– Tú.
– ¿Yo? -Sancho soltó una alegre carcajada-. ¡Yo soy un pícaro, Toulouse! ¿Me ves convertido en pilar de la familia? ¡Ni Dios lo quiera!
– Si Maurice me traiciona, tú tendrás que ayudarme, Sancho. Eres mi socio y mi único amigo.
– Por favor, no me asustes.
– Creo que tienes razón: no debo dar la pelea con Maurice de frente, sino actuar con astucia. El muchacho necesita enfriarse, pensar en su futuro, divertirse como corresponde a su edad y conocer otras mujeres. Esa bribona debe desaparecer.
– ¿Cómo? -preguntó Sancho.
– Hay varias formas.
– ¿Cuáles?
– Por ejemplo, ofrecerle una buena suma para que se vaya lejos y deje en paz a mi hijo. El dinero compra todo, Sancho, pero si eso no resultara… bueno, tomaríamos otras medidas.
– ¡No cuentes conmigo para nada de eso! -exclamó Sancho, alarmado-. Maurice jamás te lo perdonaría.
– No tendría que saberlo.
– Yo se lo diría. Justamente porque te quiero como hermano, Toulouse, no voy a permitir que cometas una maldad semejante. Te arrepentirías toda tu vida -replicó Sancho.
– ¡No te pongas así, hombre! Estaba bromeando. Sabes que no soy capaz de matar una mosca.
La risa de Valmorain sonó como un ladrido. Sancho se retiró, preocupado, y él se quedó meditando sobre el plaçage. Parecía la alternativa más lógica, pero apadrinar el amancebamiento entre hermanos era muy peligroso. Si llegaba a saberse, su honor quedaría manchado en forma irreparable y todo el mundo les daría la espalda a los Valmorain, ¿Con qué cara iban a presentarse en público? Debía pensar en el futuro de sus cinco hijas, sus negocios y su posición social, tal como le había hecho ver Hortense con claridad. No sospechaba que la misma Hortense ya había hecho circular la noticia. Puesta a elegir entre cuidar la reputación de su familia, primera prioridad para toda dama créole , o arruinar la de su hijastro, Hortense cedió a la tentación de lo segundo. Si hubiera estado en sus manos, ella misma habría casado a Maurice con Rosette, nada más que para destruirlo. A ella no le convenía el plaçage que proponía Sancho, porque una vez que se calmaran los ánimos, como siempre ocurría al cabo de un tiempo, Maurice podría ejercer sus derechos de primogénito sin que nadie se acordara de su desliz. La gente tenía mala memoria. La única solución práctica era que su hijastro fuera repudiado por su padre. «¿Pretende casarse con una cuarterona? Perfecto. Que lo haga y que viva entre negros, como corresponde», les había comentado a sus hermanas y amigas, que a su vez se encargaron de repetirlo.
Tété y Rosette habían dejado la casa amarilla de la calle Chartres al día siguiente del bochorno en el baile del Cordon Bleu. A Violette Boisier se le pasó pronto la pataleta de ira y perdonó a Rosette, porque los amores contrariados siempre la conmovían, pero de todos modos se sintió aliviada cuando Tété le anunció que no deseaba seguir abusando de su hospitalidad. Era preferible poner cierta distancia entre ellas, pensó. Tété se llevó a su hija a la pensión donde años antes vivía el tutor Gaspard Sévérin, mientras terminaban los arreglos de la pequeña vivienda que había comprado Zacharie a dos cuadras de la de Adèle. Siguió trabajando con Violette, como siempre, y puso a Rosette a coser con Adèle; era tiempo de que la chica se ganara la vida. Era impotente ante el huracán que se había desencadenado. Sentía inevitable compasión por su hija, pero no podía acercarse para tratar de ayudarla, porque se había cerrado como un molusco. Rosette no hablaba con nadie, cosía en hosco silencio, esperando a Maurice con una dureza de granito, ciega a la curiosidad ajena y sorda a los consejos de las mujeres que la rodeaban: su madre, Violette, Loula, Adèle y una docena de vecinas entrometidas.
Tété se enteró del enfrentamiento de Maurice y Toulouse Valmorain a través de Adèle, a quien se lo había contado Parmentier, y de Sancho, que le hizo una breve visita a la pensión para llevarle noticias de Maurice. Le dijo que el joven estaba debilitado por el tifus, pero fuera de peligro, y deseaba ver a Rosette lo antes posible. «Me pidió que interceda para que lo recibas, Tété», agregó. «Maurice es mi hijo, don Sancho, no necesita enviarme recados. Lo estoy esperando», le respondió ella. Pudieron hablar con franqueza, aprovechando que Rosette había salido a dejar unas costuras. Hacía varias semanas que no tenían ocasión de verse, porque Sancho había desaparecido del barrio. No se atrevía a asomarse cerca de Violette Boisier desde que ella lo sorprendió con Adi Soupir, la misma joven ligera de cascos de quien ya había estado prendado antes. Nada sacó Sancho con jurarle que sólo se habían encontrado por casualidad en la plaza de Armas y él la había invitado a tomar una inocente copita de jerez, nada más. ¿Qué malo había en eso? Pero Violette no tenía interés en competir con ninguna rival por el corazón de alcachofa de ese español, y menos con una a quien doblaba en edad.
Según Sancho, Toulouse Valmorain había exigido que su hijo fuera a hablar con él apenas pudiera ponerse de pie. Maurice sacó fuerzas para vestirse y acudió a la casa de su padre, porque no podía seguir postergando una resolución. Mientras no aclarara las cosas con él, no estaba en libertad de presentarse ante Rosette. Al ver a su hijo amarillo y con la ropa colgando, porque había bajado varios kilos durante su breve enfermedad, Valmorain se asustó. El antiguo temor de que la muerte se lo arrebatara, que tantas veces lo había asaltado cuando Maurice era chico, volvió a cerrarle el pecho. Azuzado por Hortense Guizot se había preparado para imponerle su autoridad, pero comprendió que lo quería demasiado: cualquier cosa era preferible a pelearse con él. En un impulso optó por el plaçage , al que antes se había opuesto por orgullo y por consejo de su mujer. Vio con lucidez que era la única salida posible. «Te ayudaré como corresponde, hijo. Tendrás lo suficiente para comprarle una casa a esa moza y mantenerla como es debido. Rezaré para que no haya escándalo y Dios os perdone. Sólo te pido que nunca la nombres en mi presencia y tampoco a su madre», le anunció Valmorain.
La reacción de Maurice no fue la que esperaban su padre ni Sancho, quien también estaba presente en la biblioteca. Respondió que agradecía la ayuda ofrecida, pero no era ése el destino que deseaba. No pensaba seguir sometiéndose a la hipocresía de la sociedad ni someter a Rosette a la injusticia del plaçage , en el que ella estaría atrapada, mientras él gozaba de plena libertad. Además, eso sería un estigma para la carrera política que iba a seguir. Dijo que regresaría a Boston, a vivir entre gente más civilizada, estudiaría abogacía y luego, desde el Congreso y los periódicos, intentaría cambiar la Constitución, las leyes y finalmente las costumbres, no sólo en Estados Unidos, sino en el mundo.
– ¿De qué estás hablando, Maurice? -lo interrumpió su padre, convencido de que le había vuelto el delirio del tifus.
– Abolicionismo, monsieur. Voy a dedicar mi vida a luchar contra la esclavitud -replicó Maurice con firmeza.
Eso fue un golpe mil veces más grave para Valmorain que el asunto de Rosette: era un atentado directo contra los intereses de su familia. Su hijo estaba más desquiciado de lo que había imaginado, pretendía nada menos que demoler el fundamento de la civilización y de la fortuna de los Valmorain. A los abolicionistas los emplumaban y los ahorcaban, como merecían. Eran unos locos fanáticos que se atrevían a desafiar a la sociedad, a la historia, incluso a la palabra divina, porque la esclavitud aparecía en la Biblia. ¿Un abolicionista en su propia familia? ¡Ni pensarlo! Le lanzó su arenga a gritos, sin tomar aliento, y terminó amenazándolo con desheredarlo.
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