Julian Barnes - Inglaterra, Inglaterra

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Sir Jack Pitman, un magnate de aquellos que sólo la vieja Albión puede producir, mezcla de Murdoch, Maxwell y Al Fayed, emprende la construcción de la que será su obra magna. Convencido de que en la actualidad Inglaterra no es más que una cáscara vacía de sí misma, apta sólo para turistas, él creará una «Inglaterra, Inglaterra» mucho más concentrada, que de manera más eficaz contenga todos los lugares, todos los mitos, todas las esencias e incluso todos los tópicos de lo inglés, y que por consiguiente será mucho más rentable. En el mismo día se podrán visitar la torre de Londres, los acantilados de Dover, los bosques de Sherwood (con Robin Hood incluido en la gira) y los megalitos de Stonehenge. y para construir su Gran Simulacro, el parque temático por excelencia para anglófilos de todo el mundo, Sir Jack elige la isla de Wight y contrata aun selecto equipo de historiadores, semiólogos y brillantes ejecutivos.
El proyecto es monstruoso, arriesgado y, como todo lo que hace Sir Jack, tiene un éxito fulgurante. Mediante hábiles maniobras políticas, consigue que la isla de Wight se independice de la vieja Inglaterra, e incluso miembros de la casa real se trasladan al nuevo país para ejercer de monarquía de parque temático. Pero en un giro inesperado, el país de mentirijillas se vuelve tanto o más verdadero que el país de verdad, las ambiciones imperiales se desatan y los actores que representaban a personajes míticos, a filósofos, a gobernantes, y cuya función era «parecer», comienzan a «ser»…

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Cuando Sir Jack se dio por satisfecho -y nunca se sabía del todo cuándo lo estaba-, desplazó su mole al centro de la habitación. Bajo el cristal de Murano, y mientras los flecos de la alfombra le lamían el cordón de los zapatos, degustó en su paladar otra pregunta grave.

– ¿Es real… mi apellido?

Sir Jack consideró la cuestión, al igual que hicieron sus dos empleados. Algunos creían que el apellido de Sir Jack no era estrictamente auténtico, y que, algunos decenios antes, él lo había despojado de su tinte mitteleuropeo. Otros aseguraban saber de buena tinta que, si bien había nacido en algún lugar al este del Rin, el pequeño Jacky era, en realidad, el fruto de un enredo de garaje entre la esposa inglesa, criada en un condado patrio, de un fabricante de vidrio húngaro, y un chófer de visita oriundo de Loughborough, y que por lo tanto, no obstante su educación, su pasaporte original y sus vocales, a veces incorrectas, su sangre era ciento por ciento británica. Teóricos de la conspiración y cínicos profundos iban más lejos y sugerían que las vocales pifiadas eran una argucia: Sir Jack Pitman era hijo de los humildes señor y señora Pitman, cuyo silencio hacía mucho tiempo que había sido comprado con dinero, y el magnate había consentido que el mito de su origen continental le nimbase poco a poco; aunque no sabrían decir si por motivos de mítica personal o de provecho profesional. Ninguna de estas hipótesis recibió respaldo en esta oportunidad, cuando Sir Jack formuló su propia respuesta:

– Cuando un hombre ha engendrado sólo hijas, su apellido es una simple baratija prestada por la eternidad.

Un estremecimiento cósmico, cuyo origen pudo haber sido digestivo, embargó a Sir Jack. Paladeó, expelió humo y relajó su perorata.

– ¿Son reales las grandes ideas? Los filósofos nos han inducido a creerlo. Yo he tenido grandes ideas en mis tiempos, por supuesto, pero en cierto modo (no grabe esto, Paul, no estoy seguro de que sea para el archivo), en cierto modo a veces me pregunto hasta qué punto eran reales. Puede que éstas sean las divagaciones de un idiota senil (no oigo sus gritos de discrepancia, por lo que supongo que están ustedes de acuerdo), pero tal vez quede vida aún en este perro viejo. Quizá lo que yo necesito en una última gran idea. La del estribo, ¿eh, Paul? Esto puede grabarlo.

Paul tecleó: «Quizá lo que yo necesito es una última gran idea», miró la frase en la pantalla, recordó que él era también el responsable de las correcciones, que era, como Sir Jack había dicho un día, «mi Hansard personal», y borró el flojo «quizá». La declaración, en su enunciado más afirmativo, se incluiría en el archivo, con su fecha y hora.

Sir Jack, jocosamente, encajó el habano en el hueco estomacal de una maqueta de Henry Moore, se estiró y se volvió ligeramente. «Dígale a Woodie que es hora», dijo a su secretaria, cuyo nombre nunca recordaba. En un sentido, desde luego, sí lo recordaba: Susie. Porque a todas sus secretarias las llamaba Susie. Daba la impresión de que llegaban y se iban con cierta rapidez. No era, en consecuencia, su nombre lo incierto, sino su identidad. Como acababa de decir hace un momento, ¿hasta qué punto era ella real? Exactamente.

Recogió su chaqueta del Brancusi y se la echó por encima de sus tirantes MCC. En la sala de citas se detuvo a releer la leyenda familiar. Se la sabía de memoria, por supuesto, pero le gustaba recrearse en ella. Sí, una última gran idea. El mundo no había sido totalmente respetuoso en los últimos años. Así que había que asombrar al mundo.

Paul rubricó el memorándum con sus iniciales y lo archivó. La última de las Susie telefoneo al chófer y le informó sobre el humor del patrón. Luego cogió el habano y lo guardó en el cajón del escritorio de Sir Jack.

– Sueñe un poco conmigo, haga el favor.

Sir Jack alzó la licorera, interrogativo.

– Mi tiempo es su dinero -contestó Jerry Batson, de Cabot, Albertazzi y Batson. Sus modales eran siempre agradables y siempre opacos. Por ejemplo, no dio una respuesta evidente, de palabra o de gesto, al ofrecimiento de bebida, pero de algún modo estaba claro que aceptaba cortésmente un armagnac que luego enjuiciaría de una forma cortés, agradable y opaca.

– Su cerebro es mi dinero -corrigió Sir Jack, con un gruñido amistoso. Uno no le buscaba las cosquillas a alguien como Jerry Batson, pero el instinto residual de dominar nunca abandonaba a Sir Jack. Lo hacía mediante su jovialidad, su corpulencia, su predilección por permanecer de pie mientras los otros estaban sentados, y mediante su costumbre de corregir automáticamente la primera frase de su interlocutor. La técnica de Jerry Batson era distinta. Era menudo, de pelo rizado y grisáceo y un blando apretón de manos que él prefería omitir. Su método de establecer dominación, o de oponerse a ella, consistía en negarse a obtenerla, en recogerse en un breve momento zen en que él era un simple guijarro removido fugazmente por una corriente ruidosa, en permanecer neutramente sentado, percibiendo el feng shui del sitio.

Sir Jack se trataba con la crème de lafew, y por eso trataba con Jerry Batson de Cabot, Albertazzi y Batson. Mucha gente presumía que Cabot y Albertazzi eran los socios transatlántico y milanese , respectivamente, de Jerry, y se imaginaba que debía de fastidiarles que el triunvirato internacional se limitase, en la práctica, al solo nombre de Batson. En realidad, a ninguno de los dos les molestaba la primacía de Jerry Batson, pues ninguno de los dos -pese a tener oficinas, cuentas bancarias y nómina mensual- existía realmente. Eran tempranos ejemplos de la hábil mano izquierda de Jerry con la verdad. «Si no puedes presentarte tú mismo, ¿cómo vas a presentar un producto?», había sido propenso a murmurar en sus primeros tiempos, francos y anteriores a su expansión mundial. Todavía hoy, veinte o más años después, era propenso, en sus estados de ánimo reminiscentes o posteriores al almuerzo, a otorgar existencia real a sus socios dormidos. «Bob Cabot me dio una de las primeras lecciones de este negocio…», comenzaba. O, «Claro que Silvio y yo nunca estábamos de acuerdo…». Tal vez la realidad de aquellas transferencias mensuales a través de una isla del Canal de la Mancha había dotado de una corporeidad duradera a los titulares de la cuenta.

Jerry aceptó la copa de armagnac y aguardó sentado en silencio mientras Sir Jack oficiaba los giros y resoplidos, el enjuague de encías y los ojos en éxtasis.

Jerry vestía un traje oscuro, corbata de motas y mocasines negros. Variaba fácilmente de atuendo para sugerir juventud, edad, gusto por la moda o solemnidad; todos sus polos de cachemira, calcetines Missoni y gafas de diseño con cristales lisos cuidaban los matices. Pero con Sir Jack no exhibía adminículos profesionales, ya fuesen humanos o mecánicos. Sentado en su asiento, emitía una risueña sumisión simbólica, casi como si aguardara a que su cliente enunciase las condiciones del trabajo.

Por supuesto, quedaba muy atrás el tiempo en que los «clientes» «contrataban» a Jerry Batson. Un cambio de preposición clave se había operado hacía un decenio, cuando Jerry decidió que trabajaba «con» personas en vez de trabajar «para» ellas. Así pues, en diferentes periodos (aunque también, en ocasiones, no era así) había trabajado con la CBI y la TUC, con la protección de los animales y el comercio de pieles, con Greenpeace y la industria nuclear, con todos los principales partidos políticos y con varios grupos escindidos. Hacia esa misma época había empezado a rechazar etiquetas tan groseras como la de publicista, lobista, gestor de crisis, rectificador de imagen y estratega de empresas. Actualmente Jerry, hombre misterioso y ex figura de las revistas de sociedad, donde se insinuaba que pronto llegaría a ser Sir Jerry, prefería definirse de otro modo. Era asesor del electo. No de los electos, gustaba de puntualizar, sino del electo. De ahí su presencia en el ático urbano de Sir Jack, sorbiendo un armagnac, con todo Londres oscurecido y centelleante detrás de una pared de cristal contra la cual daban golpecitos suaves sus pies con mocasines. Había ido a mascar unas cuantas ideas. Su sola presencia generaba sinergia.

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