Pero eso ocurrió más tarde, y no quiero adelantarme. En la superficie todo parecía funcionar como en los últimos meses. Sachs trabajaba en su novela en Vermont, Fanny iba a su trabajo en el museo e Iris y yo esperábamos a que naciera nuestra hija. Después de que Sonia llegara (el 27 de junio), yo perdí el contacto con todo durante las siguientes seis u ocho semanas. Iris y yo vivíamos en Bebelandia, un país donde el sueño está prohibido y el día es indistinguible de la noche, un reino amurallado gobernado por los caprichos de un minúsculo monarca absoluto. Les pedimos a Fanny y a Ben que fuesen los padrinos de Sonia y ambos aceptaron con efusivas declaraciones de orgullo y gratitud. Después empezaron a llegar los regalos; Fanny trajo los suyos en persona (ropa, mantas, sonajeros) y los de Ben llegaron por correo (libros, ositos, patitos de goma). Yo estaba especialmente conmovido por la reacción de Fanny, por el hecho de que pasara por nuestra casa al salir del trabajo sólo para tener a Sonia en brazos durante diez o quince minutos, arrullándola con toda clase de cariñosas tonterías. Parecía radiante con la niña en brazos, y siempre me daba pena pensar que nada de aquello había sido posible para ella. “Preciosidad mía”, llamaba a Sonia, “ángel mío”, “mi oscura flor de pasión”, “corazón mío”. A su manera, Sachs no era menos entusiasta que ella, y yo interpretaba que los pequeños paquetes que recibíamos continuamente por correo eran una señal de verdadero progreso, una prueba decisiva de que ya estaba bien. A principios de agosto empezó a insistir en que fuésemos a Vermont a verle. Dijo que quería enseñarme la primera parte de su libro, y que le presentásemos a su ahijada.
– Me la habéis ocultado durante demasiado tiempo -dijo-. ¿Cómo podéis esperar que me ocupe de ella si ni siquiera sé qué aspecto tiene?
Así que Iris y yo alquilamos un coche y una sillita de bebé y nos fuimos al norte a pasar unos días con él. Recuerdo que le preguntamos a Fanny si quería venir con nosotros, pero al parecer la ocasión no era oportuna. Acababa de empezar el texto para el catálogo de la exposición de Blakelock, que iba a organizar en el museo aquel invierno (su exposición más importante hasta la fecha), y le preocupaba no tenerlo listo a tiempo. Pensaba visitar a Ben en cuanto lo terminara, me explicó, y como me pareció una excusa legítima, no le insistí. Una vez más, me habían puesto delante una prueba significativa y, una vez más, no hice caso. Fanny y Ben no se veían desde hacía cinco meses y sin embargo yo aún no había caído en la cuenta de que tenían dificultades. Si me hubiese molestado en abrir los ojos durante unos minutos, tal vez habría visto algo. Pero estaba entregado a mi propia felicidad, demasiado absorto en mi pequeño mundo como para prestar atención.
No obstante, el viaje fue un éxito. Después de pasar cuatro días y tres noches en su compañía, llegué a la conclusión de que Sachs pisaba tierra firme de nuevo y me marché sintiéndome tan unido a él como lo había estado en el pasado. Estoy tentado de decir que fue como en los viejos tiempos, pero no sería exacto, habían pasado demasiadas cosas después de su caída, se habían producido demasiados cambios en los dos para que nuestra amistad fuese exactamente lo que había sido, pero eso no quiere decir que esos nuevos tiempos fuesen menos buenos que los viejos. En muchos sentidos, eran mejores. En la medida en que representaban algo que yo creía haber perdido, algo que había desesperado de volver a encontrar, eran mucho mejores.
Sachs nunca había sido una persona organizada, y me sorprendió ver lo concienzudamente que se había preparado para nuestra visita. Puso flores en la habitación donde Iris y yo dormíamos, en la cómoda había toallas perfectamente dobladas y había hecho la cama con la precisión de un hotelero veterano. En el piso de abajo, la cocina estaba bien surtida de alimentos, había una buena provisión de vino y cerveza y, según descubrimos cada noche, los menús de la cena habían sido planeados de antemano. Estos pequeños gestos eran significativos, pensé, y contribuyeron a marcar el tono de nuestra estancia. La vida cotidiana era más fácil para él de lo que lo había sido en Nueva York y poco a poco había conseguido recuperar el control de sí mismo. Tal y como me dijo en una de nuestras conversaciones nocturnas, era un poco como estar en prisión de nuevo, no había ninguna preocupación externa que le embarullara. La vida se había reducido al mínimo esencial y ya no tenía que preguntarse cómo pasar el tiempo. Cada día era más o menos una repetición del anterior. Hoy se parecía a ayer, mañana se parecería a hoy y lo que sucediera la semana que viene se confundiría con lo que había sucedido ésta. Esto era un consuelo para él. El elemento sorpresa había quedado eliminado, lo cual le hacia sentirse más despierto, más capaz de concentrarse en su trabajo.
– Es curioso -continuó-, pero las dos veces que me he sentado a escribir una novela estaba aislado del resto del mundo. Primero, en la cárcel cuando era un muchacho, y ahora aquí en Vermont, viviendo como un ermitaño en el bosque. Me pregunto qué diablos significa.
– Significa que no puedes vivir sin los demás -dije-. Cuando están ahí en carne y hueso, el mundo real es suficiente. Cuando estás solo, tienes que inventarte personajes, los necesitas para que te hagan compañía.
Durante toda la visita, los tres estuvimos atareados en no hacer nada. Comíamos y bebíamos, nadábamos en la alberca, charlábamos. Sachs había instalado una pista de baloncesto cubierta detrás de la casa y durante una hora más o menos cada mañana hacíamos canastas y jugábamos simples (me ganaba estrepitosamente todas las veces). Mientras Iris dormía la siesta, él y yo nos turnábamos para pasear a Sonia por el jardín, meciéndola hasta que se dormía mientras hablábamos. La primera noche me acosté tarde y leí el manuscrito del libro que estaba escribiendo. Las otras dos noches los dos nos quedamos levantados hasta muy tarde comentando lo que había escrito hasta entonces y lo que faltaba. El sol brilló tres de los cuatro días, la temperatura era cálida para aquella época del año. En conjunto, todo fue casi perfecto.
Sachs sólo había escrito un tercio de su libro en aquel momento y la parte que yo leí estaba aún muy lejos de ser la versión definitiva. Sachs lo entendía así y cuando me dio el manuscrito la primera noche que pasé allí, no buscaba una crítica detallada ni sugerencias de cómo mejorar éste o aquel párrafo. Lo único que quería saber era si a mí me parecía que debía continuar.
– He llegado a un punto en el que ya no sé qué estoy haciendo -dijo-. No sé si es bueno o malo. No sé si es lo mejor que he hecho nunca o si es un montón de basura.
No era basura, eso me quedó claro desde la primera página, pero a medida que avanzaba en la lectura del resto del borrador también me di cuenta de que Sachs había dado con algo que valía la pena. Aquél era el libro que yo siempre había imaginado que era capaz de escribir, y si había hecho falta un desastre para que lo empezara, entonces quizá no había sido realmente un desastre. O eso es lo que me dije entonces. Fueran los que fueran los problemas que me encontré en el manuscrito, fueran los que fueran los cortes o cambios que sería preciso hacer al final, lo esencial era que Sachs había empezado y yo no iba a permitir que parase.
– Tú sigue escribiendo y no mires atrás -le dije durante el desayuno a la mañana siguiente-. Si consigues llegar hasta el final, será un gran libro. Toma nota de mis palabras: un libro grandioso y memorable.
Me es imposible saber si hubiese podido llevarlo a cabo. Entonces me sentía seguro de que sí, y cuando Iris y yo nos despedimos de él el último día, ni siquiera se me pasó por la cabeza dudarlo. Una cosa eran las páginas que había leído, pero Sachs y yo también habíamos hablado, y basándome en lo que me dijo sobre el libro durante las dos noches siguientes, estaba convencido de que tenía dominada la situación, que entendía lo que tenía por delante. Si eso es cierto, entonces no puedo imaginar nada más terrible. De todas las tragedias que mi pobre amigo creó para sí mismo, dejar este libro inacabado se convierte en lo más difícil de soportar. No quiero decir que los libros sean más importantes que la vida, pero el hecho es que todo el mundo se muere, todo el mundo desaparece al final, y si Sachs hubiese logrado terminar su libro, hay una posibilidad de que le hubiese sobrevivido. Eso es lo que quiero creer, en cualquier caso. Tal y como está ahora, el libro no es más que una promesa de libro, un libro en potencia encerrado en una caja llena de páginas manuscritas sucias y un puñado de notas. Eso es todo lo que queda de él, junto con nuestras dos conversaciones nocturnas al aire libre, sentados bajo un cielo sin luna atestado de estrellas. Pensé que su vida estaba empezando otra vez, que había llegado al inicio de un extraordinario futuro, pero resultó que estaba casi al final. Menos de un mes después de que le viese en Vermont, Sachs dejó de trabajar en su libro. Salió a dar un paseo una tarde de mediados de septiembre y la tierra se lo tragó de repente. Ésa es la esencia del asunto, y desde ese día no volvió a escribir una palabra más.
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