Isabel Allende - El Reino Del Dragón De Oro

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La estatua del Dragón de Oro permanece oculta en un reino pequeño y misterioso, enclavado en la cordillera del Himalaya. Y según cuenta la leyenda, este magnífico objeto, un poderoso instrumento de adivinación incrustado de piedras preciosas, preserva la paz de estas tierras. Una paz que ahora, por la codicia en el alma de los hombres, puede verse perturbada.
En El Reino del Dragón de Oro, Isabel Allende nos invita a entrar en una doble aventura. Alexander Cold, su abuela Kate y Nadia Santos, los protagonistas de La Ciudad de las Bestias, han vuelto a reunirse. Viviremos con ellos sus peripecias y vicisitudes en la belleza desnuda, limpia, de las montañas y los valles del Himalaya en compañía de nuevos amigos. Pero la pluma mágica de Allende también nos descubre el valor y la sencillez de las enseñanzas budistas a través del lama Tensing, maestro y guía espiritual de Dil Bahadur, el joven heredero del reino, a quien conduce por la senda del budismo y ha dado a conocer el valor de la compasión, de la naturaleza, de la vida, de la paz.
Una novela espléndida, para lectores de todas las edades.

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Había tanta gente que costaba moverse en el tumulto. Nadia, acostumbrada al clima tropical de su aldea, Santa María de la Lluvia, tiritaba de frío. Pema se ofreció para acompañarla al hotel a buscar ropa abrigada y ambas partieron con Borobá, que se había puesto frenético con el ruido de los fuegos, mientras Alexander vigilaba de lejos a Tex Armadillo.

Nadia agradeció que Kate Cold hubiera tenido la buena idea de comprarle ropa de alta montaña. Le castañeteaban los dientes tanto como a Borobá. Primero le colocó la parka de bebé al mono y luego se puso pantalones, calcetines gruesos, botas y un chaquetón, mientras Pema la observaba divertida. Ella estaba muy cómoda con su liviano sarong de seda.

– ¡Vamos! ¡Estamos perdiendo lo mejor de la fiesta! -exclamó la joven.

Salieron corriendo a la calle. La luna y las cascadas de estrellas multicolores de los chinos alumbraban la noche.

– ¿Dónde están Pema y Nadia? -preguntó Alexander, calculando que hacía más de una hora que no las veía.

– No las he visto -replicó Kate.

– Fueron al hotel porque Nadia necesitaba una chaqueta, pero ya deberían haber regresado. Mejor voy a buscarlas -decidió Alex.

– Ya vendrán, aquí no hay donde perderse -dijo su abuela.

Alexander no encontró a las chicas en el hotel. Dos horas más tarde todos estaban preocupados, porque nadie las había visto en el tumulto del festival desde hacía mucho rato. El guía, Wandgi, consiguió una bicicleta prestada y fue hasta su casa, pensando que Pema podría haber llevado a Nadia allí, pero poco después regresó descompuesto.

– ¡Han desaparecido! -anunció a gritos.

– No puede haberles sucedido nada malo. ¡Usted dijo que éste era el país más seguro del mundo! -exclamó Kate.

A esa hora quedaba muy poca gente en la calle, sólo unos cuantos estudiantes rezagados y unas mujeres que limpiaban la basura y los restos de comida de las mesas. El aire olía a una mezcla de flores y pólvora.

– Pueden haberse ido con algunos estudiantes de la universidad… -sugirió Timothy Bruce.

Wandgi les aseguró que eso era imposible, Pema jamás haría eso. Ninguna muchacha respetable salía de noche sola y sin permiso de sus padres, dijo. Decidieron acudir a la estación de policía, donde fueron atendidos con cortesía por dos oficiales extenuados, que habían trabajado desde el amanecer y no parecían dispuestos a salir a la caza de dos chicas, que seguramente estaban con amigos o parientes. Kate Cold se les plantó al frente blandiendo su pasaporte y su carnet de periodista, mientras reclamaba con su peor vozarrón de mando, pero no logró sacudirlos.

– Estas personas recibieron una invitación especial de nuestro amado rey -dijo Wandgi, y eso puso a los policías en acción de inmediato.

El resto de la noche se fue buscando a Pema y Nadia por todas partes. Al amanecer estaba la fuerza policial completa -diecinueve funcionarios- en estado de alerta, porque se había reportado la desaparición de otras cuatro adolescentes en Tunkhala.

Alexander comunicó a su abuela sus sospechas de que había guerreros azules mezclados en la muchedumbre y agregó que había visto a Tex Armadillo disfrazado de pastor tibetano. Había intentado seguirlo, pero seguramente éste se dio cuenta de que había sido reconocido y se perdió en el gentío. Kate informó a la policía, quienes le advirtieron que no convenía sembrar pánico sin pruebas.

Durante las primeras horas de la mañana se propagó la atroz noticia de que varias niñas habían sido secuestradas. Casi todas las tiendas permanecieron cerradas y las puertas de las casas abiertas, mientras los habitantes de la apacible capital se volcaban a las calles a comentar el suceso. Cuadrillas de voluntarios salieron a recorrer los alrededores, pero el trabajo era desesperante, porque el terreno irregular y cubierto de impenetrable vegetación dificultaba la búsqueda. Pronto comenzó a circular un rumor que fue creciendo hasta convertirse en un río incontenible de pánico que arrolló a la ciudad: ¡los escorpiones!, ¡los escorpiones!

Dos campesinos, que no habían asistido al festival, aseguraron haber visto a varios jinetes pasar al galope rumbo a las montañas. Los cascos de los corceles sacaban chispas de las piedras, las capas negras ondeaban al viento y en la luz fantástica de los fuegos artificiales parecían demonios, dijeron los aterrados campesinos. Poco después una familia que iba de vuelta a su aldea, encontró en el sendero una gastada cantimplora de cuero, llena de licor, y la llevó a la policía. Tenía grabado un escorpión.

Wandgi estaba fuera de sí. En cuclillas, gemía con la cara entre las manos, mientras su esposa se mantenía en silencio y sin lágrimas, completamente anonadada.

– ¿Se refieren a la Secta del Escorpión, la misma de India? -preguntó Alexander Cold.

– ¡Los guerreros azules! ¡Nunca más veré a mi Peina! -lloraba el guía.

Los expedicionarios del International Geographic fueron obteniendo los detalles de a poco. Aquellos nómades sanguinarios circulaban por el norte de India, donde solían atacar aldeas indefensas para raptar muchachas, que convertían en sus esclavas. Para ellos las mujeres tenían menos valor que un cuchillo, las trataban peor que a animales y las mantenían aterrorizadas, escondidas en cuevas.

A las niñas que nacían las mataban de inmediato, pero dejaban a los varones, a quienes separaban de sus madres y entrenaban para pelear desde los tres años. Para inmunizarlos contra el veneno los hacían picar por escorpiones, de modo que al llegar a la adolescencia podían soportar mordeduras de reptiles e insectos que de otro modo les serían fatales.

En muy poco tiempo las esclavas morían de enfermedad, maltratos o asesinadas, pero las pocas que llegaban a los veinte años eran consideradas inservibles y las abandonaban, para ser reemplazadas por nuevas niñas robadas. Así el ciclo se repetía. Por los caminos rurales de India solían verse las figuras lamentables de esas mujeres locas, en harapos, pidiendo limosna. Nadie se les acercaba por temor a la Secta del Escorpión.

– ¿Y la policía no hace nada? -preguntó Alexander, horrorizado.

– Esto ocurre en regiones muy aisladas, en villorrios indefensos y miserables. Nadie se atreve a enfrentar a los bandidos, les tienen terror, creen que poseen poderes diabólicos, que pueden enviar una plaga de escorpiones y acabar con toda una aldea. No hay peor destino para una niña que caer en manos de los hombres azules. Llevará la vida de un animal por unos cuantos años, verá exterminar a sus hijas, le quitarán a los hijos y, si no muere, terminará convertida en mendiga -les explicó el guía, y agregó que la Secta del Escorpión era una banda de ladrones y asesinos que conocían todos los pasos del Himalaya, cruzaban las fronteras a su antojo y atacaban siempre de noche. Eran sigilosos como sombras.

– ¿Han entrado antes al Reino Prohibido? -preguntó Alexander, en cuya mente empezaba a formarse una terrible sospecha.

– Hasta ahora nunca lo habían hecho. Sólo actuaban en India y Nepal -replicó el guía.

– ¿Por qué vinieron tan lejos? Es muy raro que se atrevieran a llegar a una ciudad como Tunkhala. Y es más raro todavía que decidieran hacerlo justamente durante un festival, cuando estaba el pueblo en la calle y la policía vigilando -anotó Alexander.

– Iremos de inmediato a hablar con el rey. Hay que movilizar todos los recursos posibles -determinó Kate.

Su nieto estaba pensando en Tex Armadillo y los patibularios personajes que había visto en los sótanos del Fuerte Rojo. ¿Qué papel desempeñaba ese hombre en el asunto? ¿Qué significaba el mapa que estudiaban?

No sabía por dónde comenzar a buscar a Águila, pero estaba dispuesto a recorrer el Himalaya de punta a cabo tras ella. Imaginaba la suerte que en esos momentos corría su amiga. Cada minuto era precioso: debía encontrarla antes que fuera demasiado tarde. Necesitaba más que nunca el instinto de cazador del jaguar, pero estaba tan nervioso que no podía concentrarse lo suficiente para invocarlo. El sudor le corría por la frente y la espalda, empapándole la camisa.

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