pero oyó un sonido ominoso que le provocó pánico. ¿Qué sucedía a sus espaldas? ¿Dónde estaba el marqués?
Se preguntó si el vicario o su criado habrían regresado y amenazaban al marqués. Solo cuando consiguió apoyar un pie en el suelo se dio cuenta de que el sonido ronco que oía era la risa de Ashdowne.
Indignada, empujó la tapa que había caído sobre sus hombros y salió del espacio reducido del baúl. Su ayudante, en vez de rescatarla, se encontraba sentado en el suelo, apoyado en la pared, dominado por la diversión. Y por si eso no bastara, tenía las manos sobre su estómago como si le doliera por su propia hilaridad.
– ¡Qué bien! -exclamó, agitando el pelo.
Dio la impresión de captar la atención de él, ya que dejó de reír y la miró, para prorrumpir otra vez en carcajadas.
Eso tendría que haberla irritado más, pero, de algún moda, verlo tan atractivo, tan relajado, tan humano y adorable, le derritió el corazón. Y debía reconocer que prefería que Ashdowne se riera de ella a que otro hombre le mirara el pecho.
No era una risa cruel, sino gozosa. Y Georgiana no pudo evitar sonreír ante la calidez de su expresión, muy lejana del hombre frío que había conocido. Cerró el baúl y volvió a cubrirlo con las mantas; se retiró para observar su trabajo, preguntándose si lo había dejado en la misma posición que tenía. Al retroceder para obtener un mejor vistazo tropezó con las piernas extendidas de Ashdowne.
Manoteó en el aire un instante antes de que unos brazos fuertes la sujetaran, depositándola sobre su regazo, donde Georgiana aterrizó con un jadeo. Al observarlo asombrada, él se secó los ojos con el dorso de una mano enguantada y sacudió la cabeza.
– Señorita Bellewether, es usted absolutamente encantadora.
– Bueno, me alegra ser el centro de su diversión -indicó, moviéndose mientras intentaba erguirse. Pero Ashdowne la retenía con firmeza, lo que hizo que lo mirara a la cara con sorpresa.
– Ah, pero necesito la risa -dijo-. Había olvidado lo mucho… que… necesito… -calló al bajar la cabeza; los labio de Georgiana se abrieron con asombro a tiempo de recibir los suyos.
Eran cálidos, suaves y tan embriagadores como recordaba. Tuvo el fugaz pensamiento de que no debería dejar que la besara, en particular en el suelo del dormitorio del señor Hawkins, pero le resultaba imposible mantener cualquier pensamiento cuando lo tenía tan cerca, y su mente no tardó en rendirse a su cuerpo.
Como si llevara demasiado tiempo subyugada a los caprichos de su cerebro, el resto de Georgiana le dio la bienvenida a la atención de Ashdowne. Alzó las manos hasta apoyarlas en sus hombros anchos y sus dedos sintieron con placer la dureza de sus músculos. Él le inclinó la espalda sobre un brazo y profundizó el beso mientras su lengua le exploraba con placer la boca.
Ashdowne murmuró algo sobre su piel encendida y luego una de sus manos, que había reposado en su cintura, se elevó para rozarle la parte inferior del pecho. Georgiana contuvo el aliento asombrada. El cuerpo que siempre había denostado pareció adquirir una vida propia, hormigueando y anhelando de forma extraña. Dejó de respirar mientras la palma de él continuaba su camino ascendente. Deseaba…
Soltó un suspiro cuando sus dedos se cerraron en torno a un seno. ¡Oh, qué felicidad! Esa sensación la recorrió mientras la mano enguantada de Ashdowne acariciaba su piel desnuda por encima del vestido y el pulgar jugueteaba con el pezón que de pronto se endureció.
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