Isabel Allende - El Reino Del Dragón De Oro

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La estatua del Dragón de Oro permanece oculta en un reino pequeño y misterioso, enclavado en la cordillera del Himalaya. Y según cuenta la leyenda, este magnífico objeto, un poderoso instrumento de adivinación incrustado de piedras preciosas, preserva la paz de estas tierras. Una paz que ahora, por la codicia en el alma de los hombres, puede verse perturbada.
En El Reino del Dragón de Oro, Isabel Allende nos invita a entrar en una doble aventura. Alexander Cold, su abuela Kate y Nadia Santos, los protagonistas de La Ciudad de las Bestias, han vuelto a reunirse. Viviremos con ellos sus peripecias y vicisitudes en la belleza desnuda, limpia, de las montañas y los valles del Himalaya en compañía de nuevos amigos. Pero la pluma mágica de Allende también nos descubre el valor y la sencillez de las enseñanzas budistas a través del lama Tensing, maestro y guía espiritual de Dil Bahadur, el joven heredero del reino, a quien conduce por la senda del budismo y ha dado a conocer el valor de la compasión, de la naturaleza, de la vida, de la paz.
Una novela espléndida, para lectores de todas las edades.

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– El dragón no me interesa sin las instrucciones, ¿me ha entendido? ¡Consígalas o no verá sus millones de dólares! -gritó el cliente.

– Jamás reconsidero los términos de una negociación. Usted y yo hemos convenido algo. Le presentaré la estatua dentro de dos semanas y cobraré lo convenido o usted sufrirá daños irreparables.

El cliente percibió la amenaza y se dio cuenta de que se jugaba la vida. Por una vez el segundo hombre más rico del planeta se asustó.

– Tiene razón, un trato es un trato. Le pagaré aparte por la clave para descifrar ese pergamino. ¿Cree que puede conseguirla en un plazo prudente? Como sabe, esto es un asunto muy urgente. Estoy dispuesto a pagar lo necesario, el dinero no es problema -dijo el Coleccionista en tono conciliador.

– En este caso no es una cuestión de precio.

– Todo el mundo tiene un precio.

– Se equivoca -replicó el Especialista.

– ¿No me dijo usted que era capaz de conseguir cualquier cosa? -preguntó, angustiado, el cliente.

– Uno de mis agentes se comunicará con usted próximamente -replicó la voz y la comunicación se cortó.

El multimillonario no pudo volver a dormir. Pasó el resto de la noche estudiando su inconmensurable fortuna en la oficina, que ocupaba la mayor parte de su casa, donde tenía medio centenar de computadoras. Día y noche, sus empleados se mantenían conectados a los más importantes mercados de valores del mundo. Sin embargo, por mucho que el Coleccionista repasara las cifras y gritara a sus subalternos, no lograba cambiar el hecho de que había otro hombre más rico que él. Eso le destrozaba los nervios.

Después de recorrer la encantadora ciudad de Tunkhala, con sus casas de techos de pagoda, sus stupas o cúpulas religiosas, sus templos, y sus docenas de monasterios encaramados a los faldeos de los cerros, en medio de una naturaleza exuberante de árboles y flores, Wandgi ofreció mostrarles la universidad. El campus era un parque natural, con cascadas de agua y millares de pájaros, donde se alzaban varios edificios. Los techos de pagoda, las imágenes de Buda pintadas en los muros y las banderas de oración daban a la universidad el aspecto de un conjunto de monasterios. Por los senderos del parque vieron estudiantes conversando en grupos y les llamó la atención su formalidad, tan diferente al aire relajado de los jóvenes en Occidente.

Fueron recibidos por el rector, quien solicitó a Kate Cold que se dirigiera a los alumnos para hablarles de la revista International Geographic, que muchos leían regularmente en la biblioteca.

– Tenemos muy pocas ocasiones de recibir ilustres visitantes en nuestra humilde universidad -dijo, inclinándose ceremoniosamente ante ella.

Y así fue como la escritora, los fotógrafos, Alexander y Nadia se vieron instalados en una sala frente a los ciento noventa estudiantes de la universidad y sus profesores. Casi todos hablaban algo de inglés, porque era la asignatura preferida de los jóvenes, pero Wandgi debió traducir en muchas ocasiones. La primera media hora transcurrió con mucha compostura.

El público hacía preguntas ingenuas, con mucho respeto, saludando con una reverencia antes de dirigirse a los extranjeros. Fastidiado, Alexander levantó la mano.

– ¿Podemos preguntar nosotros también? Hemos venido de muy lejos para aprender sobre este país…

– sugirió.

Hubo unos momentos de silencio, en los cuales los estudiantes se miraban unos a otros confundidos, porque era la primera vez que un conferenciante proponía algo así. Después de algunas dudas y cuchicheos entre los profesores, el rector dio su consentimiento. En la siguiente hora y media los visitantes averiguaron algunos datos interesantes sobre el Reino Prohibido y los estudiantes, libres de la estirada formalidad a la cual estaban habituados, se atrevieron a preguntar sobre el cine, la música, la ropa, los carros y mil otros temas de América.

Hacia el final, Timothy Bruce sacó una cinta de rock'n'roll y Kate Cold la puso en su grabadora. Su nieto, habitualmente tímido, tuvo un impulso irresistible, salió adelante e hizo una demostración de baile moderno, que dejó a todos con la boca abierta. Borobá, contagiado por esa danza frenética, procedió a imitarlo a la perfección, en medio de las risotadas del público. Al terminar la «conferencia», los estudiantes en masa los acompañaron hasta los límites del campus, cantando y bailando igual que Alexander, mientras los profesores se rascaban la cabeza, estupefactos.

– ¿Cómo pudieron aprender la música americana después de oírla una sola vez? -preguntó Kate Cold, admirada.

– Circula entre los estudiantes desde hace muchos años, abuelita. Dentro de sus casas esos chicos usan vaqueros, como ustedes. Los traen de contrabando de India -replicó Wandgi, riéndose.

Para entonces Kate Cold había aceptado, resignada, que el guía la llamara «abuelita». Era un signo de respeto, la forma educada de dirigirse a una persona mayor. Por su parte Nadia y Alex debían llamar «tío» a Wandgi y «prima» a Perra.

– Tal vez los honorables visitantes, si no están muy cansados, desearían probar la comida típica de Tunkhala… -sugirió Wandgi tímidamente.

Los honorables visitantes estaban extenuados, pero no podían perder esa oportunidad. Terminaron ese día de intensa actividad en casa del guía, que, como muchas en la capital, era de dos pisos, de ladrillo blanco y maderas pintadas con intrincados dibujos de flores y pájaros, del mismo estilo que los de palacio. Fue imposible averiguar quiénes pertenecían a la familia directa de Wandgi, porque entraban y salían docenas de personas y todas eran presentadas como tíos, hermanos o primos. No existían los apellidos. Al nacer un niño sus padres le ponían dos o tres nombres para distinguirlo de los demás, pero cada persona podía cambiar sus nombres a voluntad varias veces en la vida. Los únicos que usaban un apellido eran los miembros de la familia real.

Perra, su madre y varias tías y primas sirvieron la comida. Todos se sentaron en el suelo en torno a una mesa redonda, donde colocaron una verdadera montaña de arroz rojo, cereal y varias combinaciones de vegetales, sazonados con especias y pimiento picante. Enseguida fueron trayendo las delicias preparadas especialmente para honrar a los extranjeros: hígado de yak, pulmón de oveja, patas de cerdo, ojos de cabra y salchichas de sangre sazonadas con tanta pimienta y páprika, que el solo olor de los platos les hizo lagrimear y produjo un ataque de tos a Kate. Se comía con la mano, formando bolitas con los alimentos, y lo cortés era ofrecer primero las bolitas a los visitantes.

Al llevarse el primer bocado a la boca, Alexander y Nadia estuvieron a punto de lanzar un grito: ninguno de los dos había probado nunca algo tan picante. Les ardía la boca como si se la hubieran quemado con carbones encendidos. Kate Cold les advirtió entre accesos de tos que no debían ofender a sus anfitriones, pero los nativos del Reino Prohibido sabían que los extranjeros no eran capaces de tragar su comida. Mientras a los dos muchachos les corría el llanto por las mejillas, los demás se reían a gritos, golpeando el suelo con pies y manos.

Perra, también muy divertida, les trajo té para enjuagarse la boca y un plato con los mismos vegetales, pero preparados sin picante. Alexander y Nadia intercambiaron una mirada de complicidad. En el Amazonas habían comido desde serpiente asada hasta una sopa hecha con las cenizas de un indio muerto. Sin decir palabra, decidieron simultáneamente que ése no era el momento de retroceder. Agradecieron, inclinándose con las palmas juntas frente a la cara, y luego cada uno preparó su bolita de fuego y se la puso valientemente en la boca.

Al día siguiente se celebraba un festival religioso, que coincidía con la luna llena y el cumpleaños del rey. El país entero se había preparado durante semanas para el evento. Todo Tunkhala se volcó a la calle y de las montañas bajaron campesinos de aldeas remotas, que debieron viajar a pie o a caballo durante días. Después de las bendiciones de los lamas, salieron los músicos con sus instrumentos y las cocineras, que colocaron grandes mesas con comida, dulces y jarras con licor de arroz. En esa ocasión todo era gratis.

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