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Isabel Allende: El Reino Del Dragón De Oro

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Isabel Allende El Reino Del Dragón De Oro

El Reino Del Dragón De Oro: краткое содержание, описание и аннотация

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La estatua del Dragón de Oro permanece oculta en un reino pequeño y misterioso, enclavado en la cordillera del Himalaya. Y según cuenta la leyenda, este magnífico objeto, un poderoso instrumento de adivinación incrustado de piedras preciosas, preserva la paz de estas tierras. Una paz que ahora, por la codicia en el alma de los hombres, puede verse perturbada. En El Reino del Dragón de Oro, Isabel Allende nos invita a entrar en una doble aventura. Alexander Cold, su abuela Kate y Nadia Santos, los protagonistas de La Ciudad de las Bestias, han vuelto a reunirse. Viviremos con ellos sus peripecias y vicisitudes en la belleza desnuda, limpia, de las montañas y los valles del Himalaya en compañía de nuevos amigos. Pero la pluma mágica de Allende también nos descubre el valor y la sencillez de las enseñanzas budistas a través del lama Tensing, maestro y guía espiritual de Dil Bahadur, el joven heredero del reino, a quien conduce por la senda del budismo y ha dado a conocer el valor de la compasión, de la naturaleza, de la vida, de la paz. Una novela espléndida, para lectores de todas las edades.

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La lava ardiente de alguna erupción volcánica muy antigua se había enfriado en la superficie en contacto con el hielo y la nieve, pero durante mucho tiempo había seguido avanzando en estado liquido por debajo. Así se formaron cavernas y túneles subterráneos, en los cuales los yetis hicieron sus viviendas. En algunas partes la costra de lava se había roto y por los agujeros entraba luz. Esas cuevas eran en su mayoría tan bajas y estrechas, que Tensing no entraba, pero se mantenían a una temperatura agradable, porque el recuerdo del calor de la lava permanecía en las paredes y las aguas calientes de las fumarolas pasaban por el subsuelo. Así se defendían los yetis del clima, de otro modo les sería imposible pasar el invierno.

No había objetos de ninguna clase en las cuevas, sólo pieles fétidas, con pedazos de carne seca todavía adheridos. Con horror, Dil Bahadur comprendió que algunas de las pieles eran de los mismos yetis, seguramente arrancadas de los cadáveres. El resto era de chegnos, animales desconocidos en el resto del mundo, que los yetis mantenían en corrales hechos con peñascos y nieve. Los chegnos eran más pequeños que los yaks y tenían cuernos retorcidos, como de carnero. Los yetis aprovechaban su carne, grasa, piel y también el excremento seco, que usaban como combustible. Sin esos nobles animales, que comían muy poco y resistían las temperaturas más bajas, los yetis no podrían sobrevivir.

– Nos quedaremos aquí unos días, Dil Bahadur. Trata de aprender el lenguaje de los yetis -dijo el lama.

– ¿Para qué, maestro? Nunca más tendremos ocasión de usarlo.

– Posiblemente yo no, pero tú tal vez sí -replicó Tensing.

Poco a poco se familiarizaron con los sonidos que emitían esas criaturas. Con las palabras aprendidas y leyendo la mente de Grr-ympr, Tensing y Dil Bahadur se enteraron de la tragedia que sufrían aquellos seres: nacían cada vez menos niños y muy pocos sobrevivían. La suerte de los adultos no era mucho mejor. Cada generación era más baja y débil que la anterior, sus vidas se habían acortado drásticamente y sólo unos pocos individuos tenían fuerza para realizar las tareas necesarias, como criar a los chegnos, recolectar plantas y cazar para comer. Se trataba de un castigo de los dioses o de los demonios que viven en las montañas, les aseguró Grrympr. Dijo que los yetis trataron de aplacarlos con sacrificios, pero la muerte de varias víctimas, que fueron despedazadas o lanzadas al agua hirviendo de las fumarolas, no había terminado con el maleficio divino.

Grr-ympr había vivido mucho. Su autoridad provenía de su memoria y experiencia, que nadie más poseía. La tribu le atribuía poderes sobrenaturales y durante dos generaciones había esperado que ella se entendiera con los dioses, pero su magia no había servido para anular el hechizo y salvar a su pueblo de una próxima extinción. Grr-ympr manifestó que había invocado una y otra vez a los dioses y ahora, por fin, éstos se presentaban: apenas vio a Tensing y a Dil Bahadur, supo que eran ellos. Por eso los yetis no los habían atacado.

Todo esto comunicó a los visitantes la mente de la atribulada anciana.

– Cuando estos seres sepan que no somos dioses, sino simples seres humanos, no creo que estén muy contentos -observó el príncipe.

– Tal vez… Pero comparados con ellos, somos semidioses, a pesar de nuestras infinitas debilidades -dijo sonriendo el lama.

Grr-ympr recordaba la época en que los yetis eran altos, pesados y estaban protegidos por un pelaje tan espeso, que podían vivir a la intemperie en la región más alta y fría del planeta. Los huesos que los visitantes habían visto en el cañón eran de sus antepasados, los yetis gigantes. Allí los preservaban con respeto, aunque ya nadie más que ella los recordaba. Grr-ympr era una niña cuando su tribu descubrió el valle de las aguas calientes, donde la temperatura era soportable y la existencia más fácil, porque crecía vegetación y había algunos animales para cazar, como ratones y cabras, además de los chegnos.

También la bruja recordaba haber visto una vez antes en su vida a dioses como Tensing y Dil Bahadur que llegaron al valle a buscar plantas. A cambio de las plantas que se llevaron, les entregaron conocimientos valiosos, que mejoraron las condiciones de vida de los yetis. Ellos les enseñaron a domesticar a los chegnos y a cocinar la carne, aunque ya nadie tenía energía para frotar piedras y hacer fuego. Devoraban crudo lo que pudieran cazar y si el hambre era muy grande, como último recurso mataban chegnos o se comían los cadáveres de otros yetis. Los lamas también les enseñaron a distinguirse mediante un nombre propio. Grr-ympr quería decir «mujer sabia» en la lengua de los yetis.

Hacía mucho que ningún dios aparecía en el valle, les informó telepáticamente Grr-ympr. Tensing calculó que desde hacía por lo menos medio siglo, cuando China invadió Tíbet, ninguna expedición había llegado en busca de plantas medicinales. Los yetis no vivían mucho tiempo y ninguno, salvo la vieja hechicera, había visto seres humanos, pero en la memoria colectiva existía la leyenda de los sabios lamas.

Tensing se sentó en una cueva más grande que las otras, la única donde pudo entrar a gatas, que sin duda servía de lugar de reunión, algo así como una sala de consejo. Dil Bahadur y Grr-ympr se sentaron a su lado, y poco a poco fueron llegando los yetis, algunos tan débiles, que apenas se arrastraban por el suelo. Aquellos que los habían recibido blandiendo piedras y garrotes eran los guerreros de ese patético grupo, y se quedaron afuera montando guardia, sin soltar sus armas.

Los yetis desfilaron uno a uno, unos veinte en total, sin contar a la docena de guerreros. Eran casi todos hembras y, a juzgar por el pelo y los dientes, parecían jóvenes, pero estaban muy enfermas. Tensing examinó a cada una con gran respeto, para no asustarlas. Las últimas cinco llevaban consigo a sus bebés, los únicos que quedaban vivos. No tenían el aspecto repugnante de los adultos, parecían desarticulados monitos de peluche blanco. Estaban lacios, no sostenían la cabeza ni los miembros, mantenían los ojos cerrados y apenas respiraban.

Conmovido, Dil Bahadur vio que esos seres de aspecto bestial amaban a sus crías como cualquier madre. Las sostenían en sus brazos con ternura, las olisqueaban y lamían, se las ponían al pecho para alimentarlas y gritaban de angustia al comprobar que no reaccionaban.

– Es muy triste, maestro. Se están muriendo -observó el joven.

– La vida está llena de sufrimiento. Nuestra misión es aliviarlo, Dil Bahadur -replicó Tensing.

Había tan mala luz en la cueva y era tan insoportable el olor, que el lama indicó que debían salir al aire libre. Allí se reunió la tribu. Grr-ympr dio unos pasos de danza en torno a los bebés enfermos, haciendo sonar sus collares de huesos y dientes y lanzando gritos espeluznantes. Los yetis la acompañaron con un coro de gemidos.

Sin hacer caso a la barahúnda de lamentos que había a su alrededor, Tensing se inclinó sobre los niños. Dil Bahadur vio cambiar la expresión de su maestro, como solía ocurrir cuando activaba sus poderes de curación. El lama levantó a uno de los bebés más pequeños, que cabía cómodamente en la palma de su mano, y lo examinó con atención. Luego se aproximó a una de las madres haciendo gestos amistosos, para calmarla, y estudió unas gotas de su leche.

– ¿Qué les pasa a los niños? -preguntó el príncipe.

– Posiblemente están muriendo de hambre -dijo Tensing.

– ¿Hambre? ¿Sus madres no los alimentan?

Tensing le explicó que la leche de las yetis era un liquido amarillo y transparente. Enseguida llamó a los guerreros, que no quisieron acercarse hasta que Grrympr les gruñó una orden, y también a ellos los examinó el lama, fijándose especialmente en las lenguas moradas. La única que no tenía ese color en la lengua resultó ser la vieja Grr-ympr. Su boca era un hueco maloliente y oscuro que no apetecía observar muy de cerca, pero Tensing no era un hombre que retrocediera ante los obstáculos.

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