Siempre me asombraba la rapidez con que trabajaba, su habilidad para pergeñar artículos bajo la presión de las fechas fijas, de producir tanto sin agotarse. Para Sachs no era nada escribir diez o doce páginas de una sentada, empezar y terminar todo un artículo sin levantarse ni una sola vez de la máquina. El trabajo era para él como una competición atlética, una carrera de resistencia entre su cuerpo y su mente, pero puesto que podía abatirse sobre sus pensamientos con tal concentración, pensar con tal unanimidad de propósito, las palabras siempre parecían estar a su disposición, como si hubiese encontrado un pasadizo secreto que fuera directamente de su cabeza a la yema de sus dedos. “Escribir a máquina por dinero”, lo llamaba a veces, pero eso era solamente porque no podía resistir la tentación de burlarse de sí mismo. Su trabajo nunca era menos que bueno, en mi opinión, y con mucha frecuencia era brillante. Cuanto más le conocía, más me impresionaba su productividad. Yo siempre he sido lento, una persona que se angustia y lucha con cada frase, e incluso en mis mejores días no hago más que avanzar centímetro a centímetro, arrastrándome sobre el vientre como un hombre perdido en el desierto. La palabra más corta está rodeada de kilómetros de silencio para mí, y hasta cuando consigo poner esa palabra en la página, me parece que está allí como un espejismo, una partícula de duda que brilla en la arena. El idioma nunca ha sido accesible para mí de la misma forma que lo era para Sachs. Estoy separado de mis propios pensamientos por un muro, atrapado en una tierra de nadie entre el sentimiento y su articulación, y por mucho que trate de expresarme, raras veces logro algo más que un confuso tartamudeo. Sachs nunca tuvo ninguna de estas dificultades. Las palabras y las cosas se emparejaban para él, mientras que para mí se separaban continuamente, volaban en cien direcciones diferentes. Yo paso la mayor parte de mi tiempo recogiendo los pedazos y pegándolos, pero Sachs nunca tenía que ir dando traspiés, buscando en los vertederos y los cubos de basura, preguntándose si no había colocado juntos los pedazos equivocados. Sus incertidumbres eran de un orden diferente, pero por muy dura que la vida se volviese para él en otro sentido, las palabras nunca fueron su problema. El acto de escribir estaba notablemente libre de dolor para él, y cuando trabajaba bien, podía escribir las palabras en la página a la misma velocidad que podía decirlas. Era un curioso talento, y como el propio Sachs apenas era consciente de él, parecía vivir en un estado de perfecta inocencia. Casi como un niño, pensaba yo a veces, como un niño prodigio jugando con sus juguetes.
La fase inicial de nuestra amistad duró aproximadamente año y medio. Luego, en un lapso de varios meses, nos marchamos los dos del Upper West Side y comenzó otro capítulo. Fanny y Ben se fueron primero, mudándose a un piso de Brooklyn, en la zona de Park Slope. Era un piso más amplio y cómodo que el antiguo apartamento de estudiante de Fanny cerca de la Columbia, y le permitía ir andando a su trabajo en el museo. Eso fue en el otoño de 1976. En el tiempo que transcurrió entre que encontraron el piso y se mudaron a él, mi mujer, Delia, descubrió que estaba embarazada. Casi enseguida empezamos a hacer planes para mudarnos nosotros también. Nuestro apartamento de Riverside Drive era demasiado pequeño para acoger a un niño y, dado que las cosas ya se estaban volviendo inestables entre nosotros, pensamos que podrían mejorar si dejábamos la ciudad por completo. Entonces yo me dedicaba exclusivamente a traducir libros y, por lo que al trabajo se refiere, daba igual dónde viviésemos.
No puedo decir que tenga el menor deseo de hablar ahora de mi primer matrimonio. Sin embargo, en la medida en que afecta a la historia de Sachs, no creo que pueda evitar el tema por completo. Una cosa lleva a la otra y, me guste o no, yo soy parte de lo sucedido tanto como cualquier otro. De no haber sido por la ruptura de mi matrimonio con Delia Bond, nunca habría conocido a Maria Turner, y si no hubiese conocido a Maria Turner, nunca me habría enterado de la existencia de Lillian Stern, y si no me hubiese enterado de la existencia de Lillian Stern, no estaría aquí sentado escribiendo este libro. Cada uno de nosotros está relacionado de alguna manera con la muerte de Sachs y no me será posible contar su historia sin contar al mismo tiempo cada una de nuestras historias. Todo está relacionado con todo, cada historia se solapa con las demás. Por muy horrible que me resulte decirlo, comprendo ahora que yo soy quien nos unió a todos. Tanto como el propio Sachs, yo soy el punto donde comienza todo.
La secuencia pormenorizada es la siguiente: perseguí a Delia a temporadas durante siete años (1967-1974), la convencí de que se casase conmigo (1975), nos fuimos a vivir al campo (marzo de 1977), nació nuestro hijo David (junio de 1977), nos separamos (noviembre de 1978). Durante los dieciocho meses que estuve fuera de Nueva York, me mantuve en estrecho contacto con Sachs, pero nos vimos menos que antes. Las postales y las cartas sustituyeron a las conversaciones nocturnas en los bares, y nuestros contactos fueron necesariamente más limitados y formales. Fanny y Ben vinieron a pasar un fin de semana con nosotros en el campo y Delia y yo les visitamos en su casa de Vermont un verano durante unos días, pero estas reuniones carecían de la cualidad anárquica e improvisada que tenían nuestros encuentros en el pasado. Sin embargo, no hubo menoscabo en la amistad. De cuando en cuando yo tenía que ir a Nueva York por motivos de trabajo: entregar manuscritos, firmar contratos, recoger trabajo, comentar proyectos con los editores. Esto sucedía dos o tres veces al mes, y siempre que estaba allí pasaba la noche en casa de Fanny y Ben en Brooklyn. La estabilidad de su matrimonio tenía un efecto tranquilizador para mí, y si pude mantener una apariencia de cordura durante ese período, creo que, en parte por lo menos, se debió a ellos. Volver a ver a Delia a la mañana siguiente podía resultar difícil, sin embargo. El espectáculo de la felicidad doméstica que acababa de presenciar me hacía comprender que había estropeado las cosas gravemente para mí mismo. Comencé a temer sumergirme en mi propia confusión, en la profunda espesura del desorden que había crecido a mi alrededor.
No me voy a poner a especular respecto a qué fue lo que nos hundió. El dinero escaseaba durante los últimos dos años que pasamos juntos, pero no quiero citar eso como causa directa Un buen matrimonio puede soportar cualquier presión externa, un mal matrimonio se resquebraja. En nuestro caso, la pesadilla comenzó a las pocas horas de marcharnos de la ciudad, y ese algo frágil que nos había mantenido unidos se deshizo de forma permanente.
Dada nuestra falta de dinero, el plan original era bastante cauto: alquilar una casa en alguna parte y ver si la vida en el campo nos iba bien o no. Si nos gustaba, nos quedaríamos; si no nos gustaba, volveríamos a Nueva York cuando se terminase el contrato de alquiler. Pero luego intervino el padre de Delia y nos ofreció adelantarnos diez mil dólares para pagar la entrada de una casa en propiedad. Teniendo en cuenta que entonces las casas de campo se vendían a precios tan bajos como treinta o cuarenta mil dólares, esta suma representaba mucho más que ahora. Fue una oferta generosa por parte de Mr. Bond, pero al final tuvo un efecto adverso sobre nosotros, porque nos colocó en una situación que ninguno de los dos supo manejar. Después de buscar durante un par de meses, encontramos un sitio barato en Dutchess County, una casa vieja y destartalada con mucho espacio en el interior y unas espléndidas lilas plantadas en el patio. Al día siguiente de mudarnos, una tormenta feroz azotó la ciudad. Un rayo cayó en la rama de un árbol próximo a la casa, la rama se incendió, el fuego se propagó a un cable eléctrico que pasaba por el árbol y nos quedamos sin electricidad. No bien sucedió esto, la bomba de sentina se cerró y en menos de una hora el sótano estaba inundado. Pasé la mayor parte de la noche metido hasta las rodillas en agua fría achicándola con cubos a la luz de una linterna. Cuando llegó el electricista a la tarde siguiente para valorar los daños, nos enteramos de que había que cambiar toda la instalación eléctrica. Eso nos costó varios cientos de dólares, y cuando la fosa séptica se salió al mes siguiente, nos costó más de mil dólares quitar el olor a mierda de nuestro jardín trasero. No podíamos permitirnos ninguna de estas reparaciones, y el asalto a nuestro presupuesto nos trastornó completamente. Aceleré el ritmo de mis traducciones, aceptando cualquier encargo que me hiciesen, y a mediados de la primavera prácticamente había abandonado la novela que llevaba tres años escribiendo. Para entonces Delia estaba inmensa a causa de su embarazo, pero continuaba trabajando duramente en lo suyo (corrección de estilo free-lance ) y la última semana antes de ponerse de parto estuvo sentada ante su mesa de trabajo de la mañana a la noche corrigiendo un manuscrito de más de novecientas páginas.
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