La promesa de ese encuentro me mantuvo durante el siguiente mes y medio. Cuando el terremoto sacudió San Francisco a primeros de octubre, mi primer pensamiento fue preguntarme si habría de cancelar mi visita. Ahora me avergüenzo de mi falta de sensibilidad, pero en aquel momento apenas me percaté de ello. Autopistas destruidas, edificios en llamas, cuerpos mutilados y aplastados; todos estos desastres no significaban nada para mi excepto en la medida en que pudieran impedirme hablar con Lillian Stern. Afortunadamente, el teatro donde tenía que hacer la lectura no sufrió daños y el viaje se realizó como estaba planeado. Después de inscribirme subí a mi habitación y llamé a la casa de Berkeley. Una mujer con una voz desconocida contestó al teléfono. Cuando le pregunté si podía hablar con Lillian Stern, me dijo que Lillian se habla marchado a Chicago tres días después del terremoto. ¿Cuándo vuelve?, pregunté. La mujer no lo sabía. ¿Quiere usted decir que el terremoto la asustó tanto como para marcharse?, pregunté. Oh, no, dijo la mujer, Lillian había planeado marcharse antes del terremoto. Había puesto el anuncio para subarrendar su casa a principios de septiembre. ¿Dejó alguna dirección?, pregunté. A ella no, dijo la mujer, ella pagaba el alquiler directamente al casero. Bueno, dije, luchando por vencer mi decepción, si alguna vez tiene noticias suyas, le agradecería me lo comunicara. Antes de colgar le di mi número de teléfono de Nueva York. Llámeme a cobro revertido, dije, a cualquier hora del día o de la noche.
Comprendí entonces que Lillian me había engañado por completo. Sabía que se habría ido antes de que yo llegara allí, lo cual significaba que nunca había tenido intención de venir a nuestra cita. Me maldije por mi credulidad, por el tiempo y la esperanza que había despilfarrado. Sólo para asegurarme, pregunté en el servicio de información de Chicago, pero no había ningún teléfono a nombre de Lillian Stern. Cuando llamé a Maria Turner a Nueva York y le pedí la dirección de la madre de Lillian, ella me dijo que había perdido el contacto con Mrs. Stern hacia muchos años y no tenía ni idea de dónde vivía. La pista había desaparecido de repente. Lillian estaba ahora tan perdida para mí como Sachs, y ni siquiera se me ocurría cómo podía empezar a buscarla. Si había algún consuelo en su desaparición venía de la palabra Chicago . Tenía que haber una razón para que ella no quisiera hablar conmigo, y recé para que fuese que trataba de proteger a Sachs. De ser así, tal vez su relación era mejor de lo que me habían hecho creer. O tal vez su relación había mejorado después de la visita de Sachs a Vermont. ¿Y si había ido a California y la había convencido de que se fugase con él? Él me había dicho que tenía un apartamento en Chicago y Lillian le había dicho a su inquilina que se trasladaba a Chicago. ¿Era una coincidencia? ¿Había mentido uno de ellos o los dos? Ni siquiera podía adivinarlo, pero, por Sachs, esperaba que estuvieran juntos, viviendo una loca existencia de fugitivos mientras iban y venían por el país, planeando furtivamente su siguiente operación. El Fantasma de la Libertad y su amante. Aunque no fuera más que eso, no estaría solo, y yo prefería imaginármelo con ella que solo, prefería imaginar cualquier vida antes que la que él me había descrito. Si Lillian era tan intrépida como él me había dicho, quizá estuviera con él, quizá fuera lo bastante alocada para haberlo hecho.
No supe nada más a partir de entonces. Pasaron ocho meses, y cuando Iris y yo volvimos a Vermont a finales de junio, yo prácticamente había renunciado a la idea de encontrarle. De los cientos de posibilidades que imaginaba, la que parecía más probable era que nunca volviese a dar señales de vida. Yo no tenía ni idea de cuánto tiempo continuarían las explosiones, de cuándo llegaría el final. Y aunque hubiese un final, parecía dudoso que yo me enterase de ello; lo cual significa que la historia seguiría eternamente, segregando su veneno dentro de mí para siempre. La dificultad estaba en aceptar eso, en coexistir con las fuerzas de mi propia incertidumbre. A pesar de que deseaba desesperadamente una resolución, tenía que comprender que tal vez no se produciría nunca. Después de todo, uno sólo puede contener el aliento durante un tiempo limitado. Tarde o temprano, llega un momento en que tiene que respirar de nuevo, aunque el aire esté contaminado, aunque sepa que acabará matándole.
El artículo en el Times me cogió con la guardia baja. Me había acostumbrado tanto a mi ignorancia que ya no esperaba que nada cambiase. Alguien había muerto en esa carretera de Wisconsin, pero aunque sabía que podía haber sido Sachs, no estaba dispuesto a creerlo. Fue necesaria la llegada de los hombres del FBI para convencerme, e incluso entonces me aferré a mis dudas hasta el último momento, cuando mencionaron el número de teléfono que habían encontrado en el bolsillo del muerto. Después de eso, una sola imagen ardió en mi cerebro y ha permanecido conmigo desde entonces: mi pobre amigo volando en pedazos cuando la bomba estalló, el cuerpo de mi pobre amigo esparcido al viento.
Eso ocurrió hace dos meses. A la mañana siguiente me senté y empecé el libro. Y desde entonces he trabajado en un estado de pánico constante, luchando por acabarlo antes de que se me agotara el tiempo, sin saber nunca si podría llegar hasta el final. Como había previsto, los hombres del FBI han estado muy atareados a causa mía. Han hablado con mi madre en Florida, con mi hermana en Connecticut, con mis amigos en Nueva York, y durante todo el verano la gente ha estado llamándome para contarme esas visitas, preocupados de que estuviese metido en un lío. No estoy en un lío todavía, pero estoy seguro de que lo estaré en un futuro próximo. Cuando mis amigos Worthy y Harris descubran cuántas cosas les he ocultado, será inevitable que se irriten. Ya no hay nada que pueda hacer al respecto. Me doy cuenta de que hay castigos por ocultarle información al FBI, pero, dadas las circunstancias, no veo cómo hubiese podido actuar de otra manera. Le debía a Sachs el mantener la boca cerrada y le debía escribir este libro. El tuvo el valor de confiarme su historia, y no creo que pudiese vivir conmigo mismo si le hubiese fallado.
Durante el primer mes escribí un borrador preliminar corto, ateniéndome únicamente a lo más esencial. Cuando vi que el caso seguía sin resolverse, volví al principio y empecé a llenar las lagunas, a ampliar cada capitulo hasta el doble de la extensión original. Mi plan era revisar el manuscrito tantas veces como fuese necesario, añadir nuevo material en cada borrador sucesivo y seguir trabajando en ello hasta que pensase que no quedaba nada por decir. Teóricamente, el proceso podría haber continuado durante meses, tal vez incluso años…, pero sólo si tenía suerte. En realidad, estas ocho semanas son todo lo que tendré. Cuando llevaba hechas tres cuartas partes del segundo borrador (en mitad del cuarto capítulo), me vi obligado a dejar de escribir. Eso ocurrió ayer y todavía estoy tratando de asimilar lo repentino que fue. El libro ha terminado ya porque el caso ha terminado. Si añado esta página final es sólo para dejar constancia de cómo encontraron la solución, para anotar la última sorpresa, el último giro que pone fin a la historia.
Fue Harris quien me lo contó. Era el mayor de los dos agentes, el hablador, el que me había preguntado cosas sobre mis libros. Al parecer, finalmente fue a una librería y compró alguno, como me había prometido hacer cuando me visitó con su compañero en julio. No sé si pensaba leerlos o actuó simplemente por una corazonada. Pero resultó que los ejemplares que compró estaban firmados con mi nombre. Debió de acordarse de lo que le conté sobre los curiosos autógrafos que habían estado apareciendo sobre mis libros, así que llamó aquí hace diez días para preguntarme si había estado alguna vez en esa librería, situada en un pueblo a las afueras de Albany. Le dije que no, que nunca había puesto los pies en ese pueblo, y él me dio las gracias por mi ayuda y colgó. Le dije la verdad porque no vi ninguna necesidad de mentir. Su pregunta no tenía nada que ver con Sachs, y si quería buscar a la persona que había estado falsificando mi firma, ¿qué daño había en ello? Pensé que me estaba haciendo un favor, pero en realidad acababa de entregarle la clave del caso. Llevó los libros al laboratorio del FBI a la mañana siguiente, y después de una concienzuda búsqueda de huellas dactilares encontraron varios juegos de huellas claras. Uno de ellos pertenecía a Sachs. Ya debían de conocer el nombre de Ben, y puesto que Harris era un tipo listo, no se le habría escapado la relación. Una cosa llevó a otra, y cuando él se presentó aquí ayer, ya había encajado todas las piezas. Sachs era el hombre que se había volado a sí mismo en Wisconsin. Sachs era el hombre que había matado a Reed Dimaggio. Sachs era el Fantasma de la Libertad.
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