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Julian Barnes: Inglaterra, Inglaterra

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Julian Barnes Inglaterra, Inglaterra

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Sir Jack Pitman, un magnate de aquellos que sólo la vieja Albión puede producir, mezcla de Murdoch, Maxwell y Al Fayed, emprende la construcción de la que será su obra magna. Convencido de que en la actualidad Inglaterra no es más que una cáscara vacía de sí misma, apta sólo para turistas, él creará una «Inglaterra, Inglaterra» mucho más concentrada, que de manera más eficaz contenga todos los lugares, todos los mitos, todas las esencias e incluso todos los tópicos de lo inglés, y que por consiguiente será mucho más rentable. En el mismo día se podrán visitar la torre de Londres, los acantilados de Dover, los bosques de Sherwood (con Robin Hood incluido en la gira) y los megalitos de Stonehenge. y para construir su Gran Simulacro, el parque temático por excelencia para anglófilos de todo el mundo, Sir Jack elige la isla de Wight y contrata aun selecto equipo de historiadores, semiólogos y brillantes ejecutivos. El proyecto es monstruoso, arriesgado y, como todo lo que hace Sir Jack, tiene un éxito fulgurante. Mediante hábiles maniobras políticas, consigue que la isla de Wight se independice de la vieja Inglaterra, e incluso miembros de la casa real se trasladan al nuevo país para ejercer de monarquía de parque temático. Pero en un giro inesperado, el país de mentirijillas se vuelve tanto o más verdadero que el país de verdad, las ambiciones imperiales se desatan y los actores que representaban a personajes míticos, a filósofos, a gobernantes, y cuya función era «parecer», comienzan a «ser»…

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Pero eran las judías del señor A. Jones las que resplandecían en la memoria de Martha, y luego, más tarde, y más tarde aún, como reliquias sagradas. Daban tarjetas rojas al primer premio, azules al segundo y blancas a las menciones. Todas las tarjetas rojas para todas las judías las había ganado A. Jones. Nueve judías de cualquier variedad, nueve trepadoras redondas, nueve frijoles planos, nueve frijoles redondos, seis blancas grandes, seis habas. También ganaron sus nueve vainas de guisantes y tres zanahorias cortas, pero a Martha estas hortalizas le interesaban menos. Porque A. Jones también usaba una argucia con sus judías. Las exponía sobre retales de terciopelo negro.

– Parece el escaparate de una joyería, ¿eh, cariño? -dijo su padre-. ¿Alguien quiere un par de pendientes?

Extendió la mano hacia los nueve frijoles de Jones, y la madre se rió, y Martha dijo: «No», bastante alto.

– Ah, como quieras, señorita Ratón.

El no debería haber hecho eso, aunque no lo hiciera en serio. No tenía gracia. A. Jones sabía dar a una judía un aspecto perfecto. De color, de proporciones, de lisura. Y nueve judías eran mucho más hermosas.

En la escuela cantaban. Sentadas de cuatro en fondo con sus uniformes verdes, como judías en su vaina. Ocho piernas redondas, ocho piernas cortas, ocho piernas largas y ocho de cualquier variedad.

Todos los días empezaban con los cánticos religiosos, falsificados por Martha Cochrane. Más tarde venían los cantos secos y jerárquicos de las matemáticas, y después los densos cantos de poesía. Más extraños y más cálidos que ambos eran los de historia. Aquí les alentaban a una creencia urgente, extemporánea, en el rezo matutino. Los cánticos religiosos se entonaban con un murmullo apresurado; pero en historia la señorita Mason, regordeta como una gallina y vieja de varios siglos, dirigía el culto como una sacerdotisa carismática, llevaba el compás, guiaba a las cantantes.

55 a.d.C. (cla cla) Invasión romana

1066 (cla cla) Batalla de Hastings

1215 (dada) Carta Magna

1512 (cla cla) Enrique Tarambana (cla cla)

Defensor de la Fe anglicana (cla cla)

A ella le gustaba este último: con la rima era más fácil de recordar. Mil ochocientos cincuenta y cuatre (cla cla), de Crimea el desastre (cla cla); siempre lo decían así, por muchas veces que las corrigiera la señorita Mason. Y así seguía el cántico, hasta

1940 (cla cla) Batalla de Inglaterra

1973 (cla cla) Tratado de Roma

La señorita Mason las llevaba de gira por los siglos y luego las devolvía al punto de partida, desde Roma hasta Roma. Era su manera de animarlas y de hacer flexibles sus mentes. Luego les contaba historias de caballería y gloria, de pestes y hambrunas, de tiranía y democracia; de galanura regia y las robustas virtudes del modesto individualismo; de san Jorge, santo patrón de Inglaterra, de Aragón y Portugal, así como protector de Génova y Venecia; de Sir Francis Drake y sus gestas heroicas; de la reina Boadicea y la reina Victoria; del hacendado local que fue a las cruzadas y ahora yace en piedra junto a su esposa en la iglesia del pueblo, con un perro a sus pies. Escuchaban con tanta mayor atención porque, si estaba contenta, la señorita Mason acabaría la clase con más cantos, sólo que distintos. Habría acciones que exigían fechas; variaciones, improvisaciones y trampas; las palabras se agachaban y se zambullían mientras todas las alumnas se aferraban a una pizca de ritmo. Isabel y Victoria (cla cla cla cla), y ellas respondían: 1558 y 1837 (cla cla cla cla). O (cla cla) Wolfe en Quebec (da), y tenían que responder (cla cla) 1759 (da). O en vez de darles la pauta con la Conspiración de la Pólvora (cla cla), mencionaba a Guy Fawkes Apresado Vivo (cla cla) y tenían que encontrar la rima, 1605 (cla cla). Las paseaba a lo largo de dos milenios, convirtiendo la historia no en un avance obstinado sino en una serie de momentos rivales y vívidos, judías sobre terciopelo negro. Mucho más tarde, cuando todo lo que habría de sucederle en la vida ya había sucedido, Martha Cochrane, al ver una fecha o un nombre en un libro, volvía a oír en su cabeza las palmadas de respuesta de la señorita Mason. El pobrecito Nelson muerto, Trafalgar 1805. Eduardo VIII perdió la nación, 1936 abdicación.

Jessica James, amiga y cristiana, se sentaba detrás de ella en la clase de historia. Jessica James, hipócrita y traidora, ocupaba el asiento de delante durante el rezo matutino. Martha era una chica inteligente y en consecuencia no era creyente. A la hora del rezo, con los ojos firmemente cerrados, rezaba de otra manera:

Alfalfa que pedorreas en Devon,

vociferado sea tu nombre.

Venga a nosotros tu wigwam.

Hágase mugre tu bazofia

en Bath, cercano al río Severn.

El bocata nuestro de cada día

dánosle hoy,

y perdónanos los billetes de autobús

como nosotros perdonamos a quienes no los pagan,

y no dejes que nos lleve a Penn Station,

mas úntalo de bilis y gorgojos,

porque tuyo es el wigwam, las flores y la historia,

por los siglos de los siglos te ASEN.

Seguía trabajando un par de líneas que necesitaban una mejora. No la consideraba una oración blasfema, salvo tal vez el fragmento sobre el pedorreo. Parte de la plegaria la juzgaba muy bonita: lo del wigwam, la tienda india, y las flores siempre le hacía pensar en las nueve judías trepadoras redondas, que Dios, de haber existido, probablemente hubiese aprobado. Pero Jessica James la había descubierto. No, había hecho algo más inteligente: disponer las cosas de manera que Martha se descubriese a sí misma. Una mañana, a una señal de Jessica, todas las que estaban cerca se callaron de pronto, y la voz solista de Martha se oyó claramente, recalcando intensamente la importancia del bocata de bilis y gorgojos, momento en el cual había abierto los ojos para encontrar el hombro que se giraba, la pechuga de gallina y la mirada cristiana de la señorita Mason, sentada en el aula con sus alumnas.

Durante el resto del trimestre la obligaron a permanecer apartada y a dirigir la plegaria escolar, articulando claramente e impostando una fe ardiente. Al cabo de un tiempo descubrió que lo hacía bastante bien, como un recluso converso que asegura a los responsables de su libertad bajo fianza que ya se ha redimido de sus pecados y les pide que tengan la amabilidad de liberarle. Cuanto más suspicaz se volvía la señorita Mason, tanto más se alegraba Martha.

Las chicas empezaron a dejarla de lado. Le preguntaban qué pretendía llevando la contraria. Le decían que existía una cosa llamada pasarse de lista. Le advertían que el cinismo, Martha, es una virtud muy solitaria. Confiaban en que no fuese una insolente. Insinuaban también, de maneras más o menos obvias, que el hogar de Martha no era como los demás, sino que en él tendría pruebas que superar, y debería forjarse un carácter.

Ella no entendía lo de forjarse un carácter. Era seguramente algo que tenías, o algo que cambiaba según lo que te ocurriese, como que su madre se hubiera vuelto más brusca e irascible en los últimos tiempos. ¿Cómo se podía forjar un carácter? Miraba a las paredes del pueblo en busca de una comparación desconcertante: bloques de piedra y mortero entre ellos, y luego una raya de pedernal torcida que indicaba que eras una adulta, que te habías forjado un carácter. No tenía sentido. Fotografías de Martha mostraban su ceño enfurruñado contra el mundo, estirando hacia fuera el labio inferior, frunciendo las cejas. ¿Estaba desaprobando lo que veía, exhibiendo su decepcionante «carácter», o era simplemente que a su madre le habían dicho (cuando era una niña) que siempre había que sacar las fotos cuando tenías el sol encima de tu hombro derecho?

En cualquier caso, la forja del carácter no era su prioridad principal en aquella época. Tres días después de la feria agrícola -y estaba segura, estaba casi segura, de que aquél era un recuerdo veraz, aislado, inalterado-, Martha estaba sentada a la mesa de la cocina; su madre cocinaba, aunque no estaba cantando, recordaba -no, lo sabía, había alcanzado la edad en que los recuerdos cristalizan en hechos-; su madre cocinaba pero no cantaba (era un hecho), Martha había completado su rompecabezas (era un hecho), había un agujero del tamaño de Nottinghamshire por el que se veía la veta de la mesa (era un hecho), su padre no estaba en segundo plano (era un hecho), su padre tenía Nottinghamshire en el bolsillo (otro hecho), Martha levantó la mirada (un hecho más) y las lágrimas que rodaban desde la barbilla de su madre caían dentro de la sopa: era un hecho.

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