– Jeffries -Ashdowne saludó al hombre con un gesto de la cabeza-. Pero, ¿qué hay que investigar? Seguro que ya le ha brindado el beneficio de su pericia, ¿no? -le preguntó a ella con una ceja enarcada.
Durante un momento Georgiana no supo si se burlaba de ella, aunque parecía expectante.
– Bueno, sí, lo he hecho, ¡y no me cree! ¿Puede imaginárselo?
Ashdowne se mostró apropiadamente ofendido y ella se sintió consolada.
– ¿De verdad? -se volvió hacia Jeffries.
Georgiana tuvo el placer de ver cómo el detective se encogía ante los ojos del noble. Aunque se había negado a prestarle atención a ella, un marqués era otra historia. Sonrió al ver la incomodidad de Jeffries. Se felicitó por la elección de ayudante, ya que Ashdowne estaba demostrando ser de gran utilidad.
Tras un momento de inquietud bajo la mirada implacable del marqués, Jeffries carraspeó.
– Bueno, supongo que podré mantener una pequeña conversación con lord Whalsey, si usted lo considera aconsejable.
– Absolutamente -repuso Ashdowne con sequedad.
Georgiana se preguntó qué era, si algo, lo que excitaba al marqués, y luego se ruborizó por las conjeturas obtenidas.
– De hecho, insisto -prosiguió Ashdowne-. Vayamos todos a hacerle una visita a la casa en la que se aloja, ya que tengo un hombre vigilándola y aún no ha salido -al hablar, enfiló en esa dirección, indicándole a Georgiana que se uniera a él; con renuente rendición, Jeffries marchó a su lado.
Incapaz de contener su felicidad, Georgiana observó a Ashdowne con expresión de gratitud. Quizá la situación era demasiado para el contenido marqués, pues pareció incómodo antes de esbozar una sonrisa suave. “Demasiado suave”, pensó ella, pero se hallaba tan entusiasmada que no deseó enfrentarse a las recurrentes sospechas que le inspiraba.
Cuando llegaron, Whalsey tomaba un desayuno tardío; sin embargo, el nombre de Ashdowne logró darles acceso a un pequeño salón, donde esperaron apenas unos minutos antes de que Whalsey apareciera. Al parecer estaba ansioso de saludar a un marqués, ya que se adelantó y realizó una reverencia ante Ashdowne. Pero cuando se inclinó ante Georgiana, se irguió de repente con expresión mal disimulada de desdén en sus pálidas facciones.
– ¡Usted! -musitó, retrocediendo un paso, reacción que satisfizo a Georgiana.
– Doy por hecho que ya conoce a la señorita Bellewether -comentó el marqués-. Y este caballero es Wilson Jeffries, detective de Bow Street.
– ¿Qué? -Whalsey se puso aún más pálido.
– Buenos días, lord Whalsey -asintió con gesto respetuoso el investigador-Si me lo permite, me gustaría formularle unas preguntas.
– ¡Desde luego que no! ¿Qué… qué significa todo esto? -preguntó indignado el vizconde.
– Nada por lo que deba agitarse, milord. He venido a Bath para realizar una investigación, y yo… -el bufido de Whalsey silenció a Jeffries.
– Ha estado prestándole atención a ella, ¿verdad? -acusó, señalando con un dedo a Georgiana-. ¿No me dirá que cree los absurdos desvaríos de esta… esta tosca joven? -preguntó con voz chillona-. ¡si es una lunática! ¡Necesita un guardián!
– Ah. Ese soy yo -musitó Ashdowne.
Sorprendida y animada por la exhibición de apoyo del marqués, Georgiana lo miró agradecida, pero las palabras que podría haber dicho se perdieron cuando un criado abrió las puertas.
– ¡Milord, el señor Cheever! -anunció cuando el hombre en cuestión irrumpió en la habitación.
Para deleite de ella, Whalsey emitió un sonido estrangulado y se volvió hacia el recién llegado con una expresión de horror que hizo que Cheever se detuviera en seco. Sospechó que el sujeto habría dado media vuelta y huido si Jeffries no hubiera elegido ese momento para actuar.
– Señor Cheever, únase a nosotros, por favor, ya que me gustaría hacerle unas preguntas.
– Este hombre es un detective de Bow Street -le explicó Whalsey a Cheever con una inflexión en la voz que a nadie se le pasó por alto.
Georgiana le sonrió a Ashdowne con expresión triunfal.
– Por favor, siéntese -le dijo Jeffries. Su voz, aunque cordial, mostraba una insistencia que ella admiró.
– ¡Esto es indignante! -Declaró Whalsey con énfasis, sin compartir el entusiasmo de Georgiana-. Entra en mi casa, me hostiga y ahora molesta a mis invitados. Bueno, yo… ¡no lo toleraré! ¡Señor, usted puede marcharse de inmediato! -cuando Cheever se movió hacia la puerta, Whalsey le lanzó una mirada exasperada-. ¡Usted no! ¡Usted! -aclaró, señalando a Jeffries-. ¡Hostigar a sus superiores! ¡Haré que le degraden!
En su mérito, hubo que reconocer que Jeffries no se amilanó, y al rato Cheever se sentó en una silla tapizada con una tela descolorida de damasco, desde donde lanzó miradas ansiosas a una pequeña mesa dorada. El único objeto sobre la superficie gastada era una sencilla caja de madera que a duras penas hacía juego con la elegancia más bien destartalada del salón; Georgiana contuvo el aliento al darse cuenta de ello.
Mientras Whalsey continuaba poniendo objeciones a la presencia de los visitantes, ella se levantó y con indiferencia se dirigió hacia la mesa que tanto fascinaba a Cheever. De inmediato el otro la recompensó con un grito de horror, lo cual alertó a su socio. Con rostro acalorado, Whalsey se quedó boquiabierto.
– ¡Usted1 ¡Apártese de ahí, miserable mujer! -exclamó.
Georgiana no le hizo caso y, excitada, se acercó aún más. De pronto el triunfo pareció al alcance de su mano, ya que la importancia de la caja solo podía significar una cosa. Los confiados ladrones habían escondido el collar a plena vista. Con gesto ampuloso, señaló la caja.
– Señor Jeffries, ¡creo que encontrará el artículo robado aquí! -indicó en su mejor hora.
Y entonces estalló el caos.
Cheever se levantó de un salto, con los puños a los costados, pero Ashdowne también se incorporó con velocidad, una figura formidable entre hombres más bajos. Whalsey extrajo un pañuelo y comenzó a abanicarse mientras caía sobre un sofá próximo y gemía angustiado. Jeffries avanzó hacia ella.
– Echaré un vistazo, milord -indicó el investigador. Nadie se movió para detenerlo. La tapa resistió momentáneamente, pero logró levantarla para revelar el contenido de la caja.
Georgiana había contenido el aliento, para soltarlo con un sonido de decepción. Con consternación vio que dentro no había ningún collar; a cambio su mirada se encontró con el brillo apagado del vidrio. Aunque se inclinó, resultó obvio que estaba vacía salvo por una botella oscura. Parpadeó, y cuando abrió la boca para reconocer su sorpresa, Whalsey se le adelantó desde el otro extremo del salón.
– ¡No puede considerarme responsable! -exclamó-. ¡No he hecho nada! Sea lo que fuere lo que haya ahí, es de Cheever, ya que ayer dejó la caja aquí.
Sobresaltada, ella centró su atención en Cheever, que aferraba los apoyabrazos de la silla con fuerza, como si no fuera capaz de decidir si levantarse o quedarse donde estaba. Miró a Whalsey y luego al detective con una expresión que desconcertó a Georgiana.
– ¡La dejé aquí anoche, pero solo porque este viejo vanidoso me pagó por ello! Traje el contenido y también la fórmula cumpliendo sus órdenes. ¿Para qué iba a necesitar yo un regenerador del cabello?
– ¿Un regenerador del cabello? -Georgiana al fin fue capaz de hablar mientras Jeffries levantaba con cautela el frasco.
– Sí, señorita -convino Cheever-. Es una fórmula secreta, creada por un tal doctor Withipoll aquí en Bath, y su excelencia se empecinó en obtener un poco. Cuando el doctor no quiso vendérsela, recurrió a mí. ¡Todo ha sido por su culpa! ¡Él me obligó a robarla! -gimió Cheever, observando al detective con intensa astucia.
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