Julian Barnes - Inglaterra, Inglaterra

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Sir Jack Pitman, un magnate de aquellos que sólo la vieja Albión puede producir, mezcla de Murdoch, Maxwell y Al Fayed, emprende la construcción de la que será su obra magna. Convencido de que en la actualidad Inglaterra no es más que una cáscara vacía de sí misma, apta sólo para turistas, él creará una «Inglaterra, Inglaterra» mucho más concentrada, que de manera más eficaz contenga todos los lugares, todos los mitos, todas las esencias e incluso todos los tópicos de lo inglés, y que por consiguiente será mucho más rentable. En el mismo día se podrán visitar la torre de Londres, los acantilados de Dover, los bosques de Sherwood (con Robin Hood incluido en la gira) y los megalitos de Stonehenge. y para construir su Gran Simulacro, el parque temático por excelencia para anglófilos de todo el mundo, Sir Jack elige la isla de Wight y contrata aun selecto equipo de historiadores, semiólogos y brillantes ejecutivos.
El proyecto es monstruoso, arriesgado y, como todo lo que hace Sir Jack, tiene un éxito fulgurante. Mediante hábiles maniobras políticas, consigue que la isla de Wight se independice de la vieja Inglaterra, e incluso miembros de la casa real se trasladan al nuevo país para ejercer de monarquía de parque temático. Pero en un giro inesperado, el país de mentirijillas se vuelve tanto o más verdadero que el país de verdad, las ambiciones imperiales se desatan y los actores que representaban a personajes míticos, a filósofos, a gobernantes, y cuya función era «parecer», comienzan a «ser»…

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Pasó volando un arrendajo que anunciaba los colores de coches de la nueva temporada. Un seto de haya llameaba como pintura anticorrosiva. Si pudiéramos meternos dentro… Muss es sein? Cualquier amante de Beethoven -y Sir Jack se contaba entre ellos- conocía la respuesta a esa pregunta. Es muss sein . Pero solamente después de la Novena.

Se cerró el cuello de la cazadora para protegerse del viento que arreciaba y se dirigió hacia una abertura en un seto alejado. Un brandy doble en el Dog and Bad ger, cuyo anfitrión patilludo patrióticamente renunciaría a cobrarle -«Es un placer y un honor, como siempre, Sir Jack»-, y la limusina de regreso a Londres. Normalmente ponía la Pastoral en el automóvil, pero hoy no, quizá. ¿La Tercera? ¿La Quinta? ¿Se atrevería a poner la Novena? Al llegar al seto, un cuervo alzó su seda y el vuelo.

– A otros puede que les guste rodearse de personal sumiso -dijo Sir Jack cuando entrevistaba a Martha Cochrane para el puesto de asesor especial-. Pero a mí se me conoce por valorar lo que yo llamo personas díscolas. La camarilla incómoda, los que dicen que no. ¿No es cierto, Mark?

Se dirigía a su jefe de Proyecto, un joven rubio y pícaro cuyos ojos seguían a su patrón con tanta rapidez que a veces parecía adelantársele. -No -dijo Mark.

– Ja, ja, Marco. Touché. O, por otra parte, gracias por demostrar lo que he dicho.

Se inclinó sobre el escritorio doble de su socio, obsequiando a Martha con un benévolo Führerkon-takt. Martha aguardó. Esperaba tentativas de pillarla a contrapié, y el confort de la oficina de Sir Jack ya lo había hecho, con su drástico cambio de estilo comparado con el resto de la Pitman House. Al cruzar la habitación, a punto estuvo de torcerse un tobillo en la maleza de la alfombra.

– Habrá advertido, señorita Cochrane, que acentúo la palabra personas . Empleo a más mujeres que la mayoría de mis iguales. Soy un gran admirador de las mujeres. Y tengo la convicción de que cuando no son más idealistas que los hombres, son más cínicas. Así que estoy buscando lo que podría llamarse un cínico oficial. No un bufón de corte, como el joven Mark, aquí presente, sino alguien que no tenga miedo de decir lo que piensa, de oponerse a mí, aun cuando no deba esperar que se preste oídos necesariamente a su consejo y a su sabiduría. El mundo es mi ostra, pero en este caso no estoy buscando una perla, sino ese gramo vital de arenilla. Dígame, ¿está de acuerdo en que las mujeres son más cínicas que los hombres?

Martha reflexionó unos segundos.

– Bueno, tradicionalmente las mujeres se han acomodado a las necesidades de los hombres. Que son necesidades dobles, por supuesto. Nos ponen en un pedestal para poder mirarnos por debajo de la falda. Nos adaptamos cuando ellos querían modelos de pureza y valía espiritual, algo que idealizar mientras estaban labrando la tierra o matando al enemigo. Si ahora quieren que seamos cínicas y desencantadas, me atrevería a decir que también podemos acomodarnos a eso. Aunque por supuesto puede que no lo hagamos en serio, del mismo modo que tampoco antes lo hacíamos en serio. Podría ser que estuviéramos siendo cínicas respecto al hecho de ser cínicas.

Sir Jack, que la entrevistaba en democrática manga corta, se estiró los tirantes Garrick con un correoso pizzicato.

– Eso sí es muy cínico.

Miró de nuevo el impreso de candidatura de Martha. Cuarenta años, divorciada, sin hijos; una licenciatura en historia, seguida de estudios de posgraduada sobre el legado de los sofistas; cinco años en la City, dos en el Ministerio de Patrimonio y Artes, ocho como consultora independiente. Cuando desplazó los ojos del papel hacia su cara, ella ya le estaba devolviendo una mirada firme. Pelo castaño oscuro en una melena austera, un traje azul de vestir, una sola piedra verde en su meñique izquierdo. El escritorio impedía verle las piernas.

– Debo hacerle unas preguntas, sin un orden concreto. Veamos… -La atención fija de Martha le producía un extraño desconcierto-. Veamos. Tiene cuarenta años. ¿Es así?

– Treinta y nueve. -Aguardó a que él entreabriera los labios para cortarle en seco-. Pero si hubiera dicho que tengo treinta y nueve usted probablemente habría pensado que tengo cuarenta y dos o cuarenta y tres, mientras que si digo que tengo cuarenta es más probable que se lo crea.

Sir Jack intentó una carcajada.

– ¿Y los demás datos de su candidatura son tan aproximados a la verdad como su edad?

– Son tan veraces como usted quiera que sean. Si conviene, son verdad. Si no, los cambiaré.

– ¿Por qué cree usted que nuestro gran país ama a la familia real?

– Por la ley del revólver. Si no la tuviéramos, usted me habría hecho la pregunta opuesta.

– ¿Su matrimonio terminó en divorcio?

– No soportaba el ritmo de la felicidad.

– ¿Somos una raza orgullosa que no conoce la derrota militar desde 1066?

– Con victorias notables en la guerra de Independencia americana y las guerras afganas.

– Pero derrotamos a Napoleón, al Kaiser, a Hitler.

– Con una ayudita de nuestros amigos.

– ¿Qué le parece la vista desde la ventana de mi despacho?

Extendió un brazo. La mirada de Martha fue guiada hasta un par de cortinas que llegaban al suelo, sujetas por un cordón dorado; entre ellas había una ventana evidentemente falsa en cuyo cristal estaba pintado un panorama de maizales rubios.

– Es bonita -dijo ella, evasiva.

– ¡Ja! -exclamó Sir Jack. Caminó hasta la ventana, agarró los pomos del trampantojo y, para sorpresa de Martha, la izó hacia arriba. Los maizales desaparecieron para dejar paso al atrio de Pitman House-. ¡Ja!

Volvió a sentarse, con la complacencia de quien ha ganado la partida.

– ¿Se acostaría conmigo para obtener este empleo?

– No, creo que no. Me daría demasiado poder sobre usted.

Sir Jack resopló. Cuida la lengua, se dijo Martha. No empieces a tocar para el auditorio: Pitman ya lo está haciendo por los dos. No era un auditorio nutrido, de todas maneras: el bufón rubio; un «promotor de concepto» cachas; un hombrecillo de gafas y cometido impreciso, encorvado sobre un ordenador, y una secretaria muda.

– ¿Y qué opina de mi gran Proyecto, tal como lo hemos diseñado?

Martha hizo una pausa.

– Creo que funcionará -contestó, y guardó silencio. Sir Jack, sospechando una ventaja, salió desde detrás del escritorio y observó el perfil de Martha. Tironeándose el lóbulo de su oreja izquierda, le examinó las piernas.

– ¿Por qué?

Mientras formulaba esta pregunta, se preguntó si la candidata se dirigiría a uno de sus subordinados o incluso a la silla que él había desocupado. ¿O se daría media vuelta para mirarle de refilón? Para sorpresa de Sir Jack, ella no hizo ninguna de las dos cosas. Se levantó, se le plantó delante, se cruzó de brazos con desenvoltura sobre el pecho y dijo:

– Porque nadie ha perdido dinero incitando a la gente a la indolencia. O, mejor dicho, porque nadie ha perdido dinero incitando a la gente a gastar mucho en practicar la indolencia.

– El ocio de calidad comprende muchas actividades.

– Exactamente.

Sir Jack se movió ligeramente mientras le hacía las preguntas siguientes, que pretendían desconcertar a Martha. Pero ella permaneció de pie y se limitó a volver la cara hacia donde él estuviera. Hacía caso omiso del resto de los miembros de la junta de examen. En ocasiones, Sir Jack casi se sintió como si fuera él quien se movía para adaptarse al compás marcado por ella. -Dígame, ¿se ha cortado el pelo así especialmente para esta entrevista? -No, para la siguiente. -¿Sir Francis Drake? -Un pirata. (Gracias, Cristina.) -Bueno, bueno. ¿Qué me dice de san Jorge, nuestro patrono?

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