No quiero sugerir que lograra esta cura yo solo. Una vez que Maria regresó a Nueva York, desempeñó un papel importante en la conservación de mi integridad y me sumergí en nuestras escapadas particulares con la misma pasión que antes. Tampoco era la única. Cuando Maria no estaba disponible, encontraba a otras que me distrajeran de mis penas de amor. Una bailarina que se llamaba Dawn, una escritora que se llamaba Laura, una estudiante de medicina que se llamaba Dorothy. En un momento u otro, cada una de ellas ocupó un lugar singular en mis afectos. Siempre que me paraba a examinar mi comportamiento, llegaba a la conclusión de que yo no estaba hecho para el matrimonio, que mis sueños de echar raíces con Fanny habían estado equivocados desde el principio. Yo no soy monógamo, me decía. Me sentía demasiado atraído por el misterio de los primeros encuentros. Demasiado fascinado por el escenario de la seducción, demasiado hambriento de la excitación de los cuerpos nuevos, y no se podía contar conmigo a largo plazo. Ésa era la lógica que me aplicaba, en cualquier caso, y funcionaba como una eficaz cortina de humo entre mi cabeza y mi corazón, entre mi entrepierna y mi inteligencia. Porque la verdad era que no tenía ni idea de lo que hacía. Había perdido el control y follaba por la misma razón por la que otros hombres beben: para ahogar mis penas, para embotar mis sentidos, para olvidarme de mí mismo. Me convertí en homo erectus , un falo libertino enloquecido. Al poco tiempo estaba enredado en varias relaciones a la vez, haciendo juegos malabares con las novias como un prestidigitador demente, entrando y saliendo de diferentes camas tan a menudo como la luna cambia de forma. En la medida en que este frenesí me mantenía ocupado, supongo que fue una medicina eficaz. Pero era una vida de loco y probablemente me hubiese matado si hubiese durado mucho más tiempo.
Sin embargo, había algo más que el sexo. Trabajaba bien y mi libro finalmente se acercaba a su fin. A pesar de los muchos desastres que me creaba, conseguía continuar escribiendo, avanzar sin reducir el paso. Mi mesa se había convertido en un santuario, y mientras siguiera sentándome allí y luchando por encontrar la palabra siguiente, nadie podría alcanzarme: ni Fanny, ni Sachs, ni siquiera yo mismo. Por primera vez en todos los años que llevaba escribiendo me sentía como si estuviera ardiendo. No sabía si el libro era bueno o malo, pero eso ya no me parecía importante. Había dejado de cuestionarme. Estaba haciendo lo que tenía que hacer y lo estaba haciendo de la única manera que me era posible. Todo lo demás derivaba de eso. No era tanto que empezase a creer en mi mismo como que estaba habitado por una sublime indiferencia. Me había vuelto intercambiable con mi trabajo, y aceptaba ese trabajo en sus propios términos, comprendiendo que nada podría liberarme del deseo de hacerlo. Esto era la sólida epifanía, la luz en la cual la duda se disolvía gradualmente. Aunque mi vida se cayera en pedazos, seguiría habiendo algo por lo que vivir.
Acabé Luna a mediados de abril, dos meses después de mi conversación con Sachs en el restaurante. Mantuve mi palabra y le di el manuscrito; cuatro días más tarde me llamó para decirme que lo había terminado. Para ser más exactos, empezó a gritar por teléfono, abrumándome con tan extravagantes elogios que noté que me ruborizaba. No me había atrevido a soñar con una reacción semejante. Levantó tanto mi ánimo que pude quitar importancia a las decepciones que siguieron, y ni siquiera cuando el libro hizo la ronda de las editoriales neoyorquinas cosechando un rechazo tras otro, permití que eso interfiriera con mi trabajo. Sachs me alentaba asegurándome que no tenía de qué preocuparme, que todo saldría bien al final, y a pesar de la evidencia continué creyéndole. Empecé a escribir una segunda novela. Cuando Luna finalmente fue aceptada (siete meses y dieciséis rechazos después), yo ya estaba bien metido en mi nuevo proyecto. Eso sucedió a finales de noviembre, justo dos días antes de que Fanny me invitase a la cena de Acción de Gracias en Connecticut. Sin duda eso contribuyó a que tomase la decisión de ir. Le dije que sí porque acababa de recibir la noticia acerca de mi libro. El éxito me hacia sentir invulnerable y sabía que nunca habría mejor momento para enfrentarme a ella.
Luego vino mi encuentro con Iris, y la locura de aquellos dos años terminó bruscamente. Eso ocurrió el 23 de febrero de 1981: tres meses después del día de Acción de Gracias, un año después de que Fanny y yo rompiésemos nuestra relación amorosa, seis años después de que empezase mi amistad con Sachs. Me parece a la vez extraño y adecuado que Maria Turner fuese la persona que hizo posible ese encuentro. Una vez más, no fue nada intencionado, no tuvo nada que ver con un deseo consciente de que sucediera algo. Pero sucedió, y de no ser por el hecho de que el 23 de febrero fue la noche en que se inauguraba la segunda exposición de Maria en una pequeña galería de Wooster Street, estoy seguro de que Iris y yo nunca nos habríamos conocido. Habrían pasado décadas antes de que nos encontrásemos de nuevo en la misma habitación, y para entonces la oportunidad se habría perdido. No es que Maria nos reuniese, pero nuestro encuentro tuvo lugar bajo su influencia, por así decirlo, y me siento en deuda con ella por eso. No con Maria como mujer de carne y hueso, quizá, pero si con Maria como espíritu del azar, como diosa de lo impredecible.
Como nuestra relación continuaba siendo un secreto, no tenía sentido que le sirviera de acompañante aquella noche. Me presenté en la galería como otro invitado cualquiera, le di a Maria un beso de enhorabuena y luego me quedé entre la gente con un vaso de plástico en la mano, bebiendo vino blanco barato mientras recorría la sala con los ojos en busca de caras conocidas. No vi a nadie conocido. En un momento dado, Maria miró hacia mi y me guiñó un ojo, pero aparte de la breve sonrisa con la que respondí, mantuve el trato y evité el contacto con ella. Menos de cinco minutos después de ese guiño, alguien se me acercó por la espalda y me dio un golpecito en el hombro. Era un hombre que se llamaba John Johnston, un conocido a quien no había visto en varios años. Iris estaba de pie a su lado y, después de que él y yo intercambiásemos unos saludos, el hombre nos presentó. Basándome en su aspecto, supuse que ella era modelo, un error que la mayoría de la gente sigue cometiendo cuando la ve por primera vez. Iris tenía tan sólo veinticuatro años entonces, una presencia rubia deslumbrante, una estatura de un metro ochenta con una exquisita cara escandinava y los ojos azules más profundos y alegres que se pueden encontrar entre el cielo y el infierno. ¿Cómo hubiese podido adivinar que era una estudiante graduada en literatura inglesa en la Universidad de Columbia? ¿Cómo hubiese podido saber que había leído más libros que yo y que estaba a punto de empezar una tesis de seiscientas páginas sobre las obras de Charles Dickens?
Supuse que ella y Johnston eran íntimos amigos, así que le estreché la mano y me esforcé por no mirarla fijamente. Johnston estaba casado con otra la última vez que yo le había visto, pero deduje que se había divorciado y no se lo pregunté. Luego resultó que él e Iris apenas se conocían. Los tres hablamos durante unos minutos y luego Johnston se dio la vuelta de pronto y empezó a hablar con otra persona, dejándome a solas con Iris. Sólo entonces empecé a sospechar que su relación era casual. Inexplicablemente saqué mi cartera y le enseñé a ella algunas instantáneas de David, presumiendo de mi hijo como si fuese una figura pública famosa. De hacer caso a Iris cuando recuerda esa tarde ahora, fue en ese momento cuando comprendió que estaba enamorada de mí, que yo era la persona con la que iba a casarse. Yo tardé un poco más en comprender lo que sentía por ella, pero sólo unas cuantas horas. Continuamos hablando durante la cena en un restaurante cercano y luego mientras tomábamos una copa en otro lugar. Debían de ser más de las once cuando terminamos. Paré un taxi para ella en la calle, pero antes de abrir la puerta para que entrase, alargué las manos y la cogí, atrayéndola hacia mí y besándola profundamente en la boca. Fue una de las cosas más impetuosas que he hecho nunca, un momento de pasión loca y desenfrenada. El taxi se marchó, e Iris y yo continuamos de pie en medio de la calle, abrazados. Era como si fuésemos las primeras personas que se habían besado nunca, como si hubiésemos inventado juntos esa noche el arte de besar. A la mañana siguiente, Iris se había convertido en mi final feliz, el milagro que me había sucedido cuando menos lo esperaba. Nos tomamos el uno al otro por asalto y nada ha vuelto a ser igual para mi desde entonces.
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